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Durante las conversaciones nocturnas, recorrían su país de cinco ríos: Sutlej, Jhelum, Ravi, Chenab, Beas La guiaba hasta el interior del gran gurdwara, tras haberla visto quitarse los zapatos, lavarse los pies y cubrirse la cabeza. El templo en el que entraban, construida en 1601, fue profanado en 1757 y reconstruido inmediatamente después. En 1830 lo cubrieron de oro y mármol. «Si te llevara allí antes del amanecer, lo primero que verías sería la bruma sobre el agua. Después se alza y revela el templo a la luz. A esa hora ya se habrán iniciado los himnos de los santos: Ramananda, Nanak y Kabir. Los cánticos son la esencia misma del culto. Oyes el canto y hueles la fruta de los jardines del templo: granadas, naranjas. El templo es un abrigo en la corriente de la vida, accesible a todos. Es la nave que cruzó el océano de la ignorancia.»

Avanzaban en la noche, pasaban por la puerta de plata al altar sobre el que se encontraba la Sagrada Escritura bajo un baldaquín de brocado. Los ragis cantaban los versículos de la Escritura acompañados por músicos: desde las cuatro de la mañana hasta las once de la noche. Abrían al azar el Granth Sahib y seleccionaban una cita y durante tres horas, antes de que la bruma se alzara del lago y revelase el Templo Dorado, los versículos se mezclaban y mecían en una lectura ininterrumpida.

Kip la llevaba, bordeando un estanque, hasta el árbol sagrado junto al cual está enterrado Baba Gujhaji, el primer sacerdote del templo, árbol de supersticiones, de cuatrocientos cincuenta años de antigüedad. «Mi madre vino aquí a atar una cuerda en una rama y suplicó al árbol que le concediera un hijo y, cuando nació mi hermano, volvió y pidió que se le concediera la dicha de tener otro. Por todo el Punjab hay árboles sagrados y agua mágica.»

Hana permanecía en silencio. Él conocía la profundidad de sus tinieblas interiores, su carencia de hijos y de fe. No cesaba de procurar alejarla de la linde de sus campos desolados: un hijo y un padre perdidos.

«Yo también he perdido a alguien que era como un padre», había dicho Kip. Pero ella sabía que aquel hombre que tenía a su lado era uno de los afortunados, que se había criado como un desarraigado y, por tanto, podía substituir una lealtad por otra, compensar la pérdida. Hay quienes resultan destruidos por la injusticia y quienes no. Si ella se lo hubiera preguntado, le habría contestado que no tenía queja de su vida: su hermano en la cárcel, sus compañeros lanzados por el aire en explosiones y él arriesgándose diariamente en aquella guerra.

Pese a la bondad de esa clase de personas, representaban una injusticia terrible. Podía pasarse todo el día en un foso de arcilla desactivando una bomba que podía matarlo en cualquier momento o volver a casa, entristecido pero entero, del entierro de otro zapador, pero, fueran cuales fuesen las aflicciones a su alrededor, siempre había solución y luz. Mientras que ella no veía la menor solución. Para él, existían los diferentes planos del destino y en el templo de Amritsar los representantes de todos los credos y todas las clases recibían la misma acogida y comían juntos. Ella misma podía dejar una moneda o una flor en la tela extendida en el suelo y después unirse al gran cántico permanente.

Lo deseaba. Su introversión era consecuencia de su tristeza interior. Por su parte, él la dejaría entrar por las trece puertas de su carácter, pero ella sabía que él, de estar en peligro, nunca recurriría a ella. Podía crear un espacio en torno a sí y concentrarse. Era su arte. Según decía, los sijs eran brillantes en materia de tecnología. «Tenemos una proximidad mística… ¿cómo se llama?» «Afinidad.» «Sí, afinidad, con las máquinas.»

Se perdía entre ellas durante horas, mientras el compás de la música en el receptor de radio le martilleaba en la frente y en el cabello. Ella no pensaba que pudiera entregarse totalmente a él y ser su amante. Él se movía a una velocidad que le permitía compensar la pérdida. Era su forma de ser. Ella no se lo iba a tener en cuenta. ¿Qué derecho tenía? Kip salía todas las mañanas con su mochila colgada del hombro izquierdo y se alejaba por el sendero de la Villa San Girolamo. Todas las mañanas lo veía, veía su animosa actitud ante el mundo, quizá por última vez. Al cabo de unos minutos, alzaba la vista para contemplar los cipreses mutilados por la metralla, sin ramas a media altura, arrancadas por los bombardeos. Plinio debía de haberse paseado por un sendero como aquél o también Stendhal, porque algunos pasajes de La cartuja de Parma sucedían también en aquella parte del mundo.

Kip -un joven con la profesión más extraña que su siglo había inventado, un zapador, un ingeniero militar que detectaba y desactivaba minas- alzaba la vista por aquel sendero medieval y contemplaba el arco de los altos árboles heridos por encima de él. Todas las mañanas salía de la tienda, se bañaba y se vestía en el jardín y se alejaba de la villa y sus alrededores, sin entrar siquiera en la casa -tal vez saludara con la mano, si veía a Hana-, como si el lenguaje, la humanidad, fueran a confundirlo, a introducirse, cual la sangre, en la máquina que había de entender. Ella lo veía a cincuenta metros de la casa, en un claro del sendero.

Ése era el momento en que los dejaba a todos atrás, el momento en que se cerraba el puente levadizo tras el caballero y éste se encontraba a solas, acompañado tan sólo por la calma de su estricto talento. En Siena había un mural que ella había visto, un fresco que representaba una ciudad. Unos metros fuera de las murallas de la ciudad, se había desprendido la pintura, por lo que, al abandonar el castillo, el viajero no podía contar siquiera con el consuelo -en forma de huerto en los alrededores- aportado por el arte. Allí era, le parecía a Hana, a donde iba Kip durante el día. Todas las mañanas salía de la escena pintada y se encaminaba hacia los obscuros riscos del caos: el caballero, el santo guerrero. Ella veía el caqui uniforme pasar entre los cipreses. El inglés lo había llamado fato profugus: fugitivo del hado. Ella suponía que aquellas jornadas comenzaban para él con el placer de alzar la vista hacia los árboles.

A comienzos de octubre de 1943, habían llevado a Nápoles a los zapadores en avión, tras seleccionar a los mejores del cuerpo de ingenieros que ya se encontraba en la Italia meridional. Kip fue uno de los treinta hombres transportados hasta la ciudad sembrada de explosivos.

Los alemanes habían coreografiado en la campaña italiana una de las retiradas más brillantes y terribles de la Historia. El avance de los Aliados, que debería haber durado un mes, se prolongó durante un año. Su ruta estaba cubierta de fuego. Mientras los ejércitos avanzaban, los zapadores, subidos a los guardabarros de los camiones, buscaban con la vista los puntos en que el suelo aparecía removido recientemente y que indicaban la presencia de minas. El avance resultaba lentísimo. Más al norte, en las montañas, los grupos de guerrilleros comunistas -los «garibaldinos»-, que llevaban pañuelos rojos para identificarse, ponían también bombas por las carreteras y las explosionaban al paso de los camiones alemanes sobre ellas.

La escala de colocación de minas en Italia y en el África del Norte resulta inconcebible. En el cruce de carreteras de Kismaayo-Afmadu se encontraron 260 minas. En la zona del puente sobre el río Orno había 300. El 30 de junio de 1941, zapadores sudafricanos colocaron en una jornada 2.700 minas del tipo Mark II en Mersa Matruh. Cuatro meses después, los británicos retiraron 7.806 minas de Mersa Matruh y las colocaron en otros puntos.

Hacían minas con toda clase de materiales. Llenaban con explosivos tubos galvanizados de cuarenta centímetros y los dejaban en las rutas militares. En las casas dejaban las minas dentro de cajas de madera. Llenaban las minas de tubo con gelignita, trozos de metal y clavos. Los bidones de combustible de veinte litros que los zapadores sudafricanos llenaban con hierro y gelignita podían destruir vehículos blindados.

En las ciudades era peor. Desde El Cairo y Alejandría transportaron unidades de artificieros, mínimamente capacitadas. La Octava División llegó a ser famosa. En octubre de 1941, desactivó durante tres semanas 1.403 bombas de explosivo instantáneo.

En Italia fue peor que en África: espoletas de relojería espeluznantemente excéntricas, diferentes de los artefactos alemanes con los que se había adiestrado a las unidades, pues sus mecanismos se activaban con muelle. Cuando los zapadores entraban en las ciudades, recorrían avenidas de cuyos árboles o de los balcones de cuyas casas colgaban cadáveres. Con frecuencia los alemanes se vengaban matando a diez italianos por cada alemán muerto. Algunos de los cadáveres colgados estaban minados y habían de explosionarse en el aire.

Los alemanes evacuaron Nápoles el 1.° de octubre de 1943. Durante un bombardeo de los Aliados ocurrido en septiembre de aquel año, centenares de ciudadanos habían abandonado la ciudad y habían empezado a vivir en las cuevas de los alrededores. En su retirada, los alemanes bombardearon la entrada de las cuevas y obligaron a los ciudadanos a permanecer bajo tierra. Se declaró una epidemia de tifus. En el puerto echaron a pique barcos y los volvieron a minar bajo el agua.

Los treinta zapadores entraron en una ciudad sembrada de trampas explosivas. Había bombas de acción retardada alojadas ex profeso en las paredes de los edificios públicos. Casi todos los vehículos estaban trucados. Los zapadores pasaron a sospechar permanentemente de cualquier objeto, en apariencia dejado al azar en una habitación. Desconfiaban de todo lo que veían en una mesa, a no ser que estuviera orientado hacia la posición de las «cuatro en punto». Años después de acabada la guerra, cuando un zapador colocaba un bolígrafo en una mesa, dejaba el extremo más grueso orientado hacia la posición de las cuatro en punto.

Nápoles siguió siendo zona de guerra durante seis semanas y Kip estuvo en ella todo aquel tiempo con la unidad. Al cabo de dos semanas, descubrieron a los ciudadanos en las cuevas, con la piel obscurecida por la mierda y el tifus. Cuando se dirigían hacia los hospitales de la ciudad, parecían una procesión de fantasmas.

Cuatro días después, explotó la oficina central de Correos y setenta y dos personas resultaron muertas o heridas. Ya había ardido, en los archivos de la ciudad, la colección de documentos medievales más rica de toda Europa.

El 20 de octubre, tres días antes de la fecha en que se había de restablecer el suministro de electricidad, un alemán se entregó y dijo a las autoridades que había miles de bombas ocultas en el barrio portuario de la ciudad y conectadas con el inactivo sistema eléctrico. Cuando se restableciera la corriente, la ciudad desaparecería presa de las llamas. Las autoridades, pese a los más de siete interrogatorios a los que -con actitud que osciló entre el tacto y la violencia- lo sometieron no pudieron cerciorarse totalmente de la veracidad de su confesión. Aquella vez evacuaron todo un barrio de la ciudad: los niños y los ancianos, los moribundos, las mujeres encinta, aquellos a los que acababan de sacar de las cuevas, los animales, los jeeps en buen estado, los soldados heridos de los hospitales, los pacientes mentales, los sacerdotes, los monjes y las religiosas de los conventos. Al anochecer del 22 de octubre de 1943, sólo quedaban doce zapadores en ella.

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