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Wang Lung miró a su esposa y ella le miró a él. Sus estrechas pupilas estaban hundidas, y su cabello, mojado aún por el sudor de la angustia; aparte de esto, era la misma de siempre, más para Wang Lung, viéndola allí postrada, O-lan resultaba emocionante. El corazón se le iba hacia aquellos dos seres, y exclamó, no sabiendo qué otra cosa decir:

– Mañana iré a la ciudad y compraré una libra de azúcar encarnado para echarlo en agua hirviendo y que tú lo bebas.

Y, mirando al niño otra vez, brotó de él esta exclamación, como si fuese algo que acabase de ocurrírsele:

– Tendremos que comprar un buen cesto de huevos y teñirlos de rojo, para los del pueblo. ¡Así, todo el mundo sabrá que tengo un hijo!

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