No llevó a nadie con él. Iba a tener que recordar todos los pasos. El sargento que lo había llevado, llamado Hardy, se iba a quedar en el jeep. Le habían insinuado que esperara hasta la mañana siguiente, pero preferían -lo sabía- que lo hiciese en aquel momento. La SC-250 kg era muy común. Si había algún cambio, tenían que saberlo enseguida. Les pidió que telefonearan por adelantado para que tuvieran preparadas las luces. No le importaba trabajar cansado, pero quería hacerlo con luces adecuadas y no con los simples faros de dos jeeps.
Cuando llegó a Erith, ya estaba iluminada la zona de la bomba. A la luz del día -de un día inocente-, habría sido un campo: setos, tal vez un estanque. Ahora era un coso. Tenía frío y pidió prestado el jersey a Hardy y se lo puso sobre el suyo. De todos modos, las luces daban calor. Cuando se acercó a la bomba, todavía estaban vivos en su cabeza. Examen.
A la potente luz, se apreciaba con precisión la porosidad del metal. Entonces se olvidó de todo, excepto la desconfianza. Lord Suffolk había dicho que puede existir un jugador brillante de ajedrez de diecisiete años, de trece incluso, que podría vencer a un gran maestro, pero a esa edad no puede existir un jugador brillante de bridge. El bridge depende del carácter, del propio y del de los oponentes. Hay que tener en cuenta el carácter del contrincante. Lo mismo se puede decir de la desactivación de bombas. Es una partida de bridge a dos manos. Tienes un enemigo y no tienes compañero. A veces, para los exámenes les hago jugar al bridge. La gente cree que una bomba es un objetivo mecánico, un enemigo mecánico, pero se ha de tener en cuenta que alguien la hizo.
La pared de la bomba se había abierto al estrellarse contra el suelo y Singh veía el material explosivo dentro. Tuvo la sensación de que lo estaban mirando y se negó a optar por Suffolk o por el inventor de aquel artefacto. La intensidad de la luz artificial lo había reanimado. Dio vueltas alrededor de la bomba, al tiempo que la observaba desde todos los ángulos. Para extraer la espoleta, iba a tener que abrir la cámara principal y pasar junto a la carga explosiva. Desabrochó la mochila y, con una llave universal, giró y sacó con cuidado la placa de la parte trasera de la envoltura de la bomba. Miró en su interior y vio que, con el golpe, el estuche de la espoleta se había soltado de la envoltura. Podía ser buena suerte… o mala; aún no podía saberlo. El problema estribaba en que aún no sabía si estaba ya en marcha el mecanismo, si se había accionado ya. Se encontraba de rodillas, inclinado sobre la bomba, contento de estar solo, de vuelta en el mundo de las opciones claras -girar a la derecha o a la izquierda, cortar aquí o allá-, pero estaba cansado y aún sentía rabia.
No sabía de cuánto tiempo disponía. Esperar demasiado entrañaba más peligro. Al tiempo que sujetaba firmemente la nariz del cilindro entre las botas, metió la mano, arrancó el estuche de la espoleta y lo sacó de la bomba. Tan pronto lo hubo hecho, se echó a temblar. Ya lo tenía fuera. Ahora la bomba era prácticamente inofensiva. Colocó en la hierba la espoleta con su maraña de cables, que, a aquella luz, se veían claros y brillantes.
Empezó a arrastrar la envoltura principal hacia el camión, a unos cincuenta metros de allí, para que sus compañeros vaciaran su contenido explosivo puro. Mientras lo hacía, una tercera bomba estalló a unos cuatrocientos metros de distancia y el cielo se iluminó, con lo que hasta las lámparas de arco parecieron sutiles y humanas.
Un oficial le dio una taza de Horlicks que contenía algún alcohol y volvió solo hasta el estuche de la espoleta. Inhaló los vapores de la bebida.
Ya no había peligro grave. Si se equivocaba, la pequeña explosión podía arrancarle la mano, pero, de no tenerla pegada al corazón en el momento del impacto, no moriría. Ahora el problema era simplemente el problema: la espoleta, la nueva «bromita» que había en la bomba.
Iba a tener que deshacer el laberinto de cables para devolverles su disposición original. Volvió hasta donde estaba el oficial y le pidió el termo con el resto de la bebida caliente. Después regresó otra vez junto a la espoleta y se sentó. Era la una de la mañana más o menos. Lo suponía, porque no llevaba reloj. Durante media hora, se limitó a mirarla con una lupa, como un monóculo que le colgaba del ojal. Se dobló y observó el metal para ver si tenía algún indicio de otras marcas que hubiera podido dejar una laña. Nada.
Más adelante iba a necesitar distracciones. Más adelante, cuando tuviera en la cabeza toda una historia personal de acontecimientos e instantes, iba a necesitar algo equivalente al ruido blanco para que eliminara o enterrase todo, mientras pensaba en los problemas que tenía delante. El receptor de radio y su música de orquesta a todo volumen vendrían después, como una lona que lo protegería contra la lluvia de la vida real, pero ahora algo le llamaba la atención a lo lejos, como el reflejo de un relámpago en una nube. Harts, Morden y Suffolk estaban muertos, de repente eran meros nombres ya. Sus ojos volvieron a centrarse en la caja de la espoleta.
Empezó a dar vueltas a la espoleta en su cabeza, mientras examinaba las posibilidades lógicas. Después la puso horizontal otra vez. Tras inclinarse y acercarle el oído hasta tocar el metal, desatornilló el multiplicador. No se oyó ningún clic. Se desprendió en silencio. Separó con tacto las secciones de relojería de la espoleta y las dejó aparte. Cogió el tubo de la cavidad de la espoleta y lo examinó. No vio nada. Estaba a punto de dejarlo sobre la hierba, cuando vaciló y volvió a llevarlo ante la luz. No había notado nada extraño, excepto el peso. Si no hubiera estado buscando una trampa, nunca se le habría ocurrido pensar en el peso. Por lo general, lo único que hacían era escuchar o mirar. Ladeó el tubo con cuidado y el peso cayó hacia la abertura. Era otro multiplicador -todo un artefacto distinto- para frustrar cualquier intento de desactivación.
Sacó despacio el artefacto y desatornilló el multiplicador. El artefacto emitió un destello blanco-verdoso y un chasquido. La segunda espoleta se había disparado. La sacó y la colocó junto a las otras partes sobre la hierba. Volvió hasta el jeep.
«Había otro multiplicador», murmuró. «He tenido mucha suerte de poder separar esos cables. Llama al cuartel general y averigua si hay otras bombas.»
Apartó a los soldados del jeep, colocó un banco poco estable y pidió que apuntaran las lámparas de arco hacia él. Se inclinó, recogió los tres componentes y los colocó a treinta centímetros uno de otro sobre el improvisado banco. Ahora tenía frío y, al exhalar el aire, más caliente, de su cuerpo, sus labios dibujaron una pluma. Levantó la vista. A lo lejos se veía a unos soldados que seguían vaciando el explosivo principal. Escribió unas notas rápidas y entregó a un oficial la solución para la nueva bomba. Naturalmente, no la entendía del todo, pero esa información les resultaría útil.
Cuando el sol entra en una habitación en la que hay fuego, éste desaparece. Había adorado a lord Suffolk y las insólitas enseñanzas que le impartía, pero su ausencia allí, en la medida en que todo dependía ahora de Singh, significaba que en adelante habría de encargarse de todas las bombas de aquella variedad por desactivar en la ciudad de Londres. De pronto tenía un panorama preciso de su responsabilidad, algo inherente, comprendió, a la personalidad de lord Suffolk. Esa comprensión fue lo que más adelante le inspiró la necesidad de interrumpir prácticamente el contacto con el exterior, mientras trabajaba con una bomba. Era de los que nunca sentían interés por la coreografía del poder. Se sentía incómodo con el trasiego de planes y soluciones. Sólo se sentía capaz para el reconocimiento del terreno, el hallazgo de una solución. Cuando tomó conciencia de la muerte de lord Suffolk, concluyó la labor que tenía asignada y volvió a alistarse en la anónima maquinaria de la guerra. Iba a bordo del buque de transporte MacDonald, que trasladaba a otros cien zapadores a la campaña italiana. En ella los utilizaron no sólo para las bombas, sino también para construir puentes, limpiar escombros e instalar vías para el paso de ferrocarriles blindados. Allí se ocultó durante el resto de la guerra. Pocos recordaban al sij que había pertenecido a la unidad de Suffolk. Al cabo de un año disolvieron la unidad, que quedó olvidada, y el teniente Blackler fue el único que ascendió a oficial gracias a su talento.
Pero aquella noche, mientras Singh pasaba por Lewisham y Blackheath camino de Erith, sabía que había asimilado mejor que ningún otro zapador los conocimientos de lord Suffolk. Esperaban de él que fuera su clarividente sucesor.
Estaba aún delante del camión cuando oyó el silbato que indicaba que iban a apagar las lámparas de arco. Al cabo de treinta segundos, habían substituido la luz metálica por bengalas de azufre en la parte trasera del camión: otra incursión de bombarderos. Aquellas luces menos intensas podían apagarlas, cuando oyeran los aviones. Se sentó en la lata de gasolina vacía frente a los tres componentes que había sacado de la SC-250 kg, rodeado por los siseos de las bengalas, que, tras el silencio de las lámparas de arco, resultaban ruidosos.
Se sentó a observar y escuchar y en espera de que le revelaran de repente su misterio. Los otros hombres, a cincuenta metros, se mantenían en silencio. Sabía que por el momento era un rey, que manejaba los hilos y podía pedir lo que quisiera, un cubo de arena, un pastel de fruta o lo que necesitara y aquellos hombres, que, no estando de servicio, habrían sido incapaces de cruzar un bar vacío para hablar con él, harían lo que deseara. Le resultaba extraño. Como si le hubieran entregado un traje muy grande en el que pudiese moverse con demasiada holgura y cuyas mangas fuesen arrastrando tras él. Pero sabía que no le gustaba. Estaba acostumbrado a su invisibilidad. En los diversos cuarteles por los que había pasado en Inglaterra no le habían hecho el menor caso y había llegado a preferirlo. La independencia y el celo por la intimidad que Hana vio en él más adelante no se debían sólo a que fuese un zapador en la campaña italiana. Eran también consecuencia de que fuese un anónimo miembro de otra raza, parte del mundo invisible. Se había forjado defensas de carácter contra todo aquello y sólo confiaba en quienes le brindaban su amistad, pero aquella noche en Erith se sentía como si tuviera hilos conectados a él que ponían en acción a todos cuantos a su alrededor carecían de su talento técnico.
Unos meses después había escapado a Italia, había empaquetado la sombra de su profesor en una mochila como en su primer permiso por Navidad había visto hacer al muchacho vestido de verde en el Hippodrome. Lord Suffolk y Miss Morden se habían ofrecido para llevarlo a ver una obra de teatro inglesa. Seleccionó Peter Pan y ellos aceptaron sin rechistar y lo acompañaron a una función en una sala llena de niños que no cesaban de gritar. Ésos eran los recuerdos fantasmales que lo acompañaban cuando estaba tumbado en su tienda con Hana en el pueblecito italiano encaramado en una colina.