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I. LA VILLA

Se puso de pie en el jardín en el que había estado trabajando y miró a lo lejos. Había notado un cambio en el tiempo. Se había vuelto a levantar viento, voluta sonora en el aire, y los altos cipreses oscilaban. Se volvió y subió la cuesta hacia la casa, trepó una pared baja y sintió las primeras gotas de lluvia en sus desnudos brazos. Cruzó el pórtico y entró rápida en la casa.

No se detuvo en la cocina, sino que la cruzó y subió la escalera, a obscuras, y después continuó por el largo pasillo, a cuyo final se proyectaba la luz que pasaba por una puerta abierta.

Giró y entró en la habitación, otro jardín, de árboles y parras esta vez, pintado en sus paredes y techo. El hombre yacía en la cama con el cuerpo expuesto a la brisa y, al oírla entrar, volvió ligeramente la cabeza hacia ella.

Cada cuatro días le lavaba su negro cuerpo, comenzando por los destrozados pies. Mojaba una manopla y, manteniéndola en el aire, la estrujaba para que el agua le cayera en los tobillos. Al oírlo murmurar, alzó la vista y vio su sonrisa. Por encima de las espinillas, las quemaduras eran más graves, más que violáceas, hasta el hueso.

Llevaba meses cuidándolo y conocía el cuerpo bien: el pene, dormido como un hipocampo; las caderas, estrechas y duras. Los huesos de Cristo, pensó. Era su santo desesperado. Yacía boca arriba, sin almohadón, mirando el follaje pintado en el techo, su baldaquín de ramas y, encima, cielo azul.

Le puso tiras de calamina en el pecho, en los puntos en que estaba menos quemado, en que podía tocarlo. Le gustaba la cavidad bajo la última vértebra, su farallón de piel. Al llegar a los hombros, le soplaba aire fresco en el cuello y él murmuraba algo.

¿Qué?, preguntó ella, tras perder la concentración.

Cuando él giró su obscura cara de ojos grises hacia ella, se metió la mano en el bolsillo. Peló la ciruela con los dientes, sacó el hueso y le introdujo la pulpa en la boca.

Él volvió a murmurar y atrajo el atento corazón de la joven enfermera, que estaba a su lado, hasta sus pensamientos, hasta el pozo de recuerdos en el que no había cesado de sumergirse durante los meses anteriores a su muerte.

El hombre recitaba con voz queda historias que pasaban de un plano a otro del cuarto como un halcón. Se despertaba en el cenador pintado que lo envolvía con su profusión de flores inclinadas, brazos de grandes árboles. Recordaba giras, recordaba a una mujer que besaba partes de su cuerpo ahora quemadas y de color berenjena.

He pasado semanas en el desierto sin acordarme de mirar la luna, como un hombre casado puede pasar días sin mirar la cara de su esposa. No es que peque por omisión, sino que está absorto en otra cosa.

Sus ojos se clavaron en el rostro de la joven. Si ésta apartaba la cabeza, la mirada de él se proyectaba ante ella en la pared. La joven se inclinó. ¿Cómo te quemaste?

Estaba avanzada la tarde. Sus manos jugaban con la sábana, la acariciaban con el dorso de los dedos.

Caí en el desierto, envuelto en llamas.

Encontraron mi cuerpo, me hicieron una balsa con ramitas y me arrastraron por el desierto. Estábamos en el mar de Arena y de vez en cuando cruzábamos lechos de ríos secos. Nómadas, verdad, beduinos. Caí al suelo y la propia arena ardió. Me vieron salir desnudo del aparato, con el casco puesto y en llamas. Me ataron a un soporte, una armadura como de barca, y oía los pesados pasos de los que me llevaban corriendo. Había perturbado la parsimonia del desierto.

Los beduinos conocían el fuego. Conocían los aviones que desde 1939 caían del cielo. Algunos de sus utensilios y herramientas estaban hechos con el metal de aviones estrellados y tanques despedazados. Era la época de la guerra en el cielo. Sabían reconocer el zumbido de un avión tocado, sabían abrirse paso entre semejantes restos de naufragio. Un pequeño perno de cabina se convertía en una joya. Tal vez fuera yo el primero que salió vivo de un aparato en llamas. Un hombre con la cabeza ardiendo. No sabían cómo me llamaba y yo no conocía su tribu.

¿Quién eres?

No lo sé. No dejas de preguntármelo.

Dijiste que eras inglés.

Por la noche nunca estaba lo bastante cansado para dormir. Ella le leía pasajes de cualquier libro que encontrara en la biblioteca del piso inferior. La vela parpadeaba en la página y en el rostro de la joven enfermera y apenas dejaba ver los árboles y el panorama que decoraba las paredes. Él la escuchaba y absorbía sus palabras, como si fueran agua.

Si hacía frío, se metía con cuidado en la cama y se tumbaba a su lado. No podía descansar peso alguno sobre él, ni siquiera su fina muñeca, sin hacerle daño.

A veces, a las dos de la madrugada, aún estaba despierto y mantenía los ojos abiertos en la obscuridad.

Había olido el oasis antes de verlo: la humedad en el aire. Los murmurios de cosas: las palmeras y las bridas. Los ruidos de latas cuya intensidad revelaba que iban llenas de agua.

Vertieron aceite en grandes trozos de tela suave y se los colocaron encima. Estaba ungido.

Sentía la presencia del hombre que permanecía siempre junto a él y en silencio, el olor de su aliento, cuando, cada veinticuatro horas, se inclinaba, a la caída de la noche, para quitarle las telas y examinar su piel en la obscuridad.

Sin las telas, volvía a ser el hombre desnudo junto al aeroplano en llamas. Lo cubrían con capas de fieltro gris. ¿A qué gran nación pertenecerían quienes lo habían encontrado? ¿Qué país era el que había dado con dátiles tan blandos para que el hombre que tenía a su lado los mascase y después los pasara de su boca a la suya? Durante el tiempo que vivió con ellos no consiguió recordar de dónde era. Igual podría haber sido el enemigo contra el que había estado combatiendo desde el aire.

Más adelante, en el hospital de Pisa, le pareció ver junto a él el rostro que había acudido todas las noches a mascar y ablandar los dátiles e introducírselos en la boca.

Aquellas noches carecían de color, de palabras o canciones. Cuando permanecía despierto, los beduinos guardaban silencio. Estaba en un altar en forma de hamaca y con vanidad se imaginaba a centenares de ellos en torno a él, pero podían haber sido sólo dos los que lo habían encontrado y le habían quitado de la cabeza el casco con llamas en forma de astas. A esos dos sólo los conocía por el sabor de la saliva que acompañaba el dátil o por el sonido de sus pies al correr.

Ella se sentaba y leía del libro bajo la luz parpadeante. De vez en cuando echaba un vistazo al pasillo de la villa, que había sido un hospital de guerra y en la que había vivido con otras enfermeras hasta que se habían ido trasladando todas, al avanzar la guerra, ya casi acabada, hacia el Norte.

Fue la época de su vida en que se volcó en los libros como única vía de salvación. Pasaron a ser media vida para ella. Se sentaba, encorvada, ante la mesilla de noche y leía la historia del muchacho que en la India aprendió a memorizar diversas joyas y otros objetos de una bandeja, que pasó de un maestro a otro: unos les enseñaron el dialecto, otros a ejercitar la memoria, otros a evitar la hipnosis.

El libro descansaba sobre su regazo. Se dio cuenta de que llevaba más de cinco minutos mirando la porosidad del papel, el pliegue en la esquina de la página 17, que alguien había dejado como marca. Acarició la piel de la encuadernación. Una idea corrió por su cabeza como un ratón por el techo, una polilla en la ventana de noche. Miró el pasillo, aunque en la Villa San Girolamo ya no vivía nadie, excepto el paciente inglés y ella. En el huerto, situado más arriba de la casa y cubierto de cráteres, tenía plantadas suficientes hortalizas para que pudiesen sobrevivir y de vez en cuando acudía desde la ciudad un hombre con el que intercambiaba jabón, sábanas y cosas que quedaran en ese hospital de guerra por otros productos de primera necesidad: unas habas, algo de carne. Ese hombre le había llevado dos botellas de vino y todas las noches, después de permanecer tumbada con el inglés hasta que se quedaba dormido, se servía, ceremoniosa, una jarrita y se la llevaba hasta la mesilla de noche, junto a la puerta entornada, y, mientras se sumía otra vez en el libro que estuviera leyendo, saboreaba el vino.

Conque, para el inglés, ya escuchara atento o no, los libros presentaban saltos en la trama, como trozos de carretera arrancados por las tormentas, episodios perdidos como la sección de un tapiz comido por langostas, como el yeso reblandecido por los bombardeos y caído de un mural por la noche.

La villa en que ahora vivían el inglés y ella era algo bastante parecido. Los escombros impedían el paso a algunas habitaciones. El cráter causado por una bomba dejaba pasar la luz de la luna y la lluvia en la biblioteca del piso inferior, en uno de cuyos ángulos había un sillón permanentemente empapado.

No le importaba que el inglés se perdiera esos episodios. No le hacía un resumen de los capítulos que faltaban. Se limitaba a sacar el libro y decir «página 96» o «página 111». Ésa era la única referencia. Se llevaba las manos del inglés a la cara y las olía: seguían impregnadas del olor a enfermedad.

Se te están volviendo ásperas las manos, decía él.

De las hierbas y los cardos y de cavar.

Ten cuidado. Ya te avisé sobre los peligros.

Ya lo sé.

Entonces se ponía a leer.

Su padre le había enseñado a conocer las manos y también las patas de los perros. Siempre que su padre estaba solo con un perro en una casa, se agachaba y le olía la piel en la base de la pata. ¡Éste, decía, como si procediera de una copa de coñac, es el mejor olor del mundo! ¡Un aroma exquisito! ¡Resonancias profundas de viajes! Ella fingía sentir asco, pero la pata del perro era, en efecto, una maravilla: su olor nunca recordaba a la suciedad. ¡Es una catedral!, había dicho su padre, el jardín de Fulano, ese campo de hierba, un paseo por entre ciclaminos, los indicios concentrados de todos los senderos que el animal ha seguido durante el día.

Una carrerita como de ratón en el techo y volvía a alzar la vista del libro.

Le quitaron la mascarilla de hierbas de la cara. El día del eclipse. Lo estaban esperando. ¿Dónde se encontraría? ¿Qué civilización sería aquélla, que entendía las predicciones del tiempo y la luz? El Ahmar o El Abyadd, porque debían de ser de una de las tribus del desierto noroccidental, de las que podían recoger a un hombre caído del cielo, las que se cubrían la cara con una mascarilla de cañas de oasis trenzadas. Ahora tenía un lecho de hierba. Su jardín favorito del mundo había sido el que formaba el césped en Kew con tan delicados y diversos colores, como los diferentes niveles de fresnos en una colina.

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