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A las 15 horas del día siguiente, iba a restablecerse el suministro de electricidad. Ninguno de los zapadores se había encontrado nunca en una ciudad vacía, por lo que aquellas horas iban a ser las más extrañas e inquietantes de sus vidas.

Al anochecer, las tormentas recorrían la Toscana. Caían rayos sobre cualquier metal o aguja que se alzara por sobre el paisaje. Kip volvía siempre a la villa por el sendero amarillo entre los cipreses hacia las siete de la tarde, hora hacia la que, los días de tormenta, comenzaban los truenos: una experiencia medieval.

Parecían gustarle aquellos hábitos temporales. Hana o Caravaggio veían su figura a lo lejos: hacía un alto en su camino a casa para volverse a mirar hacia el valle y ver a qué distancia quedaba la lluvia de él. Hana y Caravaggio volvían a la casa y Kip seguía su recorrido de ochocientos metros por el sendero que serpenteaba lentamente hacia la derecha y después hacia la izquierda. Se oía el ruido de sus botas en la gravilla. El viento llegaba hasta él en ráfagas que azotaban los cipreses de costado y los hacían ladearse y se le metían por las mangas de la camisa.

Seguía caminando durante diez minutos sin saber nunca si lo alcanzaría la lluvia. La oía antes de sentirla: chasquidos en la hierba seca, en las hojas de los olivos. Pero de momento se encontraba en la refrescante ventolera de la colina, en el primer plano de la tormenta.

Si lo alcanzaba la lluvia antes de llegar a la villa, se echaba la capa de caucho sobre la mochila y seguía caminando al mismo paso.

En la tienda oía el puro sonido del trueno: sus estridentes chasquidos en lo alto y como un traqueteo de carreta, al perderse en las montañas. Un súbito resplandor de relámpago que iluminaba la tela de la tienda y le parecía siempre más brillante que la luz del sol, un destello de fósforo, algo en cierto modo mecánico, relacionado con la nueva palabra que había oído en las clases teóricas y en su receptor de cristal: «nuclear». En la tienda se deshacía el turbante húmedo, se secaba el pelo y se trenzaba otro en torno a la cabeza.

La tormenta abandonaba el Piamonte y se desplazaba hacia el Sur y el Este. Caían rayos sobre los campanarios de las capillitas alpinas, en cuyos retablos se representaban de nuevo las Estaciones de la Cruz o los Misterios del Rosario. En los pueblecitos de Várese y Varallo, aparecían brevemente figuritas de terracota de tamaño mayor que el natural talladas en el siglo XVI y que representaban escenas bíblicas: Cristo azotado y con los brazos atados a la espalda, el látigo en el aire, un perro que ladraba y, en el siguiente retablo de la capilla, tres soldados que alzaban el crucifijo hacia las nubes pintadas.

La Villa San Girolamo, por su situación, recibía también aquellos destellos: los obscuros pasillos, el cuarto en el que yacía el inglés, la cocina en la que Hana estaba preparando un fuego y la bombardeada capilla quedaban de repente iluminados, sin sombra. Durante semejantes tormentas, Kip se paseaba sin miedo bajo los árboles de su tramo de jardín, pues -en comparación con los peligros que corría en su vida diaria- el de morir fulminado por un rayo resultaba patéticamente mínimo. Lo acompañaban en la penumbra las ingenuas imágenes católicas que había visto en aquellos santuarios de montaña, mientras contaba los segundos entre el relámpago y el rayo. Tal vez aquella villa fuera un retablo semejante, con sus cuatro habitantes iluminados fugazmente en un gesto íntimo, irónicamente destacados sobre el fondo de aquella guerra.

Los doce zapadores que se habían quedado en Nápoles se desplegaron por la ciudad. Pasaron toda la noche abriendo túneles cegados, bajando a las alcantarillas, buscando cables de espoletas que pudieran estar conectados con los generadores centrales. Habían de abandonar la ciudad a las dos de la tarde, una hora antes de que se reanudara el suministro de electricidad.

Una ciudad de doce habitantes, cada uno de ellos en zonas distintas de ella: uno en el generador, otro en el embalse, aún sumergiéndose en él, pues las autoridades estaban más que convencidas de que los daños más importantes los causaría la inundación. Cómo minar una ciudad. Resultaba amedrentador más que nada por el silencio. Lo único que oían del mundo humano eran los ladridos de perros y los cantos de pájaros procedentes de algunas ventanas. Llegado el momento, entraría en una de aquellas habitaciones con pájaro, algo humano en aquel vacío. Pasó por delante del Museo Archeologico Nazionale, que albergaba los restos de Pompeya y Herculano y en el que había visto el antiguo perro petrificado en ceniza blanca.

Mientras caminaba, llevaba encendida en el brazo izquierdo la linterna escarlata de zapador, único foco de luz en la Strada Carbonara. La búsqueda nocturna lo había dejado exhausto y ahora no parecía haber gran cosa que hacer. Cada uno de ellos llevaba un radioteléfono, pero sólo debían utilizarlo si descubrían algo que debiesen comunicar urgentemente. Lo que más lo agotaba era el terrible silencio en los patios y las fuentes secas.

A la una de la tarde, se dirigió hacia la bombardeada iglesia de San Giovanni a Carbonara, que ya conocía y en la que había una capilla del Rosario. Unas noches antes, se había paseado por aquella iglesia, cuando los relámpagos anulaban la obscuridad y había visto grandes figuras humanas en el retablo: un ángel y una mujer en una alcoba. Cuando volvió a hacerse la obscuridad, se sentó a esperar en un banco, pero no iba a recibir ninguna otra revelación.

Entró en el ángulo de la iglesia en el que se encontraban las figuras de terracota pintadas con el color de seres humanos blancos. La escena representaba una alcoba en la que una mujer conversaba con un ángel. Bajo la azul esclavina suelta se transparentaba el rizado y castaño cabello de la mujer, que con los dedos de la mano izquierda se tocaba el esternón. Cuando entró en el recinto, se dio cuenta de que todas las figuras eran de tamaño mayor que el natural: la cabeza de él llegaba apenas al hombro de la mujer, el brazo alzado del ángel alcanzaba una altura de cinco metros. Aun así, Kip se sentía acompañado por ellas. Era un cuarto habitado y él se paseaba por entre aquellos seres, cuyo coloquio representaba una fábula sobre la Humanidad y el Cielo.

Se quitó la mochila del hombro y se quedó mirando la cama. Sentía deseos de tumbarse en ella y, si no lo hizo, fue sólo por la presencia del ángel. Ya había rodeado el etéreo cuerpo y había advertido las polvorientas bombillitas que tenía sujetas a la espalda, bajo las obscuras alas de color, y sabía que, pese a su deseo, no iba a poder dormir fácilmente ante semejante presencia. Había tres pares de zapatillas -sutileza del artista-, que sobresalían bajo la cama. Eran las dos menos veinte, aproximadamente.

Extendió su capa en el suelo, aplastó la mochila para que hiciera de almohada y se tumbó sobre la piedra. Durante la mayor parte de su infancia en Lahore había dormido en una estera en el suelo de su alcoba. Y, a decir verdad, nunca había llegado a acostumbrarse a las camas occidentales. En su tienda utilizaba sólo un jergón y una almohada inflable, mientras que en Inglaterra cuando se alojaba en casa de lord Suffolk, sentía claustrofobia al hundirse en la masa del colchón y permanecía cautivo y despierto hasta que saltaba de la cama y se dormía en la alfombra.

Se tumbó junto a la cama. También los zapatos eran -advirtió- de tamaño mayor que el normal. Habrían cabido en ellos los pies de las amazonas. Sobre su cabeza se encontraba el vacilante brazo derecho de la mujer; más allá de sus pies, el ángel. Pronto uno de los zapadores conectaría la electricidad de la ciudad y, si hubiere de explotar, lo haría en compañía de aquellos dos. Morirían o quedarían a salvo. Nada más podía hacer, en cualquier caso: había pasado toda la noche en pie dedicado a la búsqueda final de escondrijos de dinamita y mecanismos de relojería. O se desplomarían las paredes a su alrededor o se pasearía por una ciudad iluminada. Al menos había encontrado aquellas figuras de padres. Podía relajarse en medio de aquel remedo de conversación.

Tumbado y con las manos debajo de la cabeza, advirtió una inflexibilidad en la cara del ángel que antes le había pasado inadvertida. La flor blanca que sostenía lo había confundido. El ángel era también un guerrero. En medio de aquella serie de pensamientos, se le cerraron los ojos y cedió al cansancio.

Estaba tumbado cuan largo era y con una sonrisa en el rostro, como aliviado de estar por fin durmiendo, de disfrutar de semejante lujo. La palma de su mano izquierda descansaba sobre el cemento. El color de su turbante era el mismo que el del cuello de encaje de María. A sus pies, junto a las seis zapatillas, el pequeño zapador indio, de uniforme. Allí no parecía existir el tiempo. Cada uno de ellos había elegido la posición más cómoda para olvidarlo. Así nos recordarán los otros: disfrutando sonrientes de la comodidad que entraña la confianza en lo que nos rodea. Ahora aquella escena, con Kip a los pies de las dos figuras, sugería un debate sobre su sino. El alzado brazo de terracota parecía indicar un aplazamiento de la ejecución, la promesa de un futuro prometedor para aquel extranjero, dormido como un niño. Los tres estaban casi a punto de adoptar una decisión, de llegar a un acuerdo.

Bajo su fina capa de polvo, el rostro del ángel reflejaba una intensa alegría. Sujetas a la espalda tenía las seis bombillitas, dos de las cuales estaban fundidas. Pero, aun así, el prodigio de la electricidad iluminó de repente sus alas desde abajo y sus colores -rojo de sangre, azul y oro, semejante al de los campos de mostaza- brillaron llenos de vida en aquellas últimas horas de la tarde.

Dondequiera que estuviese ahora Hana, en el futuro, era consciente de la trayectoria que había seguido el cuerpo de Kip para alejarse de su vida, el sendero por el que había irrumpido en sus vidas y tan marcadas las había dejado, volvía a verlo mentalmente. Recordaba todo lo que había ocurrido aquel día de agosto en que se había vuelto mudo como una piedra para con ellos: cómo estaba el cielo, cómo obscurecía la tormenta los objetos que tenía delante de ella en la mesa.

Lo vio en el campo, con las manos juntas por encima de la cabeza, y comprendió que no era un gesto provocado por el dolor, sino por la necesidad de mantener los auriculares apretados contra su cráneo. El zapador estaba a cien metros de distancia de ella en la terraza inferior, cuando Hana oyó el grito que emitió su cuerpo, que nunca había alzado la voz delante de ellos. Cayó de rodillas, como si se hubieran roto los hilos que lo sujetaban. Se quedó así y después se levantó despacio y se dirigió en diagonal hacia su tienda, entró en ella y cerró la abertura tras sí. Se oyó un seco restallido de trueno y Hana vio cómo se le obscurecían los brazos.

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