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Tomaron el té y esperaron a que les trajeran los bollos charlando sobre la desactivación de bombas in situ.

«Sabe usted, señor Singh, que le tengo confianza, ¿verdad?»

«Sí, señor.» Singh lo adoraba. En su opinión, lord Suffolk era el primer caballero auténtico que había conocido en Inglaterra.

«Ya sabe que lo considero apto para hacerlo tan bien como yo. Miss Morden lo acompañará para tomar notas. Mr. Harts estará un poco más atrás. Si necesita más equipo o más fuerza, toque el silbato de policía y se le unirá. No da consejos, pero entiende perfectamente. Si se niega a hacer algo, querrá decir que no está de acuerdo con usted y yo seguiría su consejo, pero tiene usted autoridad total in situ. Aquí tiene mi pistola. Ahora probablemente sean más complejas las espoletas, pero, nunca se sabe, podría acompañarlo la suerte.

Lord Suffolk se refería a un incidente que lo había hecho famoso. Había descubierto un método para inhibir la espoleta de una bomba de acción retardada: sacaba su revólver reglamentario y disparaba a la cabeza de la espoleta, con lo que detenía el movimiento del aparato de relojería. Cuando los alemanes introdujeron una nueva espoleta en la que la parte superior estaba ocupada por la cápsula de percusión y no por el aparato de relojería, se abandonó aquel método.

Kirpal Singh nunca olvidaría la amistad que se le había brindado. Desde que había entrado en filas, había pasado la mitad del período de guerra en la estela de aquel lord que nunca había salido de Inglaterra y, una vez acabada la guerra, no pensaba salir nunca de Countisbury. Cuando Singh había llegado a Inglaterra, tan lejos de su familia en Punjab, no conocía a nadie. Tenía veintiún años y no había conocido a nadie, salvo soldados. Por eso, cuando leyó el anuncio en el que se pedían voluntarios para una brigada experimental de artificieros, pese a haber oído a otros zapadores hablar de lord Suffolk como de un loco, ya había llegado a la conclusión de que en una guerra había que hacerse con el control y junto a una personalidad o un individuo había más posibilidades de elección y superviviencia.

Era el único indio entre los candidatos. Como lord Suffolk se retrasó, la secretaria condujo a los quince a la biblioteca y les pidió que esperaran. Ella se quedó en el escritorio, copiando nombres, mientras los soldados hacían bromas sobre la entrevista y el examen. No conocía a nadie. Singh se acercó a una pared y observó un barómetro, estuvo a punto de tocarlo, pero se contuvo y se limitó a acercar la cara junto a él. Muy seco, buen tiempo, tormenta,. Susurró las palabras para sus adentros con su nueva pronunciación inglesa. Se volvió a mirar a los otros, paseó la mirada por la sala y se cruzó con la de la secretaria de mediana edad, quien lo miró con expresión severa. Un muchacho indio. Él sonrió y se acercó a las estanterías. Tampoco tocó nada. En determinado momento acercó la nariz a un volumen titulado Raymond o la vida y la muerte de sir Oliver Hodge. Encontró otro título similar: Pierre o las ambigüedades. Se volvió y vio que la mujer tenía otra vez los ojos clavados en él. Se sintió tan culpable como si se hubiera metido el libro en el bolsillo. Probablemente fuese la primera vez que ella veía un turbante. ¡Hay que ver cómo son los ingleses! Les parece normal que luches por ellos, pero se niegan a hablarte. Singh y las ambigüedades.

Durante el almuerzo conocieron a un lord Suffolk muy campechano, que sirvió vino a todos los que lo desearon y rió con ganas de todos los chistes de los reclutas. Por la tarde todos fueron sometidos a un examen extraño, consistente en volver a montar una pieza de maquinaria sin información previa sobre su función. Les dieron dos horas, pero podían salir en cuanto hubieran resuelto el problema. Singh acabó el examen rápidamente, pero pasó el resto del tiempo inventando otros objetos que podían hacerse con los diversos componentes. Tuvo la sensación de que, de no ser por su raza, sería fácil que lo admitiesen. Procedía de un país en el que las matemáticas y la mecánica eran capacidades innatas. Nunca se destruían los coches. Se cogían las piezas y se readaptaban en una máquina de coser o una bomba de agua de la misma aldea. Se volvía a tapizar el asiento trasero de un Ford y se lo convertía en un sofá. La mayoría de los habitantes de su aldea llevaban encima con más probabilidad una llave inglesa o un destornillador que un lápiz. De modo que las piezas no imprescindibles de un coche pasaban a formar parte del reloj de pared de un abuelo, de una polea para riego o del mecanismo de rotación de una silla de oficina. Se encontraban con facilidad antídotos para los desastres mecanizados. No se enfriaba un motor recalentado con nuevos manguitos de goma, sino recogiendo excremento de vaca y aplicándolo en torno al condensador. Con la superabundancia de piezas que vio en Inglaterra se habría podido mantener en marcha el continente indio durante doscientos años.

Fue uno de los tres candidatos seleccionados por lord Suffolk. Aquel hombre que no le había hablado (y no se había reído con él, por la sencilla razón de que no había hecho ningún chiste) cruzó la sala y le pasó el brazo por el hombro. La severa secretaria resultó ser Miss Morden, quien acudió con una bandeja y dos grandes copas de jerez, entregó una a lord Suffolk y, tras decir: «Sé que usted no bebe», se quedó con la otra y, al tiempo que brindaba por Singh, le dijo: «Enhorabuena, su examen ha sido espléndido, si bien, antes de que lo hiciera, ya estaba segura de que iba a resultar usted seleccionado.»

«Miss Morden tiene un don para apreciar el carácter de las personas. Tiene olfato para reconocer a las personas brillantes y con carácter.»

«¿Carácter, señor?»

«Sí. Desde luego, no es necesario, en realidad, pero es que vamos a trabajar juntos. Aquí somos en muchos sentidos como una familia y antes del almuerzo Miss Morden ya lo había seleccionado a usted.»

«He tenido que hacer un gran esfuerzo para no guiñarle un ojo, Mr. Singh.»

Lord Suffolk volvió a pasar el brazo por el hombro de Singh y lo llevó hasta la ventana.

«He pensado que, como no tenemos que empezar hasta mediados de la próxima semana, me gustaría invitar a algunos miembros de la unidad a visitar mi Home Farm. En Devon podremos compartir nuestros conocimientos y conocernos mejor. Puede usted venir con nosotros en el Humber.»

De modo que había conseguido el ingreso y se había liberado de la caótica maquinaria de la guerra. Después de un año en el extranjero, entró en una familia, como si fuera el hijo pródigo de regreso, le ofrecieron un puesto a la mesa y le brindaron conversación.

Cuando cruzaron los lindes de Somerset y entraron en Devon por la carretera costera que dominaba el canal de Bristol, era casi de noche. Mr. Harts se internó por la estrecha senda bordeada de brezo y rododendros, que la mortecina luz teñía de púrpura. La distancia hasta la casa era de cuatro kilómetros.

Aparte de la trinidad formada por Suffolk, Morden y Harts, había seis zapadores, que componían la unidad. Durante el fin de semana se pasearon por los brezales en torno a la casa de piedra. Miss Swift, la aviadora, que se había unido a la Miss Morden, lord Suffolk y su esposa, dijo a Singh que siempre había deseado sobrevolar la India. Singh, alejado de su cuartel, no tenía idea de dónde se encontraba. En lo alto del techo había un mapa enrollado. Una mañana en que estaba solo, desplegó el mapa hasta tocar el suelo. Countisbury y su región. Cartografiado por R. Fornes. Trazado por encargo de Mr. James Halliday.

«Trazado por encargo de…» Los ingleses estaban empezando a encantarle.

Estaba con Hana en la tienda nocturna, cuando le contó la explosión en Erith. Una bomba de 250 kilos estalló en el momento en que lord Suffolk intentaba desactivarla. Mató también a Mr. Fred Harts y Miss Morden y a cuatro zapadores a los que lord Suffolk estaba adiestrando. Corría mayo de 1941. Singh llevaba un año en la unidad de Suffolk. Aquel día estaba trabajando con el teniente Blackler, desactivando una bomba Satán en la zona de Elephant and Castle. Habían estado trabajando juntos con la bomba de dos toneladas y estaban exhaustos. Recordó que en plena tarea había levantado la vista y había visto a dos oficiales de artificieros que lo señalaban y se había preguntado qué sucedería. Probablemente significara que habían encontrado otra bomba. Eran más de las diez de la noche y estaba peligrosamente cansado. Había otra esperándolo. Reanudó su tarea.

Cuando hubieron acabado con la Satán, se dirigió, para ahorrar tiempo, hacia uno de los oficiales, que al principio se había vuelto a medias, como si fuera a marcharse.

«Sí, dígame. ¿Dónde está?»

El hombre le cogió la mano derecha y Singh comprendió que algo grave había sucedido. El teniente Blackler estaba detrás de él y, cuando el oficial les contó lo que había ocurrido, puso las manos en los hombros de Singh y las apretó.

Se trasladó en coche a Erith. Había adivinado lo que el oficial no se atrevía a pedirle. Sabía que aquel hombre no habría ido hasta allí sólo para notificarle las muertes. Al fin y al cabo, estaban en guerra. Eso quería decir que en algún punto cercano había otra bomba, probablemente del mismo modelo, y ésa era la única oportunidad de averiguar la causa del accidente.

Quería hacerlo solo. El teniente Blackler se quedaría en Londres. Eran los únicos que quedaban de la unidad y habría sido imprudente arriesgar la vida de los dos. Si lord Suffolk había fallado, debía de haber algún elemento nuevo. En cualquier caso, quería hacerlo solo. Cuando dos hombres trabajaban juntos, tenía que haber un fundamento lógico. Tenían que compartir y transigir sobre las decisiones.

Durante el viaje nocturno, mantuvo a raya sus emociones. Para que pudiese mantener la mente despejada, era necesario que estuviesen aún vivos. Miss Morden bebiendo un whisky doble y fuerte, antes de pasar al jerez. Así podría beber más despacio, mantener la compostura de una dama durante el resto de la velada. «Usted, Mr. Singh, no bebe, pero, si lo hiciera, debería seguir mi ejemplo: un whisky bien servido y después se puede tomar a sorbitos como un buen cortesano.»

Y luego había lanzado una de sus secas risitas. Era la única mujer que iba a conocer en su vida que llevara siempre consigo dos botellitas de plata. Conque estaba aún bebiendo y lord Suffolk mordisqueando sus bizcochos de estilo Kipling.

La otra bomba había caído a ochocientos metros de distancia, otra SC-250 kg. Parecía de la clase habitual. Habían desactivado centenares de ellas, la mayoría de memoria. Así avanzaba la guerra: cada seis meses más o menos, el enemigo cambiaba algo, aprendían el truco, el capricho, el contrapunto, y se lo enseñaban al resto de las unidades. Ahora se encontraban en una fase nueva.

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