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Revelar su pasado o rasgos de su carácter habría sido un gesto demasiado estridente. De igual modo que nunca habría podido dirigirse a ella y preguntarle cuál era la razón más profunda de aquella relación. Sentía por ella la misma intensidad de cariño que por aquellos tres ingleses extraños, a cuya mesa comía, que habían contemplado su placer, sus risas y su entusiasmo, al ver al muchacho vestido de verde alzar los brazos y volar en la obscuridad por encima del escenario y regresar a enseñar semejantes prodigios también a la muchacha de la familia condenada a permanecer en la tierra.

En la obscuridad iluminada con bengalas de Erith, había de interrumpir, siempre que, al oírse aviones, hundían, una tras otra, las bengalas de azufre en cubos de arena. Permanecía sentado en la obscuridad colmada de zumbidos y adelantaba la silla para poder inclinarse y colocar el oído junto a los mecanismos de relojería y seguía contando con gran esfuerzo los clics bajo la vibración de los bombarderos alemanes que pasaban por encima.

Entonces sucedió lo que había estado esperando. Al cabo de una hora exactamente, el aparato de relojería se detuvo y la cápsula del percutor explotó. Al quitar el multiplicador principal, se soltaba un percutor invisible que activaba el segundo multiplicador oculto. Estaba programado para que explotara sesenta minutos después: mucho después de que un zapador hubiera supuesto normalmente que la bomba, ya desactivada, no representaba un peligro.

Aquel nuevo artefacto iba a cambiar toda la orientación de la desactivación de bombas de los Aliados. En adelante, toda bomba de acción retardada entrañaría la amenaza de un segundo multiplicador. Los zapadores ya no iban a poder considerar desactivada una bomba tras quitarle la espoleta simplemente. Iban a tener que neutralizar las bombas con la espoleta intacta. Antes, rodeado de lámparas de arco y presa de la rabia, había retirado la segunda espoleta cizallada de la trampa. En la obscuridad sulfurosa bajo la incursión de los bombardeos presenció el destello blanco-verdoso del tamaño aproximado de su mano. Una hora después. Había sobrevivido por pura suerte. Volvió junto al oficial y dijo: «Necesito otra espoleta para asegurarme.» De nuevo encendieron las bengalas a su alrededor. Una vez más se derramó la luz en el círculo de obscuridad en que se encontraba. Siguió probando las nuevas espoletas durante dos horas más. El desfase de sesenta minutos resultó constante.

Pasó en Erith la mayor parte de aquella noche. Por la mañana, al despertarse, se encontró en Londres. No recordaba que lo hubieran traído de vuelta en coche. Se levantó, se acercó a una mesa y se puso a dibujar el esquema de la bomba, los multiplicadores, las espoletas, todo el problema que representaba el ZUS-40, desde la espoleta hasta los anillos de sujeción. Después cubrió el dibujo básico con todas las líneas de ataque posibles para desactivarla: las flechas, dibujadas con precisión, el texto, escrito con claridad, como le habían enseñado. Lo que había descubierto la noche anterior seguía teniendo validez. Había sobrevivido por pura suerte, no había forma de desactivar semejante bomba in situ sin hacerla estallar. Dibujó y escribió todo lo que sabía en la gran hoja de fotocalco. Al pie escribió: Dibujado, por encargo de lord Suffolk, por su alumno el teniente Kirpal Singb, 10 de mayo de 1941.

Después de la muerte de Suffolk, trabajó sin descanso como un loco. Las bombas iban cambiando rápidamente con las nuevas técnicas y artefactos. Estaba destinado en el cuartel de Regent's Park, junto con el teniente Blackler y otros tres especialistas, dedicados a encontrar soluciones y confeccionar diagramas de cada nueva bomba, a medida que llegaban.

Al cabo de doce días de trabajo en la Dirección de Investigación Científica, dieron con la solución: no tener en cuenta la espoleta para nada, olvidar el principio, hasta entonces fundamental, de «desactivar la bomba». Una solución brillante. Rieron, aplaudieron y se abrazaron en el comedor de oficiales. No tenían idea de cuál sería el método substitutorio, pero sabían que en teoría estaban en lo cierto. No se podía resolver el problema abordándolo directamente. Ese era el razonamiento del teniente Blackler.

«Si te encuentras en un cuarto con un problema, no le hables.»

Una ocurrencia repentina. Singh se le acercó y lo expresó de otro modo.

«Entonces lo que debemos hacer es no tocar la espoleta para nada.»

Una vez que llegaron a esa conclusión, alguien dio con la solución al cabo de una semana: un estirilizador de vapor. Se podía abrir un agujero en la envoltura principal de una bomba y después emulsionar el explosivo principal inyectando vapor y hacerlo salir. Con eso quedaba resuelto el problema de momento. Pero entonces Singh se encontraba ya en un barco con destino a Italia.

«Siempre hay garabatos escritos con tiza amarilla en la parte lateral de las bombas. ¿Lo has notado? Como las inscripciones que hacían en nuestros cuerpos con tiza amarilla, cuando estábamos en fila en el patio de Lahore.

»Cuando nos alistamos, formábamos una línea que avanzaba despacio desde la calle hacia el dispensario. Un médico aceptaba o rechazaba nuestros cuerpos con sus instrumentos, nos exploraba el cuello con las manos. Sacaba las tenacillas del Dettol y recogía muestras de nuestra piel.

»Los aceptados iban agrupándose en el patio, con los resultados cifrados escritos en la piel con tiza amarilla. Luego, en la formación, después de una breve entrevista, un oficial indio escribía más inscripciones amarillas en la pizarrita que llevábamos atada al cuello: nuestro peso, edad, distrito, nivel de estudios, estado de la dentadura y la unidad para la que éramos más idóneos.

»No me sentí ofendido. Estoy seguro de que mi hermano sí que se habría ofendido, se habría acercado furioso al pozo, habría subido el cubo y se habría lavado las marcas de tiza. Yo no era como él, aunque lo quería, lo admiraba. Yo tenía la facultad de ver una razón de ser en todas las cosas. Era el que adoptaba una actitud seria y formal en la escuela, que él remedaba y de la que se burlaba. Claro, que yo era mucho menos serio que él; sólo, que detestaba la confrontación. Lo que no me impedía hacer lo que me apetecía o salirme con la mía. Muy pronto había descubierto un espacio del que disfrutábamos sólo los que llevábamos una vida reservada. No discutía con el policía que me impedía circular en bicicleta por determinado puente o entrar por determinada puerta del fuerte, me limitaba a quedarme ahí, inmóvil hasta que me volvía invisible y entonces entraba: como un grillo, como una taza de agua escondida. ¿Entiendes? Eso fue lo que me enseñaron las batallas públicas de mi hermano.

»Pero, para mí, mi hermano fue siempre el héroe de mi familia. Yo iba a remolque de él, de su fama de agitador. Presenciaba el agotamiento que le sobrevenía después de cada protesta, cuando todo su cuerpo se tensaba para responder a tal o cual insulto o ley. Rompió la tradición de nuestra familia y, pese a ser el hermano mayor, se negó a entrar en el ejército. Se negaba a aceptar situación alguna en la que los ingleses tuvieran poder, conque lo metieron en sus prisiones: primero en la cárcel central de Lahore; después, en la de Jatnagar. De noche yacía en el catre con el brazo enyesado en alto, el que le habían roto sus amigos para protegerlo, para impedir que intentara escapar. En la cárcel se volvió más sereno y astuto, más parecido a mí. No se sintió ofendido cuando se enteró de que yo me había alistado para substituirlo y no iba a estudiar Medicina, se echó a reír simplemente y me envió por mediación de mi padre el mensaje de que tuviera cuidado. Nunca combatiría contra mí ni contra lo que yo hiciese. Estaba seguro de que yo tenía un don para la supervivencia, de que era sigiloso y sabía ocultarme.»

Estaba sentado en el mostrador de la cocina hablando con Hana. Caravaggio la cruzó camino del exterior, cargado con cuerdas pesadas que, como decía cuando alguien le preguntaba por ellas, eran asunto suyo. Las llevaba arrastrando y, al cruzar la puerta, dijo: «El paciente inglés quiere verte, chaval.»

«Vale, chaval.»

El zapador se levantó de un brinco del mostrador.

«Mi padre tenía un pájaro -un pequeño vencejo, creo- que conservaba a su lado, tan esencial para su bienestar como un par de gafas o un vaso de agua durante la comida. Lo llevaba consigo por toda la casa, hasta cuando entraba a su alcoba. Cuando se iba al trabajo, llevaba colgada la jaulita en el manillar de la bicicleta.»

«¿Vive aún tu padre?»

«Oh, sí. Creo que sí. Hace tiempo que no recibo carta. Y es probable que mi hermano siga en la cárcel.»

Seguía recordando una cosa. Se encontraba en el caballo blanco. Sentía calor en la colina de creta y el blanco polvo se arremolinaba en torno a él. Estaba trabajando con el artefacto, que era bastante sencillo, pero por primera vez lo hacía solo. Miss Morden se encontraba a veinte metros de distancia de él, en un punto más alto de la pendiente y tomaba notas sobre lo que él hacía. Sabía que abajo, al otro lado del valle, lord Suffolk lo observaba con los prismáticos.

Trabajaba despacio. El polvo de creta que se levantaba se posaba en todas partes, en sus manos, en el artefacto, por lo que tenía que soplar continuamente las cápsulas de la espoleta y los cables para poder ver los detalles. La guerrera le daba calor. Ño cesaba de llevarse las sudorosas muñecas a la espalda para secárselas. Tenía llenos los diferentes bolsillos del pecho con las piezas sueltas y las que había desmontado. Estaba cansado y comprobaba cada cosa una y otra vez. Oyó la voz de Miss Morden.

«¿Kip?» «Sí.» «Interrumpa por un rato lo que está haciendo, que bajo.» «Más valdría que no lo hiciera, Miss Morden.» «Ya lo creo que sí.»

Se abrochó los botones de los diferentes bolsillos del chaleco y cubrió la bomba con una tela; ella bajó torpemente hasta el caballo blanco y después se sentó junto a él y abrió su mochila. Humedeció un pañuelo de encaje con el contenido de un frasquito de agua de colonia y se lo pasó. «Enjugúese la cara con esto. Lord Suffolk lo usa para refrescarse.» Tras una vacilación, él lo cogió y se frotó la frente, el cuello y las muñecas, como le había indicado. Ella desenroscó la tapa del termo y sirvió té para los dos. Abrió el paquete de papel encerado y sacó unos bizcochos.

Miss Morden no parecía tener prisa por volver a lo alto de la pendiente y recuperar la seguridad y habría resultado grosero recordarle que debía hacerlo. Se puso a comentar, como si tal cosa, el espantoso calor y menos mal que habían reservado habitaciones con baño en la ciudad, lo que era un consuelo por anticipado para todos. Se puso a contar con todo lujo de divagaciones una historia sobre cómo había conocido a lord Suffolk. Ni una palabra sobre la bomba que tenían junto a ellos. El ritmo de trabajo de Kip había aminorado, como cuando medio dormidos releemos una y otra vez el mismo párrafo para intentar encontrar la conexión entre las oraciones. Miss Morden lo había sacado del vórtice del problema. Guardó cuidadosamente todas las cosas en su mochila y, tras poner una mano en el hombro derecho de Kip, volvió a su posición sobre la manta más arriba del caballo de Westbury. Le prestó unas gafas de sol, pero no veía con suficiente claridad con ellas, por lo que las dejó a un lado. Después reanudó el trabajo. El aroma de agua de colonia. Recordó que lo había olido una vez de niño. Tenía fiebre y alguien le había frotado el cuerpo con colonia.

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