«Porque sí, porque cree en un mundo civilizado. Es un hombre civilizado.»
«Primer error. La iniciativa correcta es la de montar a un tren, largaros y tener hijos. ¿Queréis que vayamos a preguntar al inglés, el pájaro, qué le parece?
»¿Por qué no eres más lista? Los ricos son los únicos que no pueden permitirse el lujo de ser listos. Están comprometidos. Quedaron encerrados hace años en una vida de privilegio. Tienen que proteger sus posesiones. Nadie es más mezquino que los ricos. Te lo digo yo. Pero tienen que seguir las normas de su putrefacto mundo civilizado. Declaran la guerra, tienen honor y no pueden marcharse. Pero vosotros dos, nosotros tres, somos libres. ¿Cuántos zapadores mueren? ¿Por qué no has muerto tú aún? No seas responsable. La suerte no es eterna.»
Hana estaba vertiendo leche en su taza. Cuando acabó, pasó el borde de la jarra sobre la mano de Kip y siguió vertiendo la leche sobre su carmelita mano y por su brazo hasta el codo. El no la apartó.
Había dos niveles de jardín, largo y estrecho, al oeste de la casa: una terraza propiamente dicha y, más arriba, el jardín más obscuro, en el que los peldaños de piedra y las estatuas de cemento casi desaparecían bajo el verde moho provocado por la lluvia. En él tenía montada su tienda el zapador. Caía la lluvia y la bruma se alzaba del valle y de las ramas de ciprés y abeto caía otra lluvia sobre ese trecho medio despejado en la ladera de la colina.
Sólo las hogueras podían secar el jardín superior, permanentemente húmedo y umbrío. Los desechos de tablas y vigas resultantes de anteriores bombardeos, las ramas arrastradas, la maleza que Hana arrancaba por las tardes, la hierba y las ortigas segadas: todo eso lo llevaban allí y lo quemaban al atardecer. Las húmedas hogueras humeaban y ardían y el humo con olor a plantas se metía entre los arbustos, subía hasta los árboles y después se extinguía en la terraza delante de la casa. Llegaba a la ventana del paciente inglés, que oía retazos de la charla y de vez en cuando risas procedentes del jardín humeante. Identificaba el olor y se remontaba hasta lo que habían quemado. Romero, pensaba, vencetósigo, ajenjo, había ahí algo más, sin aroma, tal vez diente de perro o el falso girasol, que gustaba del suelo, ligeramente ácido, de aquella colina.
El paciente inglés aconsejaba a Hana lo que debía cultivar.
«Pide a tu amigo italiano que te consiga semillas, parece apto para eso. Lo que necesitas es hojas de ciruelo. También claveles de la India y claveles reventones: si quieres el nombre latino para decírselo a tu amigo latino, es Silene virginica. También va bien la ajedrea roja. Si quieres que acudan pinzones, planta avellanos y cormieras.»
Hana lo anotó todo. Después metió la estilográfica en el cajón de la mesita en que guardaba el libro que le estaba leyendo, dos velas y cerillas. En aquel cuarto no había material médico. Lo escondía en otros cuartos. No quería que Caravaggio molestara al inglés, al buscarlo. Se metió la hoja de papel con los nombres de las plantas en el bolsillo del vestido para dársela a Caravaggio. Ahora que la atracción física había alzado la cabeza, había empezado a sentirse incómoda en compañía de los tres hombres; si es que era atracción física, si es que todo aquello tenía algo que ver con el amor a Kip.
Le gustaba descansar la cara contra la parte superior de su brazo, río carmelita obscuro, y despertarse sumergida en él, contra el pulso de una vena no visible en su carne junto a ella. La vena que tendría que localizar y en la que tendría que inyectar una solución salina, si estuviera agonizando.
A las dos o las tres de la mañana, después de separarse del inglés, se dirigía cruzando el jardín hasta donde se encontraba el quinqué del zapador, colgado del brazo de San Cristóbal. Entre la luz y ella había una absoluta obscuridad, pero conocía cada arbusto y cada matorral por el camino, la situación de la hoguera junto a la que pasaba, baja y rosada y a punto de extinguirse. A veces cubría con la mano el cristal del quinqué, soplaba y apagaba la llama y otras veces la dejaba ardiendo, pasaba por debajo de ella, entraba a gatas en la tienda y se apretaba contra el cuerpo de él, el brazo que deseaba, y le ofrecía su lengua en lugar de un algodón, su diente en vez de una aguja, su boca en lugar de la máscara con las gotas de codeína para dormirlo, para aminorar el inmortal tictac de su cerebro hasta reducirlo al sopor. Doblaba su vestido estampado y lo colocaba sobre sus zapatillas de tenis. Sabía que para él el mundo se consumía en llamas a su alrededor con arreglo a unas mínimas reglas decisivas. Había que substituir el TNT por vapor, había que drenarlo, había que… sabía que todo eso daba vueltas en la cabeza de él, mientras dormía junto a él, virtuosa como una hermana.
La tienda y el obscuro bosque los rodeaban.
Sólo habían avanzado un paso respecto del consuelo que había dado ella a otros en los hospitales provisionales de Ortona o Monterchi. Su cuerpo como último calor, su susurro como consuelo, su aguja para dormir. Pero el cuerpo del zapador no permitía que entrara en él nada procedente de otro mundo. Un muchacho enamorado que se negaba a comer los alimentos que ella recolectaba, que no necesitaba ni deseaba la droga en una aguja que ella podría haberle inyectado en el brazo, como hacía Caravaggio, o los ungüentos inventados en el desierto que el inglés anhelaba, ungüentos y polen para que se recuperara, como los que le había preparado el beduino. Tan sólo para que gozara del consuelo que aporta el sueño.
Kip disponía ornamentos a su alrededor. Ciertas hojas que ella le había dado, un cabo de vela y, en su tienda, el receptor de radio y la bolsa, llena con el instrumental de su disciplina, que llevaba al hombro. Había salido de los combates con una calma que, aun cuando fuera falsa, significaba orden para él. Continuaba dando muestras de rigor, seguía el halcón que flotaba por el valle en la V de su punto de mira, abriendo una bomba y nunca apartando la vista de lo que estaba escudriñando, al tiempo que se acercaba un termo, lo destapaba y bebía, sin mirar siquiera una sola vez la taza de metal.
Los demás somos simple periferia -pensaba ella-, sus ojos sólo están atentos al peligro, su oído a lo que esté ocurriendo en Helsinki o en Berlín y que le llega por la onda corta. Incluso cuando se comportaba como un amante tierno y ella lo sujetaba con su mano izquierda por encima del kara, donde se tensaban los músculos de su antebrazo, ella se sentía invisible ante aquella mirada perdida hasta que llegaba el gemido y su cabeza caía contra el cuello de ella. Todo lo demás, aparte del peligro, era periférico. Ella le había enseñado a manifestarse así, ruidosamente, había deseado que lo hiciera y, si en algún momento, pasados los combates, estaba relajado, por poco que fuese, era sólo en ése, como si por fin estuviese dispuesto a indicar su posición en la obscuridad, manifestar su placer con un sonido humano.
No sabemos hasta qué punto estaba enamorada ella de él o él de ella o hasta qué punto se trataba de un juego de secretos. A medida que intimaban, aumentaba el espacio que los separaba durante el día. A ella le gustaba la distancia que él le dejaba, el espacio que, a su juicio, les correspondía. Infundía a los dos una energía particular, un código de aire entre ellos, cuando él pasaba bajo su ventana y sin decir palabra camino del pueblo, donde se reunía con los otros zapadores. Él le pasaba un plato o comida en las manos. Ella le colocaba una hoja en su carmelita muñeca. O trabajaban con Caravaggio en la cimentación de un muro a punto de derrumbarse. El zapador cantaba sus canciones occidentales, con las que Caravaggio, aunque no lo reconociera, disfrutaba.
«Pennsylvania six-five-oh-oh-oh!», cantaba jadeando el joven soldado.
Ella iba aprendiendo a distinguir todas las variedades de su obscura piel, el color de su antebrazo en comparación con el de su cuello, el color de sus palmas, su mejilla, la piel bajo el turbante, la obscuridad de los dedos al separar cables rojos y negros o en contraste con el pan que cogía de la bandeja de bronce que aún utilizaba para la comida. Después se ponía en pie. Su independencia les parecía descortés, aunque él la consideraba sin lugar a dudas el colmo de la educación.
Los que más le gustaban eran los colores que cobraba su cuello con el agua, cuando se bañaba, y el de su pecho cubierto de sudor, al que se aferraban los dedos de ella cuando lo tenía encima, y el de los obscuros y fuertes brazos en las tinieblas de su tienda o, cierta vez, en el cuarto de ella, cuando entre ellos surgió, como el crepúsculo, la luz procedente del pueblo situado en el valle, al fin liberada del toque de queda, e iluminó el color de su cuerpo.
Más adelante Hana iba a comprender que ni él ni ella habían accedido nunca a verse comprometidos el uno para con el otro. Vería esa palabra en una novela, la sacaría del libro e iría a consultarla en un diccionario. Comprometido: que ha contraído un compromiso u obligación. Y él nunca había accedido -y Hana lo sabía- a eso. Si ella cruzaba los doscientos metros de jardín obscuro para reunirse con él, lo hacía por su propia voluntad y podía encontrarlo dormido, no por falta de amor, sino por necesidad, para afrontar con la mente despejada los objetos traicioneros del día siguiente.
A él ella le parecía extraordinaria. Se despertaba y la veía en el haz de luz de la lámpara. Lo que más le gustaba era la expresión inteligente de su cara. O por las noches le gustaba su voz, cuando discutía una tontería de Caravaggio. Y la forma como entraba a gatas en su tienda y se apretaba contra su cuerpo, como una santa.
Hablaban y la voz ligeramente cantarina de él resonaba entre el olor a lona de la tienda que lo había acompañado durante toda la campaña italiana y que tocaba alargando sus finos dedos como si formara también parte de su cuerpo, un ala de color caqui que plegaba sobre sí durante la noche. Era su mundo. Durante aquellas noches, ella se sentía muy lejos del Canadá. Él le preguntaba por qué no podía dormir. Ella estaba tumbada ahí e irritada por su independencia, por la facilidad con la que se apartaba del mundo. Ella quería un techo de hojalata para guarecerse de la lluvia, dos álamos que se estremecieran ante su ventana, un ruido que acunara su sueño, los árboles y los techos bajo los que dormía en el extremo oriental de Toronto, donde se crió, y después, durante un par de años, con Patrick y Clara a orillas del río Skootamatta y posteriormente en la Georgian Bay. Ni siquiera en la densidad de aquel jardín había encontrado un árbol bajo el que dormir.