Ahora bien, se alzaba en la ciudad una gran casa de té recientemente abierta por un hombre del Sur, muy entendido en esta clase de negocios, y Wang Lung había en una ocasión pasado ante ella sintiéndose horrorizado al pensar en el dinero que se gastaba ahí en el juego, en diversiones, y en malas mujeres. Pero ahora. conducido por su inquietud y su ociosidad, y tratando de huir de los reproches de su corazón cuando pensaba que había sido injusto con su esposa, se dirigió hacia aquel lugar. Su desasosiego le obligaba a ver o a oír algo nuevo. Así, pues, atravesó el umbral de la nueva casa de té y entró en la estancia amplia y reluciente llena de mesas y abierta hacia la calle. Entró con suficiente valentía en el porte, tanto más cuanto en verdad se sentía muy tímido y recordaba que pocos años atrás era solamente un pobre hombre poseedor de un par de piezas de plata a lo mas, y un miserable que había trabajado hasta tirando de un rickshaw por las calles de una ciudad del Sur.
Al principio de hallarse en la casa de té no habló una sola palabra, pago su té, lo bebió en silencio y miró en torno maravillado. La gran sala tenía el techo dorado con purpurina, y de las paredes colgaban unos rollos de seda en los que había pintados retratos de mujeres. Wang Lung miró a estas mujeres secreta e intensamente, y le pareció que eran mujeres de ensueño, porque nunca había visto ninguna igual a ellas en la realidad. Y el primer día las miro, bebió el té rápidamente y se marcho.
Pero, día tras día, mientras las aguas no se retiraban de sus tierras. Wang Lung regresó a la casa de té, bebió solitario la infusión y contempló los retratos de las bellas mujeres. Y cada día permaneció allí un poco más ya que no tenía nada que hacer en su tierra o en su casa; así hubiera podido continuar indefinidamente, pues a pesar de la plata que tenía escondida en varios lugares, era todavía un simple pueblerino y el único hombre en aquella rica casa de té que llevaba ropas de algodón y una trenza colgándole a la espalda, como ningún hombre de la ciudad llevaría. Pero una noche, cuando, sentado a una mesa del fondo de la sala, bebía su té y contemplaba las cosas silenciosamente, alguien descendió la estrecha escalera adosada a la pared más lejana y que conducía al piso superior.
Esta casa de té era el único edificio en toda la ciudad con dos pisos, excepto la Pagoda del Oeste, situada fuera de la Puerta del Oeste, que tenía cinco. Pero la Pagoda se iba estrechando hacia arriba, mientras que el segundo piso de esta casa de té tenía las mismas dimensiones que el primero. Por la noche, las voces agudas de los cantos de las mujeres flotaban desde las ventanas superiores junto con el dulce son de los laúdes que pulsaban delicadamente las muchachas. Y podía oírse aquella música fluyendo hacia la calle, especialmente después de medianoche, aunque donde Wang Lung se sentaba las voces y el ruido de muchos hombres y el seco golpear de los dados y los dominós apagaba todo otro sonido.
Por eso Wang Lung no oyó aquella noche tras él los pasos de una mujer que descendía la estrecha escalera, y por eso, no esperando que nadie le conociese en aquel lugar, se estremeció violentamente al sentir que alguien le tocaba en el hombro. Cuando alzó la mirada vio un estrecho y hermoso rostro femenino, el rostro de Cuckoo, la mujer a quien había entregado las joyas el día que compró las tierras y cuya mano sostuvo firmemente la mano temblorosa del Anciano Señor, ayudándole a estampar bien su sello en el contrato de venta. Cuckoo rióse al ver a Wang Lung, y su risa era una especie de murmullo agudo.
¡Bien, Wang Lung el labrador! dijo, recalcando con malicia la palabra “labrador” ¿Quién había de pensar encontraros aquí!
Le pareció entonces a Wang Lung que, a toda costa, debía demostrar a esta mujer que era algo más que un simple labrador del campo, y se rió, diciendo en tono alto:
¿No sirve mi dinero tanto como el de otro? Y no es dinero lo que necesito ahora. He hecho fortuna.
Cuckoo se detuvo al oír esto, y con los ojos estrechos y brillantes como los de una serpiente y la voz suave como aceite fluyendo de una vasija, exclamó:
– ¿Y quién no ha oído hablar de ello? ¿Y dónde mejor puede un hombre gastar el dinero que le sobre, que en un sitio como éste, adonde acuden los ricos y los elegantes a divertirse y gozar? No hay vino como el nuestro, ¿lo habéis probado, Wang Lung?
Hasta ahora no he bebido más que té replicó Wang Lung, medio avergonzado. No he tocado el vino ni los dados.
¡Té! -exclamó ella con una risa penetrante. -¡Pero si tenemos vinos magníficos y vino fragante, de arroz! ¿Qué necesidad tenéis de beber té?
Y como Wang Lung inclinaba la cabeza, continuó suave, insidiosamente:
– Y supongo que tampoco habréis puesto la vista en nada más. ¿eh? En ninguna linda manita, en ninguna mejilla perfumada.
Wang Lung bajó la cabeza todavía más y la sangre le fluyó al rostro y se sintió como si todo el mundo le mirase con burla, mientras escuchaba la voz de esta mujer. Pero cuando tuvo el valor de levantar los ojos vio que nadie se ocupaba de él y que el ruido de los dados estallaba de nuevo, así es que dijo, lleno de confusión:
– No… no… Solamente té…
Entonces la mujer se rió otra vez y, señalando los rollos de seda pintada, exclamó:
– Ahí están sus retratos. Escoged a la que deseáis ver, ponedme el dinero en la mano y la traeré a vuestra presencia.
¡Esas! -dijo Wang Lung asombrado- ¡Pero yo creí que eso eran retratos de mujeres de ensueño, de diosas de la montaña de Kwen Lwen, como las que describen los narradores de historias!
– Y mujeres de ensueño son -repuso Cuckoo con burlón buen humor- pero de ensueños que un poco de plata puede convertir en realidad.
Y se alejó haciendo señas y guiños a los criados, mostrándoles a Wang Lung como si dijese:
"¡Ahí tenéis a esa calabaza pueblerina!"
Pero Wang Lung permaneció sentado contemplando los retratos con un nuevo interés: ¡subiendo por esa estrecha escalera, en las habitaciones de encima de él, se hallaban aquellas mujeres en carne y hueso y los hombres subían a verlas, otros hombres que él, claro está, pero hombres! Bueno, y si él no fuese quien era: un hombre bueno y trabajador, con esposa e hijos…, ¿qué retrato escogería él, usando el símil del niño que imagina a veces que hace una cosa dada, digo, qué retrato pretendería escoger? Y miro todos los rostros, uno por uno, intensa y atentamente, como si fueran de verdad. Hasta ahora, todos le habían parecido igualmente hermosos, pero hasta ahora no había tratado nunca de escoger uno. Ahora, en cambio, veía claramente que había unos más hermosos que otros, y entre todos escogió los tres más bonitos, y volvió a escoger y de los tres seleccionó uno, el más bello, el retrato de una mujer leve y pequeña con un cuerpo ligero como un bambú y una carita aguda como la de un gato chiquitín. Esta mujer tenía en una de sus manos delicadas y tiernas, como un helecho joven, el tallo de un loto en capullo.
Wang Lung la contempló y según la contemplaba, un ardor como de vino corría por sus venas.
– Es como una flor de membrillo -dijo de pronto en voz alta, y al oir su propia voz sintióse lleno de alarma y vergüenza, se levantó rápidamente, puso el dinero sobre la mesa y salió a la sombra nocturna que ahora había caído y se dirigió a su casa.
Pero sobre los campos y las aguas, la luz lunar colgaba como una niebla plateada, y en sus venas la sangre corría secreta, rápida y ardientemente.