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Aquél fue el mes de sus vidas en que Hana y Kip durmieron uno junto al otro. Un solemne celibato entre ellos. Descubrieron que en el galanteo podía haber toda una civilización, todo un territorio por explorar. El amor por la idea que de él tenía ella y viceversa. No quiero que me folles. No quiero follarte. ¿Dónde lo habría aprendido él -o ella, ¿quién sabe?-, pese a su juventud? Tal vez de Caravaggio, que durante aquellas veladas había hablado a Hana de la juventud de él, de la ternura hacia todas y cada una de las células de un amante que desencadena el descubrimiento de la mortalidad propia. Al fin y al cabo, era una época caracterizada por la omnipresencia de la muerte. El deseo del muchacho sólo se satisfacía en la profundidad del sueño en brazos de Hana y su orgasmo tenía más que ver con el ascendiente de la Luna, con la sacudida de la noche en su cuerpo.

Todas las noches, Kip reposaba su delgada cara en las costillas de Hana, quien, escudriñando en círculos su espalda con sus uñas, le había recordado el placer que se siente al ser rascado. Era algo que un aya le había enseñado años atrás. Durante su infancia, todo el bienestar y la paz los había recibido -recordaba Kip- de ella, nunca de su amada madre, ni de su hermano ni de su padre, con quienes jugaba. Cuando sentía miedo o no podía dormir, el aya -aquella íntima extraña procedente de la India meridional, que vivía con ellos, ayudaba a llevar la casa, cocinaba y les servía las comidas y criaba a sus hijos bajo la protección de la familia- era quien lo advertía y lo ayudaba a conciliar el sueño pasándole la mano por su pequeña y fina espalda y años atrás había aliviado de forma similar a su hermano mayor, pues probablemente conociera el carácter de todos los niños mejor que sus padres auténticos.

Era un afecto mutuo. Si a Kip le hubieran preguntado a quién quería más, habría nombrado a su aya antes que a su madre. Su amor y su consuelo habían sido mayores que ningún amor consanguíneo o sexual. Durante toda su vida se sintió -iba a comprender más adelante- inclinado a buscar esa clase de amor fuera de la familia: la intimidad platónica -o a veces sexual- de una persona extraña. Iban a pasar muchos años antes de que lo comprendiera, antes de que pudiese formularse siquiera a sí mismo la pregunta de a quién quería más.

Aunque ella ya sabía que la quería, sólo en una ocasión le parecía haberle devuelto algo de consuelo. Cuando murió la madre de su aya, él entró a hurtadillas en la habitación de ésta y abrazó su cuerpo, repentinamente envejecido. Se tumbó a su lado en silencio y la acompañó en su duelo en su cuartito de criada, en el que lloraba muy exaltada y al tiempo ceremoniosa. La observó recoger sus lágrimas en una tacita pegada a la cara. Sabía que las llevaría al entierro. Estaba detrás de su encogido cuerpo y tenía puestas sus manitas de niño de nueve años en los hombros de ella y, cuando por fin se calmó y sus estremecimientos fueron cada vez menos frecuentes, empezó a rascarla sobre el sari y después lo apartó y le rascó la piel, como Hana recibía ahora -en 1945, en su tienda, cerca del pueblo encaramado en las colinas en el que sus continentes se habían juntado- el tierno arte de sus uñas en los millones de células de su piel.

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