«Bésame. De tu boca es de lo que estoy más puramente enamorada, de tus dientes.» Y más tarde, cuando su cabeza había caído a un lado, hacia la corriente que entraba por la abertura de la tienda, le había susurrado en voz alta estas palabras, que sólo había oído ella misma: «Tal vez deberíamos preguntar a Caravaggio. Mi padre me dijo una vez que Caravaggio estaba siempre enamorado. No sólo caía en el amor, sino que, además, se hundía dentro de él. Siempre confuso, siempre feliz. ¿Kip? ¿Me oyes? Me siento tan feliz contigo, tan feliz de estar contigo así.»
Lo que más deseaba ella era un río en el que pudieran nadar. En la natación había un ceremonial que le parecía como el de una pista de baile. Pero él tenía una idea diferente de los ríos, se había metido en el Moro en silencio tirando del arnés de cables atados al puente portátil y los paneles de acero remachados se deslizaban tras él dentro del agua como un ser vivo y entonces se había iluminado el cielo con el fuego de obuses y alguien estaba hundiéndose a su lado en el centro del río. Los zapadores se sumergían una y otra vez en busca de las poleas perdidas y recogían los garfios en el agua y las llamaradas del fósforo en el cielo iluminaban el barro, la superficie y los rostros.
Durante toda la noche lloraron, gritaron y se ayudaron mutuamente a no volverse locos. Con la ropa empapada en el río invernal, consiguieron que el puente fuera encarrilándose poco a poco por encima de sus cabezas y dos días después otro río. Todos los ríos a los que llegaban carecían de puentes, como si hubieran borrado sus nombres, como si el cielo no tuviese estrellas ni las casas puertas. Las unidades de zapadores se metían con cuerdas en ellos, trasladaban cables sobre los hombros, encajaban los pernos, cubiertos de grasa para que no chirriara el metal, y después pasaba el ejército. Pasaba con sus vehículos y los zapadores seguían en el agua.
Con mucha frecuencia los sorprendían en plena corriente los obuses, que fulguraban en las cenagosas orillas y hacían trizas el acero y el hierro. Entonces nada había para protegerlos, el río resultaba tan fino como la seda contra los metales que lo rasgaban.
Kip se lo quitaba de la cabeza. Se daba maña para dormirse al instante y apartarse de aquella mujer, que tenía sus propios ríos y se perdía en ellos.
Sí, Caravaggio le explicaría cómo podía hundirse en el amor, cómo hundirse incluso en el amor cauto. «Quiero llevarte al río Skootamatta, Kip», decía Hana. «Quiero enseñarte el lago Smoke. La mujer a la que mi padre amó vive en los lagos, se desplaza más en canoa que en coche. Añoro los truenos que cortaban la electricidad. Quiero que conozcas a Clara, la mujer de las canoas, la única de mi familia que aún vive. Ya no queda nadie más. Mi padre la abandonó para irse a la guerra.»
Caminaba sin dar un paso en falso ni vacilar hacia la tienda en la que él pasaba la noche. Los árboles tamizaban la luz de la luna, como si se encontrara bajo un globo de luces de una sala de baile. Entraba en la tienda, pegaba el oído a su pecho dormido y escuchaba los latidos de su corazón, igual que él escuchaba el reloj de una mina. Las dos de la mañana. Todo el mundo dormía, menos ella.