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VII. INSITU

Westbury, Inglaterra, 1940

Kirpal Singh se puso de pie en el punto del lomo del caballo en el que debería haber estado la silla de montar. Al principio se limitó a permanecer de pie en el lomo del caballo y detenerse a saludar a quienes no podía ver, pero estarían mirándolo, lo sabía. Lord Suffolk lo observó con los prismáticos y vio al joven saludar con los dos brazos en alto.

Después bajó por el gigantesco y blanco caballo de creta de Westbury, por la blancura del caballo labrado en la colina. Ahora era una figura negra, pues el fondo intensificaba la obscuridad de su piel y su uniforme caqui. Si los prismáticos estaban bien enfocados, lord Suffolk vería la fina línea del cordón rojo en el hombro de Singh, que indicaba su unidad de zapadores. A ellos debía de parecerles que bajaba por un mapa de papel recortado en forma de animal, pero Singh sólo tenía conciencia de sus botas, que arañaban la áspera creta blanca, al bajar la pendiente.

También Miss Morden bajaba despacio, tras él, la colina, con una mochila al hombro y apoyándose en una sombrilla plegada. Se detuvo a tres metros del caballo, abrió la sombrilla y se sentó a su sombra. Después abrió sus cuadernos de notas.

«¿Me oye?», preguntó Singh.

«Sí, perfectamente.» Se limpió la creta de las manos con la falda y se ajustó las gafas. Alzó la vista a lo lejos, como había hecho Singh, y saludó a quienes no podía ver.

Singh la apreciaba. En efecto, era la primera inglesa con la que había hablado de verdad desde que había llegado a Inglaterra. Había pasado la mayor parte del tiempo en el cuartel de Woolwich. En los tres meses que llevaba allí sólo había conocido a otros indios y a oficiales ingleses. En la cantina de la naafi una mujer respondía, si se le hacía una pregunta, pero las conversaciones con las mujeres se limitaban a dos o tres frases.

Era el segundo hijo. El hijo mayor iba al ejército, el segundo se hacía médico y el siguiente comerciante. Una antigua tradición en su familia. Pero todo había cambiado con la guerra. Se incorporó a un regimiento sij y lo enviaron a Inglaterra. Después de los primeros meses en Londres, se había ofrecido voluntario para una unidad de ingenieros destinada a la desactivación de las bombas de acción retardada y las que no hubieran estallado. En 1939 las órdenes de las autoridades eran ingenuas: De las bombas que no hayan estallado se hará cargo el ministerio del Interior, que encargará su recogida a agentes del ARP y de la policía para que las entreguen en los depósitos oportunos, donde miembros de las fuerzas armadas las detonarán en su momento.

Hasta 1940 no se encargó el Ministerio de la Guerra de la desactivación de bombas, tarea que después delegó, a su vez, en el Real Cuerpo de Ingenieros. Se crearon veinticinco unidades de artificieros. Carecían de equipo técnico y sólo disponían de martillos, escoplos y herramientas de peones camineros. No había especialistas.

Una bomba se compone de las siguientes partes:

1. Un recipiente o caja de la bomba.

2. Una espoleta.

3. Una carga de iniciación o multiplicador.

4. Una carga principal de explosivo instantáneo.

5. Accesorios superestructurales: aletas, agarraderas, Kopfrings, etc.

El 80 por ciento de las bombas arrojadas por aviones sobre Gran Bretaña eran de paredes finas, bombas de uso general. Por lo general, pesaban entre cincuenta y cien kilos. Las bombas de una tonelada se llamaban Hermann o Esau; las de dos toneladas, Satán.

Después de las largas jornadas de adiestramiento, Singh se quedaba dormido con los diagramas y los gráficos en las manos. Entraba medio dormido en el laberinto de un cilindro, pasaba junto al ácido pícrico, el multiplicador y los condensadores y llegaba a la espoleta, en lo más profundo del cuerpo principal. Entonces se despertaba de repente.

Cuando una bomba daba en el blanco, la resistencia hacía que un temblador activara y encendiera el fulminante de la espoleta. La miniexplosión saltaba al multiplicador y hacía que la pentrita detonara, lo que liberaba el ácido pícrico, que, a su vez, explosionaba la carga principal de TNT, amatol y polvo de aluminio. El trayecto desde el temblador hasta la explosión duraba un microsegundo.

Las bombas más peligrosas eran las lanzadas desde baja altitud, pues no se activaban hasta que tocaban el suelo. Esas bombas no detonadas quedaban enterradas en las ciudades y los campos y permanecían inactivas hasta que algo -el bastón de un agricultor, la rueda de un coche, el choque de una pelota de tenis contra la caja- activaba los contactos y estallaban.

Singh fue trasladado en un camión con los demás voluntarios al departamento de investigación de Woolwich. En aquella época el porcentaje de víctimas en las unidades de artificieros era espantosamente elevado, si tenemos en cuenta que había muy pocas bombas que no explotasen. En 1940, después de que Francia cayera y Gran Bretaña se encontrara en estado de sitio, la situación empeoró.

Los bombardeos comenzaron en agosto y de repente, en un mes, hubo que hacerse cargo de 2.500 bombas que no habían estallado. Se cerraron carreteras, se abandonaron fábricas. En septiembre, el número de bombas activas había llegado a 3.700. Se crearon cien nuevas brigadas de artificieros, pero aún no se entendía cómo funcionaban las bombas. La esperanza de vida en esas unidades era de diez semanas.

Fue la época heroica de la desactivación, un período de proezas individuales, en el que la urgencia y la falta de conocimientos y equipo hacía que se corrieran riesgos fantásticos. (…) Sin embargo, fue una época heroica cuyos protagonistas permanecieron en la obscuridad, pues por razones de seguridad se ocultaban al público sus acciones. Evidentemente, no era conveniente publicar informes que podían ayudar al enemigo a calibrar la capacidad para afrontar las bombas.

En el coche, camino de Westbury, Singh se había sentado en el asiento delantero con Mr. Harts, mientras que Miss Morden iba detrás con lord Suffolk. El Humber pintado de caqui era famoso. Los guardabarros estaban pintados de un rojo vivo -como todos los vehículos de las unidades de artificieros- y por la noche un filtro azul cubría el faro de posición izquierdo. Dos días antes, un hombre que pasó cerca del famoso caballo de creta en los Downs había volado por los aires. Cuando los ingenieros llegaron al lugar, descubrieron que otra bomba había aterrizado en el centro de aquel paraje histórico: en el estómago del gigantesco caballo blanco de Westbury, labrado en las onduladas colinas de creta en 1778. Poco después de aquel suceso, todos los caballos de creta de los Downs -había siete- habían quedado cubiertos con redes de camuflaje, no tanto para protegerlos cuanto para que dejaran de ser evidentes puntos de referencia para las incursiones de los bombarderos sobre Inglaterra.

En el asiento trasero, lord Suffolk iba hablando sobre la migración de los petirrojos desde las zonas de guerra de Europa, la historia de la desactivación de bombas, la crema de Devon. Informaba al joven sij sobre las costumbres de Inglaterra, como si fuera una cultura recién descubierta. Pese a ser lord Suffolk, vivía en Devon y hasta el estallido de la guerra su pasión había sido el estudio de Lorna Doone y la profunda autenticidad histórica y geográfica de esa novela. Pasaba la mayoría de los inviernos recorriendo las aldeas de Branden y Porlock y había convencido a las autoridades de que Exmoor era un lugar ideal para el adiestramiento de los artificieros. Tenía a sus órdenes a doce hombres, talentos procedentes de diversas unidades de zapadores e ingenieros, y Singh era uno de ellos. Pasaban la mayor parte de la semana en el Richmond Park de Londres, donde mientras los gamos corrían a su alrededor, les enseñaban los nuevos métodos de desactivación o trabajaban con bombas no detonadas. Pero los fines de semana iban a Exmoor, donde seguían recibiendo formación por el día y después lord Suffolk los llevaba a la iglesia en la que habían disparado a Lorna Doone durante la ceremonia de su boda. «Le dispararon desde esta ventana o desde la puerta trasera… cuando avanzaba por la nave lateral… y le acertaron en el hombro. Un disparo espléndido, la verdad, si bien reprensible, desde luego. El criminal fue atrapado en los brezales y descuartizado.» A Singh le recordó a uno de los cuentos indios que conocía.

El amigo más íntimo de lord Suffolk en esa región era una mujer aviadora que odiaba la sociedad, pero apreciaba a lord Suffolk. Iban a cazar juntos. Vivía en una casita de campo en Countisbury, sobre un acantilado desde el que se dominaba el canal de Bristol. Lord Suffolk les describía los detalles pintorescos de cada aldea por la que pasaban con el Humber. «Éste es el sitio ideal para comprar bastones de endrino.» Como si Singh estuviera pensando en entrar, con su uniforme y su turbante, en la tienda estilo Tudor de la esquina para ponerse a charlar, como si tal cosa, con los propietarios sobre bastones. Más adelante dijo a Hana que lord Suffolk era el inglés más inglés y mejor que había conocido. Si no hubiera habido guerra, nunca se habría animado a salir de Countisbury y de su retiro, llamado Home Farm, donde, a sus cincuenta años, casado, pero con carácter esencialmente de soltero, meditaba, mientras envejecía, junto con el vino y las moscas del antiguo lavadero, y recorría todos los días los farallones para ir a visitar a su amiga aviadora. Le gustaba reparar aparatos: viejas tinas de lavandería, generadores para instalaciones de fontanería o asadores accionados por ruedas hidráulicas. Había estado ayudando a Miss Swift, la aviadora, a acopiar información sobre los hábitos de los tejones.

Así, pues, el trayecto hasta el caballo de creta de Westbury estuvo jalonado de anécdotas e informaciones. Incluso en guerra lord Suffolk conocía el mejor sitio para parar a tomar el té. Entró con mucha solemnidad en el Salón de Té de Pamela, con un brazo en cabestrillo resultante de un accidente con fulmicotón, e introdujo a los miembros de su clan -secretaria, conductor y zapador-, como si fueran sus hijos. Nadie sabía exactamente cómo había convencido al comité encargado de las bombas no detonadas para que le permitiera crear su equipo experimental de artificieros, pero con sus antecedentes de inventor probablemente tuviese más cualidades que nadie para ello. Era un autodidacta y estaba convencido de que podía entender los motivos y los principios que inspiraban cualquier invento. Había inventado enseguida una camisa con bolsillos que permitía al zapador en pleno trabajo tener espoletas y accesorios al alcance de la mano.

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