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X. AGOSTO

Caravaggio bajó las escaleras a obscuras y entró en la cocina. En la mesa había apio y unos nabos con las raíces aún cubiertas de barro. La única luz procedía de un fuego que Hana acababa de encender. Estaba vuelta de espaldas y no había oído sus pasos, al entrar. Su estancia en la villa había relajado el cuerpo de Caravaggio y lo había liberado de la tensión, por lo que parecía más alto, más desahogado en sus gestos. Sólo conservaba el sigilo de los movimientos. Por lo demás, ahora había en él una tranquila ineficiencia, un aletargamiento en los gestos.

Arrastró la silla para que Hana se volviera y viese que él había entrado. «Hola, David.»

Él levantó el brazo. Tenía la sensación de haber estado en desiertos durante demasiado tiempo.

«¿Cómo está?»

«Dormido. Le he hecho hablar por los codos.»

«¿Era lo que pensabas?»

«Es igual. Podemos dejarlo tranquilo.»

«Eso pensaba yo. Kip y yo estamos seguros de que es inglés. Kip cree que las mejores personas son las excéntricas, él trabajó con una así.»

«Yo creo que el excéntrico es Kip. Por cierto, ¿dónde está?»

«Está tramando algo en la terraza para mi cumpleaños y no quiere que vaya a verlo.» Hana abandonó la posición en cuclillas junto al hogar y se secó la mano en el antebrazo opuesto.

«Para tu cumpleaños voy a contarte una pequeña historia», dijo él.

Ella lo miró.

«Pero no sobre Patrick, ¿eh?»

«Un poco sobre Patrick y la mayor parte sobre ti.»

«Todavía no puedo escuchar esas historias, David.»

«Los padres mueren y seguimos amándolos como podemos. No puedes esconderlo en tu corazón.»

«Ya hablaremos cuando se te haya pasado el efecto de la morfina.»

Ella se acercó a él y lo rodeó con el brazo, se alzó y le besó en la mejilla. Cuando la apretó en su abrazo, sintió su barba de tres días como si le restregaran arena por la piel. Ahora le encantaba eso de él; en el pasado había sido siempre escrupuloso. Según había dicho Patrick, su raya en el pelo era como Yonge Street a medianoche. En el pasado Caravaggio se había movido como un dios delante de ella. Ahora, con la cara y el cuerpo más llenos y los tonos grisáceos, resultaba más humanizado.

Aquella noche estaba preparando la cena Kip. A Caravaggio no le hacía ilusión precisamente. Para su gusto, una de cada tres comidas era un desastre. Kip encontraba verduras y se las ofrecía apenas hechas, tan sólo las hervía brevemente en una sopa. Iba a ser otra comida purista, no lo que Caravaggio deseaba después de un día como aquél, en que había estado escuchando al hombre del piso superior. Abrió la alacena bajo la pila. En ella había, envuelta en un paño húmedo, carne seca que Caravaggio cortó y se guardó en el bolsillo.

«Mira, yo puedo sacarte de la morfina. Soy una buena enfermera.»

«Estás rodeada de locos…»

«Sí, creo que estamos todos locos.»

Cuando los llamó Kip, salieron de la cocina a la terraza, cuya linde, con su baja balaustrada de piedra, estaba cercada de luz.

A Caravaggio le pareció una sarta de bombillitas eléctricas encontradas en iglesias polvorientas y pensó que, aun cuando fuera para el cumpleaños de Hana, el zapador había ido demasiado lejos al sacarlas de una capilla. Ella se acercó despacio con las manos sobre la cara. No soplaba viento. Sus piernas y muslos se movían en la falda de su vestido como por aguas poco profundas y sus zapatillas de tenis no sonaban en la piedra.

«No he dejado de encontrar conchas en todos los sitios donde he cavado», dijo el zapador.

Seguían sin entender. Caravaggio se inclinó sobre las luces pestañeantes. Eran conchas de caracol rellenas de aceite. Observó toda la hilera: debía de haber unas cuarenta.

«Cuarenta y cinco», dijo Kip, «los años transcurridos de este siglo. En mi país, además de nuestra edad, celebramos la era».

Hana se movía a su lado, ahora con las manos en los bolsillos, como le gustaba a Kip verla caminar, tan relajada, como si se hubiera guardado los brazos por aquella noche, con un simple movimiento sin brazos ahora.

La atención de Caravaggio se desvió hacia la asombrosa presencia de tres botellas de vino tinto sobre la mesa. Se acercó, leyó las etiquetas y movió, atónito, la cabeza. Sabía que el zapador no iba a beber ni una gota. Estaban ya abiertas las tres. Kip debía de haber dado con un libro de etiqueta en la biblioteca. Entonces vio el maíz, la carne y las patatas. Hana pasó el brazo por el de Kip y se acercó con él a la mesa.

Comieron y bebieron y el inesperado espesor del vino en la lengua les recordaba a la carne. No tardaron en decir tonterías al brindar por el zapador -«el gran rastreador»- y por el paciente inglés. Brindaron mutuamente por su salud y Kip se les unió con su vaso de agua. Entonces se puso a hablar de sí mismo. Caravaggio lo instaba a continuar, si bien no siempre escuchaba, sino que a veces se levantaba y se paseaba en torno a la mesa, encantado con todo aquello. Quería que aquellos dos se casaran, estaba deseando forzarlos verbalmente a hacerlo, pero parecían haber impuesto reglas extrañas a su relación. ¿Qué hacía él desempeñando ese papel? Volvió a sentarse. De vez en cuando veía que se apagaba una luz, cuando se le acababa el aceite. Kij se levantaba y volvía a llenarlas con parafina rosada.

«Debemos mantenerlas encendidas hasta la medianoche.»

Entonces se pusieron a hablar de la guerra, tan lejana. «Cuando acabe la guerra con el Japón, todo el mundo volverá por fin a casa», dijo Kip.

«¿Y adonde irás tú?», preguntó Caravaggio. El zapador balanceó la cabeza, a medias asintiendo y a medías negando, al tiempo que sonreía. Conque Caravaggio se puso a hablar, más que nada a Kip.

El perro se acercó con cautela a la mesa y reposó la cabeza en las rodillas de Caravaggio. El zapador le pidió que le contara más historias de Toronto, como si fuera un lugar de particulares maravillas: nieve que inundaba la ciudad y helaba el puerto, transbordadores en los que en verano se escuchaban conciertos. Pero lo que le interesaba en realidad eran las claves para entender el carácter de Hana, aunque ella se mostraba evasiva y procuraba apartar a Caravaggio de las historias que versaran sobre algún momento de su vida. Quería que Kip la conociera sólo en el presente: una persona tal vez más imperfecta, más compasiva, más dura o más obsesionada que la niña o la joven que había sido entonces. En su vida contaban su madre -Alice-, su padre -Patrick-, su madrastra -Clara- y Caravaggio. Ya había mencionado esos nombres a Kip, como si fuesen sus credenciales, su dote. Eran intachables y no requerían explicación. Los usaba como autoridades en un libro en el que podía consultar la forma correcta de cocer un huevo o añadir ajo al cordero. No se podían poner en discusión.

Y entonces Caravaggio, que estaba bastante bebido, contó la historia de cómo cantó Hana la Marsellesa, que ya le había contado a ella. «Sí, he oído esa canción», dijo Kip y probó a cantarla. «No, tienes que cantarla en voz alta y fuerte», dijo Hana. «¡Tienes que cantarla de pie!»

Se levantó, se quitó las zapatillas de tenis y se subió a la mesa, donde, junto a sus pies descalzos, había cuatro luces pestañeantes, casi extintas, en conchas de caracol.

«Te lo dedico a ti. Tienes que aprender a cantarla así, Kip. Te lo dedico a ti.»

Su canto se elevó en la penumbra, por encima de las conchas encendidas, por encima del marco de luz que salía del cuarto del paciente inglés, y en el obscuro cielo en el que se agitaban las sombras de los cipreses. Sacó las manos de los bolsillos.

Kip había oído aquella canción en los campamentos, cantada por grupos de hombres, muchas veces en momentos extraños, como, por ejemplo, antes de un partido de fútbol improvisado. Y a Caravaggio, cuando la había oído en los últimos años de la guerra, nunca le había gustado en realidad, nunca le había apetecido ponerse a escucharla. En su corazón llevaba la versión que Hana había cantado muchos años atrás. Ahora escuchaba con placer, porque la estaba cantando ella de nuevo, pero no tardó en agriársele por la forma como la interpretaba. No era la pasión de cuando tenía dieciséis años, sino un eco del trémulo círculo de luz que la rodeaba en la penumbra. Estaba cantándola como si fuese algo ajado, como si nunca más se pudiera abrigar la esperanza expresada por la canción. Había quedado alterada por los cinco años que habían precedido a aquella noche de su vigésimo primer cumpleaños en el cuadragésimo quinto año del siglo XX. Cantándola con la voz de un viajero cansado, solo contra todo. Un nuevo testamento. La canción carecía ya de seguridad, la cantante sólo podía ser una voz contra todas las montañas de poder. Ésa era la única certeza. Esa sola voz era lo único que quedaba intacto. Una canción a la luz de las conchas de caracol. Caravaggio comprendió que estaba cantando con el corazón del zapador y haciéndole eco.

En la tienda había noches en que no conversaban y noches en que no cesaban de hablar. Nunca estaban seguros de lo que sucedería, qué fracción del pasado surgiría o si su contacto sería anónimo y quedo en su obscuridad. La intimidad del cuerpo de ella o el cuerpo de sus palabras en el oído de él: tumbados en el almohadón de aire que él insistía en inflar y usar todas las noches. Aquel invento occidental le había encantado. Todas las mañanas soltaba el aire y lo plegaba, como Dios manda, y así lo había hecho durante todo el avance por Italia.

En la tienda Kip se apretaba contra el cuello de ella. Se deshacía con el contacto de las uñas de ella por su piel o tenía pegada su boca a la de ella, su estómago a la muñeca de ella.

Ella cantaba y tarareaba. Lo imaginaba, en la obscuridad de su tienda, como a medias pájaro: por algo en él que recordaba a una pluma, por el frío metal en su muñeca. Siempre que estaba en aquella tiniebla con ella, se movía como un sonámbulo, un poco descompasado con el ritmo del mundo, mientras que durante el día se deslizaba por entre todos los fenómenos fortuitos que lo rodeaban, igual que el color se desliza por sobre el color.

Pero de noche encarnaba el sopor. Ella necesitaba verle los ojos para apreciar su orden y su disciplina. No había una clave para entenderlo. Se tropezaba por doquier con portales en braille. Como si los órganos, el corazón, las filas de costillas, pudieran verse bajo la piel y la saliva se le hubiera vuelto color en la mano. Él había levantado el plano de su tristeza mejor que nadie. Del mismo modo que ella conocía la extraña senda del amor que él sentía por su peligroso hermano. «Llevamos en la sangre el gusto del vagabundeo. Por eso, lo que le resulta más difícil de sobrellevar es la encarcelación y sería capaz de arriesgar la vida para liberarse.»

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