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Un marido enloquecido, que los mataba a todos. Se mataba y mataba a su mujer… y a él, dado que ya no había posibilidad de salir del desierto.

Sólo, que ella no había muerto. Él liberó su cuerpo, lo sacó de las estrujadas garras del avión, las garras de su marido.

¿Cómo es que llegaste a odiarme?, susurró ella en la Gruta de los Nadadores, sobreponiéndose al dolor que le causaban las heridas: una muñeca rota, costillas destrozadas. Te portaste muy mal conmigo. Entonces fue cuando mi marido sospechó de ti. Todavía detesto eso en ti: que desaparezcas en desiertos o bares.

Tú me dejaste a mí en el parque Groppi.

Porque tú sólo me querías así.

Porque tú dijiste que tu marido se iba a volver loco. Y la verdad es que enloqueció.

No por mucho tiempo. Yo enloquecí antes que él, me dejaste muerta por dentro. Bésame, anda. Deja de defenderte. Bésame y llámame por mi nombre.

Sus cuerpos se habían juntado entre perfumes, entre el sudor, ansiosos por entrar bajo esa fina película con la lengua o los dientes, como si los dos pudieran captar ahí la personalidad y arrancársela mutuamente durante los abrazos amorosos.

Ahora no había talco en el brazo de ella ni agua de rosas en su muslo.

Te consideras un iconoclasta, pero no lo eres. Te limitas a marcharte a otro sitio o substituir lo que se te niega. Si fracasas en algo, te retiras y te dedicas a otra cosa. Nada te cambia. ¿Cuántas mujeres has tenido? Te dejé porque sabía que nunca podría cambiarte. A veces te quedabas tan inmóvil en el cuarto, tan mudo, como si la mayor traición a ti mismo fuera revelar otro mínimo rasgo de tu carácter.

En la Gruta de los Nadadores hablamos. Estábamos a sólo dos grados de latitud de Kufra, lugar seguro.

Hizo una pausa y alargó la mano. Caravaggio colocó una tableta de morfina en su negra palma, que desapareció en la obscura boca del paciente inglés.

Crucé el lecho seco del lago hacia el oasis de Kufra y sólo llevaba conmigo ropa para protegerme del calor y del frío nocturno, dejé hasta mi Herodoto con ella. Y tres años después, en 1942, me dirigí hacia el avión enterrado cargando con su cuerpo como si fuera la armadura de un caballero.

En el desierto, las herramientas para la supervivencia están bajo tierra: grutas troglodíticas, agua depositada en una planta enterrada, armas, un avión. A 25 grados de longitud y 23 de latitud, excavé en busca de la lona y fue apareciendo el viejo avión de Madox. Era de noche y, pese al aire frío, estaba sudando. Me acerqué a ella con la lámpara de petróleo y me senté un rato, junto a la silueta de su seña de asentimiento. Dos amantes y el desierto: luz de las estrellas o de la luna, no recuerdo. En todos los demás sitios había guerra.

Salió de la arena el avión. No había comido nada y me sentía débil. La lona era tan pesada, que no pude apartarla, tuve que cortarla.

Por la mañana, después de dormir dos horas, la trasladé a la carlinga. Arranqué el motor y se puso en marcha. Avanzamos y después nos lanzamos, con años de retraso, hacia el cielo.

La voz calló. El hombre quemado miraba hacia adelante con la concentración infundida por la morfina.

Ahora tenía el avión a la vista. Su lenta voz lo hacía elevarse con esfuerzo por encima de la tierra, el motor tenía fallos, como si le faltara algún diente en el engranaje, y el sudario de ella se desplegaba en el aire de la ruidosa carlinga, un estruendo terrible después de tantos días de caminar en silencio. Bajó la vista y vio que le caía aceite en las rodillas. Una rama se soltó de la blusa de ella: acacia y hueso. ¿A qué altura volaría por encima de la tierra? ¿A qué profundidad por debajo del cielo?

El tren de aterrizaje rozó la cresta de una palmera, por lo que lo hizo ascender, el aceite se deslizó sobre el asiento y el cuerpo de ella resbaló y se hundió en él. Saltó una chispa de un corto circuito y las ramitas en una de las rodillas de ella se prendieron. Volvió a colocarla derecha en el asiento contiguo al suyo. Empujó con las manos el cristal de la carlinga, pero éste no se movió. Se puso a dar puñetazos, lo agrietó y después lo rompió y el aceite y el fuego se derramaron y extendieron por todos lados. ¿A qué profundidad se encontraba por debajo del cielo? Ella se desplomó: ramitas y hojas de acacia, las ramas que habían recibido forma de brazos se desprendían a su alrededor. Sus miembros empezaban a desaparecer absorbidos por el aire. Su lengua olía a morfina. Caravaggio se reflejaba en el negro lago de sus ojos. Ahora subía y bajaba como un cubo de pozo. Tenía sangre por toda la cara. Volaba en un avión carcomido, las lonas de las alas se desgarraban con la velocidad. Eran carroña. ¿Qué distancia había recorrido desde que había rozado la palmera? ¿Cuánto tiempo hacía? Intentó levantar las piernas del aceite, pero pesaban demasiado. En modo alguno podría volver a levantarlas. Estaba viejo de repente, cansado de vivir sin ella. No podía tumbarse en sus brazos y confiar en que ella velara todo el día y toda la noche, mientras él dormía. No tenía a nadie. Estaba exhausto, no por el desierto, sino por la soledad. Madox desaparecido, la mujer metamorfoseada en hojas y ramitas, el cristal roto por el que se veía el cielo como una mandíbula por encima de él.

Se deslizó en el arnés del paracaídas empapado de aceite y giró el avión boca abajo y, tras vencer la resistencia del viento, salió por entre el cristal roto. Después tenía las piernas completamente libres y estaba en el aire, brillante, sin saber por qué, hasta que comprendió que estaba ardiendo.

Hana oía las voces en el cuarto del paciente inglés y se quedó en el pasillo para intentar captar lo que decían.

¿Qué tal es?

¡Maravillosa!

Ahora me toca a mí.

¡Ah! Espléndida, espléndida.

El invento más extraordinario.

Un gran descubrimiento, joven.

Cuando entró, vio a Kip y al paciente inglés pasándose una lata de leche condensada. El inglés chupaba la lata y después la apartaba para mascar el espeso líquido. Sonreía alegre a Kip, que parecía irritado por no tenerla en su poder. El zapador miró a Hana, se cernió sobre la cama, chasqueó los dedos un par de veces y por fin logró apartar la lata del rostro obscuro.

«Hemos descubierto un placer que compartimos, el muchacho y yo: yo en mis viajes por Egipto; él, en la India.»

«¿Has tomado alguna vez bocadillos de leche condensada?», preguntó el zapador.

Hana miraba primero a uno y luego al otro.

Kip miró el interior de la lata. «Voy a buscar otra», dijo y salió del cuarto.

Hana miró al hombre acostado.

«Kip y yo somos bastardos internacionales: nacimos en un lugar y nos fuimos a vivir en otro. Hemos pasado toda la vida luchando para volver a nuestra patria o alejarnos de ella, si bien Kip aún no lo reconoce. Por eso nos llevamos tan bien.»

En la cocina, Kip hizo dos agujeros con la bayoneta, que ahora utilizaba cada vez más -se daba cuenta- sólo para eso, en la nueva lata de leche condensada y volvió corriendo a la alcoba.

«Debes de haberte criado en otra parte», dijo el zapador. «Los ingleses no la chupan así.»

«Viví varios años en el desierto. Allí aprendí todo lo que sé. Todo lo importante que me ha sucedido en mi vida me sucedió en el desierto.» Sonrió a Hana. «Uno me suministra morfina; el otro, leche condensada. ¡Tal vez hayamos descubierto una dieta equilibrada!» Se volvió hacia Kip. «¿Cuánto tiempo llevas de zapador?»

«Cinco años: la mayor parte en Londres, después en Italia con las unidades de artificieros.»

«¿Quién fue tu profesor?»

«Un inglés en Woolwich, estaba considerado un excéntrico.»

«El mejor tipo de profesor. Debió de ser lord Suffolk. ¿Conociste a Miss Morden?»

«Sí.»

En ningún momento intentaron hacer participar a Hana en la conversación. Pero ella quería oírle hablar de su profesor, ver cómo lo describiría.

«¿Cómo era, Kip?»

«Trabajaba en investigación científica. Dirigía una unidad experimental. Miss Morden, su secretaria, estaba siempre con él, y también su conductor, Mr. Fred Harts. Miss Morden tomaba notas, que él le dictaba, mientras trabajaba con una bomba, y Mr. Harts lo ayudaba con los instrumentos. Era un hombre extraordinario. Los llamaban la Santísima Trinidad. En 1941 volaron por los aires, los tres: en Erith.»

Hana miró al zapador recostado contra la pared, con un pie levantado y la suela de la bota contra un arbusto pintado. No tenía la menor expresión de tristeza, nada que interpretar.

Algunos hombres habían desatado el último lazo de su vida en sus brazos. En la ciudad de Anghiari había levantado a hombres vivos para descubrir que ya los estaban consumiendo los gusanos. En Ortona había llevado cigarrillos a la boca del muchacho sin brazos. Nada la había detenido. Había continuado con sus obligaciones, mientras apartaba su yo en secreto. Muchas enfermeras, enfundadas en sus uniformes amarillos y carmesíes con botones de hueso, se habían convertido en criadas de la guerra, emocionalmente desequilibradas.

Vio a Kip apoyar la cabeza contra la pared. Conocía la expresión neutra de su rostro, sabía interpretarla.

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