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Cesó de leer y levantó la vista, fuera de las arenas movedizas. Estaba evolucionando. Conque el poder cambió de manos. Entretanto, con la ayuda de una anécdota, yo me enamoré.

Así son las palabras, Caravaggio. Tienen poder.

Cuando los Clifton no estaban con nosotros, vivían en El Cairo. Clifton hacía otros trabajos para los ingleses. Sólo Dios sabe qué: tenía un tío en alguna oficina del Gobierno. Todo aquello sucedió antes de la guerra. Pero en aquella época la ciudad rebosaba de ciudadanos de todas las nacionalidades, que celebraban veladas musicales en el Groppi y bailaban hasta las tantas de la noche. Ellos eran una joven pareja muy popular y honorable y yo estaba en la periferia de la sociedad de El Cairo. Ellos vivían bien; una intensa vida social en la que yo participaba de vez en cuando: cenas, recepciones, actos que normalmente no me habrían interesado, pero a los que ahora asistía porque ella estaba presente. Soy un hombre que ayuna hasta que ve lo que desea.

¿Cómo podría explicarte cómo era ella? ¿Utilizando las manos? ¿Igual que puedo describir en el aire la forma de una colina o de una roca? Ya hacía un año que ella formaba parte de la expedición. Yo la veía, conversaba con ella. Habíamos estado continuamente en presencia uno del otro. Más adelante, cuando tomamos conciencia de nuestro mutuo deseo, aquellos momentos anteriores volvieron, cargados de sugerencias, a inundar nuestros corazones: aquel asirse nervioso a un brazo en un precipicio, ciertas miradas no percibidas o malinterpretadas.

En aquella época yo iba poco por El Cairo, solía pasar uno de cada tres meses en esa ciudad. Trabajaba en mi libro, Récentes explorations dans le désert lybique, en el departamento de Egiptología y con el paso de los días me sentía cada vez más cerca del texto, como si el desierto estuviera ahí, en la página, con lo que podía oler incluso la tinta, a medida que salía de la estilográfica. Y, al mismo tiempo, luchaba con la presencia cercana de ella, más obsesionado, a decir verdad, con las virtudes de su boca, la tiesura junto a su rodilla, la blanca planicie de su estómago, mientras escribía mi breve libro -setenta páginas-, sucinto y sin divagaciones, completado con mapas de viaje. No conseguía eliminar su cuerpo de la página. Deseaba dedicarle aquella monografía a ella -a su voz, a su cuerpo, que imaginaba blanco y rosado, al salir de la cama, como un largo arco-, pero se la dediqué a un rey, pues estaba convencido de que a ella semejante obsesión la habría movido a burla, le habría inspirado un condescendiente gesto de la cabeza, cortés y azorado.

Empecé a mostrarme doblemente ceremonioso -un rasgo de mi carácter-, como violento por una desnudez revelada antes. Es un hábito europeo. Ahora -tras haberla transpuesto extrañamente en mi texto del desierto- me resultaba natural enfundarme en una armadura ante ella.

El poema exaltado es un substituto
De la mujer a la que se ama o se debería amar,
Una rapsodia exaltada, una impostura por otra.

En el césped de Hassanein Bey -el augusto anciano de la expedición de 1923-, se me acercó junto con el agregado de la embajada Roundell y me dio la mano, pidió a su acompañante que trajera una copa, volvió a mirarme y me dijo: «Quiero que me embelese usted.» Y volvió Roundell. Era como si me hubiese entregado un cuchillo. Al cabo de un mes, era su amante. En aquel cuarto que daba al zoco, al norte de la calle de los loros.

Caí de rodillas en el vestíbulo embaldosado con mosaico, con la cara pegada a la cortina de su vestido y el salado sabor de estos dedos en su boca. Formamos una estatua extraña nosotros dos, antes de que empezáramos a dar rienda suelta a nuestra hambre. Sus dedos rascaban la arena en mi ralo cabello. Nos rodeaban El Cairo y todos sus desiertos.

¿Sería el deseo de su juventud, de su fino y hábil cuerpo de muchacho? Sus jardines eran aquellos a los que me refería cuando te hablé de jardines.

Tenía en el cuello ese huequito que llamábamos el Bósforo. Me zambullía desde su hombro en el Bósforo. Descansaba la vista en él. Me arrodillaba y ella me miraba burlona, como si fuera yo de otro planeta. La de la mirada burlona. Su fresca mano, que sentí de repente en el cuello en un autobús de El Cairo, el amor a toda prisa en un trayecto de taxi cubierto, desde el puente Jedive Ismail hasta el Tipperary Club, o el sol que se filtraba entre sus uñas en el vestíbulo del tercer piso del museo, cuando me cubrió la cara con la mano.

Sólo debíamos procurar que no nos viese una persona.

Pero Geoffrey Clifton era un hombre inmerso en la máquina inglesa. Tenía una genealogía familiar que se remontaba a Canuto. La máquina no necesariamente habría revelado a Clifton, quien sólo llevaba dieciocho meses casado, la infidelidad de su esposa, pero empezó a cercar el fallo, la enfermedad en el sistema. Conocía todos los movimientos que ella y yo hicimos desde nuestro primer contacto cohibido en la porte cochère del hotel Semíramis.

Yo no había hecho caso de los comentarios de ella sobre los parientes de su marido y Geoffrey Clifton era tan inocente como nosotros sobre la gran red inglesa que se cernía sobre nosotros, pero el club de guardaespaldas vigilaba a su esposo y lo mantenía protegido. Sólo Madox, que era un aristócrata y había pertenecido a círculos militares, conocía aquellas discretas circunvoluciones. Sólo Madox me puso en guardia -y con considerable tacto- sobre aquel mundo. Yo llevaba conmigo a Herodoto y Madox -santo en su matrimonio- llevaba Ana Karenina y no cesaba del leer esa historia de amor y engaño. Un día, demasiado tarde para eludir el mecanismo que habíamos puesto en marcha, intentó explicarme el mundo de Clifton mediante el ejemplo del hermano de Ana Karenina. Pásame mi libro. Escucha esto.

La mitad de los habitantes de Moscú y San Petersburgo eran parientes o amigos de Oblonsky. Había nacido entre gentes que eran o habían llegado a ser los poderosos de este mundo. Una tercera parte de los funcionarios de mayor edad habían sido amigos de su padre y lo habían conocido en mantillas. (…) Por consiguiente, todos los repartidores de los bienes terrenales eran amigos suyos y no podían por menos de tomarse interés por él. (…) Lo único que tuvo que hacer fue no contradecir, no sentir envidia, no discutir ni ofenderse, cosas que su innata bondad nunca le había inspirado.

He llegado a coger cariño al toque de tu uña en la jeringa, Caravaggio. La primera vez que Hana me dio morfina delante de ti, estabas junto a la ventana y, al oír el toque de su uña, diste un respingo con el cuello hacia nosotros. Sé reconocer a un camarada, igual que un amante reconoce siempre el camuflaje de otros amantes.

Las mujeres lo quieren todo de un amante y con demasiada frecuencia yo me hundía bajo la superficie. Así desaparecen los ejércitos bajo la arena. Y no hay que olvidar su miedo a su marido, su fe en su honor, mi antiguo deseo de independencia, mis desapariciones, sus sospechas, mi incredulidad de que me quisiera: la paranoia y la claustrofobia del amor oculto.

«Creo que te has vuelto inhumano», me dijo.

«No soy yo el único que traiciona.»

«No creo que te importe… que haya ocurrido esto entre nosotros. Te escabulles de todo con tu miedo y aversión a la posesividad, a que te posean, a que te nombren. Crees que se trata de una virtud. Me pareces inhumano. Si te dejo, ¿a quién recurrirás? ¿Encontrarás otra amante?»

No respondí.

«Niégalo, desgraciado.»

Siempre había querido palabras, le encantaban, se había criado con ellas. Las palabras le daban claridad, le aportaban razón y forma. En cambio, yo pensaba que las palabras deformaban los sentimientos, como ocurre con los bastones, al introducirlos en el agua.

Volvió con su marido.

A partir de este momento -susurró-, o encontramos nuestras almas o las perderemos.

Si los mares se alejan, ¿por qué no habrían de hacerlo los amantes? Los puertos de Éfeso, los ríos de Heráclito desaparecen y son substituidos por estuarios de aluvión. La esposa de Candaulo pasa a ser la esposa de Giges. Arden las bibliotecas.

¿Qué había sido nuestra relación? ¿Una traición a quienes nos rodeaban o el deseo de otra vida?

Volvió a su casa, junto a su marido, y yo me retiré a las tabernas.

Miraré a la luna,
pero te veré a ti.

Esa idea del viejo Herodoto. No cesaba de tararear y cantar aquella canción y de tanto machacar sus versos acababa acoplándolos a su propia vida. La gente se recupera de las pérdidas secretas de diversas formas. Alguien de su círculo me vio sentado con un comerciante de especias, el que en cierta ocasión le había regalado un dedal de peltre que contenía azafrán: como tantos millares de otras cosas.

Y si Bagnold -que me había visto sentado junto al comerciante de azafrán- lo sacó a relucir durante la cena en la mesa a la que estaba sentada ella, ¿qué sentí yo al respecto? ¿Me consolaría que ella recordara al hombre que le había dado un regalito, un dedal de peltre que llevó colgado al cuello de una cadenita obscura durante los dos días en que su marido estuvo ausente de ciudad? El azafrán que contenía le dejaba una mano dorada en el pecho.

¿Cómo se tomaría ella aquella historia relativa a mí -paria para el grupo después de tal o cual escena en que me había desacreditado- y ante la cual Bagnold había reído, su esposo, que era buena persona, se había sentido preocupado por mí y Madox se había levantado y se había acercado a una ventana para ponerse a mirar hacia el sector meridional de la ciudad? Tal vez la conversación pasara a versar sobre otras cosas que hubiesen visto. Al fin y al cabo, eran cartógrafos. Pero, ¿bajaría ella al pozo que habíamos cavado juntos y permanecería en él, del mismo modo que yo expresaba mi deseo con la mano extendida hacia ella?

Ahora cada uno de nosotros tenía su propia vida, protegida por el más secreto de los tratados con el otro.

«¿Qué haces?», me preguntó, al tropezarse conmigo por la calle. «¿Es que no ves que nos estás volviendo locos a todos?»

Yo había dicho a Madox que estaba cortejando a una viuda. Pero ella aún no estaba viuda. Cuando Madox volvió a Inglaterra, ella y yo ya no éramos amantes. «Saluda de mi parte a tu viuda de El Cairo», murmuró Madox. «Me habría gustado conocerla.» ¿Estaría enterado? Siempre me sentí más desleal ante él -aquel amigo con el que llevaba diez años trabajando, el hombre por el que más afecto sentía- que ante nadie. Estábamos en 1939 y todos íbamos a abandonar aquel país, en cualquier caso, para participar en la guerra.

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