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– Tú no me amas. Si me amases desearías que fuese dichosa. Entonces Wang Lung, ansioso, sumiso y arrepentido, exclamó:

– Sea como tú quieras y para siempre.

Con lo cual ella le perdonó magnánimamente y él, temeroso de contradecirla, se abstuvo ya de oponerse a sus deseos. Desde entonces, cuando iba a ver a su Loto, si ésta se hallaba charlando, o tomando té, o comiendo algún dulce en compañía de la mujer de su tío, le mandaba esperarla y prescindía de él, y él se marchaba, furioso de que a Loto le molestase su presencia cuando aquella mujer estaba allí, y su amor se enfrió un tanto, aunque él mismo no lo sabía.

Le indignaba, además, que la mujer de su tío comiese los ricos manjares que él compraba para Loto, y que se volviese más gorda y más aceitosa de lo que ya había sido, pero no podía decir nada porque la mujer de su tío, que era muy lista, mostrábase sumamente cortés con ella, generosa en palabras de alabanza y pronta a levantarse en cuanto él entraba en la habitación.

Así, su amor por Loto no era tan absoluto y perfecto como antes había sido, cuando le absorbía totalmente cuerpo y alma, sino que se hallaba enturbiado por pequeños rencores, tanto más agudos cuanto que ya no podía ir ni siquiera a O-lan para desahogar su espíritu, puesto que ahora sus vidas estaban separadas.

Pero, como un campo de abrojos que desparramase sus espinas aquí y allí, una nueva calamidad vino a turbar a Wang Lung. Cierto día, su padre, de quien se hubiera dicho que jamás veía nada, tan aletargado le tenían sus muchos años, se despertó de pronto de su sopor al sol y se encaminó, apoyándose con vacilación en el báculo con cabeza de dragón que Wang Lung le regalara al cumplir los setenta años, hacia la puerta donde una cortina separaba el cuarto principal del patio donde Loto paseaba. El anciano no se había fijado nunca en esta puerta, ni cuando se construyó el patio, y aparentemente tampoco llegó a enterarse de la existencia en la casa de otra persona; por su parte, Wang Lung no le había dicho nunca: "Tengo otra mujer", pues el anciano estaba tan sordo que no acertaba a comprender nada nuevo si antes no había pensado en ello.

Pero aquel día vio, sin razón especial alguna, aquella puerta, y llegándose a ella descorrió la cortina. Era la hora del atardecer, en que Wang Lung paseaba por el patio con Loto, y se hallaban los dos junto al estanque, Loto mirando los peces y Wang Lung mirando a Loto. Cuando el anciano vio a su hijo al lado de una muchacha frágil y pintada, se puso a gritar con su voz aguda y cascada:

– ¡Hay una ramera en casa!

Y no hubo modo de hacerle callar, a pesar de que Wang Lung, temeroso de que Loto se encolerizase -pues esta leve criatura podía chillar, gritar y batir las manos violentamente cuando se enfurecía-, se adelantó hacia su padre y le condujo al otro patio, apaciguándole y diciéndole:

– Calmad vuestro corazón, padre mío. No es una ramera, sino una segunda mujer en la casa.

Pero el anciano no se callaba, y hubiera oído, o no, lo que Wang Lung le decía, tornaba a repetir una y otra vez:

– ¡Aquí hay una ramera!

Y al ver a Wang Lung a su lado exclamó de pronto:

– ¡Yo tuve una sola mujer y mi padre tuvo una sola mujer, y labramos la tierra!

Y pasados unos instantes, gritó de nuevo:

– ¡Digo que es una ramera!

Así despertó el anciano del agitado sopor de su vejez: con una especie de odio astuto hacia Loto. A veces iba a la puerta de su patio y gritaba al vacío:

– ¡Ramera!

O apartaba la cortina y escupía furiosamente sobre las losetas. O buscaba piedrecillas y las lanzaba con toda la fuerza de sus débiles brazos dentro del estanque, para asustar a los peces. Expresaba su furor por todos los medios tortuosos de un chiquillo malo.

Y esto también era un motivo de perturbación en la casa de Wang Lung, ya que le avergonzaba reprender a su padre y, al mismo tiempo, temía la cólera de Loto, pues había descubierto que la muchacha era de un genio vivo que se inflamaba pronto. Y esta ansiedad continua para evitar que el anciano la enfureciese, acababa por fatigarle y era una cosa más que hacía de su amor una carga.

Un día oyó un chillido en las habitaciones de la muchacha y acudió presuroso, habiendo reconocido la voz de Loto. Entró y encontró allí que los dos pequeños, el niño y la niña nacidos a la vez, habían llevado entre los dos a las habitaciones de Loto a la hija mayor, a la pobre tonta. Ahora bien, los cuatro niños sanos sentían una constante curiosidad por aquella dama que vivía apartada en sus habitaciones, pero los dos mayores mostrábanse conscientes y tímidos, y sabían perfectamente por qué estaba allí y lo que su padre tenía que ver con ella, aunque jamás la nombraban, como no fuera entre ellos y en secreto. Pero los dos pequeños nunca veían saciada su curiosidad, ni daban por concluidas sus miradas y sus exclamaciones, olfateando el perfume que llevaba Loto y metiendo los dedos en los platos que sacaba Cuckoo de su cuarto después que ella había comido.

Loto se había quejado muchas veces a Wang Lung de que sus chiquillos eran una plaga para ella, manifestando su deseo de que los encerrase para que no la molestaran, pero Wang Lung no estaba dispuesto a ello y le había contestado en broma:

– Bueno, les gusta mirar una cara bonita tanto como a su padre.

Y no hizo otra cosa sino prohibirles entrar en las habitaciones de Loto, y cuando él los veía se abstenían de hacerlo, pero cuando no los veía entraban y salían de ellas secretamente. Pero la hija mayor no sabía nada de nada y no hacía sino sentarse al sol, contra la pared del primer patio, y jugar con su trocito de tela retorcida.

Aquel día, sin embargo, hallándose los dos mayores en el colegio, los pequeños habían concebido la idea de que la tonta tambien tenía que ver a la hermosa dama, y cogiéndola por las manos la llevaron a su patio, donde Loto, que jamás la había visto, se la quedó mirando llena de asombro. Ahora bien, cuando la tonta vio la brillante seda de la túnica de Loto, y la vívida luz del jade de sus pendientes, sintióse poseída de una extraña alegría, tendió la mano para coger aquellos brillantes colores y se rió en voz alta, con una risa inexpresiva que era sólo sonido. Y Loto, asustada, había dado un grito que atrajo a Wang Lung; y en pie ante él, temblando de furor, agitando sus pequeños pies en menudos saltitos y señalando con un dedo tembloroso a la pobre tonta, que no cesaba de reír, Loto exclamó:

– ¡Me niego a permanecer en esta casa si ésa vuelve a acercárseme! ¡No me habían dicho que tendría que soportar a malditos idiotas, y si lo hubiera sabido no estaría aquí! ¡Asquerosos hijos tuyos!

Y le dio un empujón al muchachito boquiabierto que se hallaba cerca de ella agarrado de la mano de su hermana gemela.

Entonces despertó en Wang Lung su dignidad herida, pues amaba a sus hijos, y exclamó ásperamente:

– ¡No toleraré que se maldiga a mis hijos, ni siquiera a mi pobre tonta! No lo toleraré de nadie y menos de ti, que no tienes hijo en el vientre para ningún hombre!

Y agrupando a los niños, les dijo:

– Ahora salid, hijos míos, y no volváis a las habitaciones de esta mujer porque no os quiere, y si no os quiere a vosotros tampoco quiere a vuestro padre.

Y a la hija mayor le dijo con gran dulzura:

– Y tú, mi pobre tonta, vuelve a tu sitio al sol.

La muchacha sonrió y Wang Lung la cogió por la mano y salió con ella.

Porque lo que más le dolía era que Loto se hubiera atrevido a maldecir a esa hija suya y a llamarla idiota, y una nueva opresión de pena por la niña se apoderó de él, tanto que en dos días no pudo acercarse a Loto, y se dedicó a jugar con los niños y fue a la ciudad y compró un aro de caramelo para su pobre tonta, sintiéndose algo consolado por el placer que la niña hallaba en aquel dulce pegajoso.

Y cuando volvió a Loto, ninguno de los dos mencionó los días de ausencia, y Loto tuvo especial cuidado en ser agradable y gentil con él.

Cuando entró en su habitación estaba tomando té con la mujer de su tío y se excusó en seguida diciéndole a ésta:

– Aquí está mi señor y he de ser obediente con él porque ése es mi gusto.

Y permaneció en pie hasta que la mujer se marchó.

Entonces se acercó a Wang Lung y, tomándole una mano, la llevó a su rostro mimosamente. Pero Wang Lung, aunque la amaba de nuevo, no la amaba de un modo tan absoluto como antes, ni ya volvió a amarla así.

Llegó un día en que el verano se terminó y el cielo aparecía por la mañana claro, frío y azul como agua de mar. Un viento de otoño soplaba sobre la tierra, y Wang Lung despertó de su sueño.

Fue a la puerta de su casa y miró hacia sus campos. Y vio que las aguas habían retrocedido y que la tierra brillaba bajo el viento seco y frío y el sol ardiente.

Entonces, una voz gritó en él, una voz más honda que su amor gritó en él reclamando la tierra. Y él la escuchó por encima de todas las otras voces de su vida, y despojándose de su larga túnica, quitándose los zapatos de terciopelo y las medias blancas, se arrolló los pantalones hasta la rodilla y, adelantándose ansioso y decidido, gritó:

– ¿Dónde está la azada y dónde el arado? ¿Y dónde está la simiente para plantar el trigo? Ven, Ching, amigo mío, ven… Llama a los hombres… ¡Me voy a la tierra!

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