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– ¿Dónde está la criatura? -preguntó Wang Lung.

Ella movió levemente una mano, con débil gesto, y Wang Lung vio que la criatura estaba en el suelo.

– ¡Muerta! -exclamó.

– Muerta -murmuró O-lan.

Inclinándose, Wang Lung examinó el esmirriado cuerpecillo, un triste puñado de huesos y piel. Era una niña. Y estaba a punto de gritar: "¡Pero la he oído llorar… v¡va!, cuando se fijó en el rostro de la mujer. Tenía los ojos cerrados, el color ceniciento y los huesos prominentes bajo la piel… ¡Un pobre ser silencioso, rendido, llegado al límite de la extenuación! Y no encontró nada que decir. Al fin y al cabo, durante todos estos meses él no había tenido que cargar más que con su propio cuerpo. ¡Qué agonías no habría sufrido esta mujer, con una criatura hambrienta consumiéndole las entrañas, desesperada desde dentro en la defensa de su propia vida!

Wang Lung no dijo nada, pero cogió a la criatura muerta y la llevó a la otra habitación; luego buscó hasta encontrar un trozo de estera rota y la envolvió en ella. La redonda cabecita caía hacia un lado y hacia otro, y en el cuello Wang Lung descubrió dos marcas negras, pero hizo lo que tenía que hacer. Cuando hubo terminado cogió el rollo de estera y, yendo tan lejos de la casa como sus fuerzas se lo permitían, dejó su carga en el hueco de una vieja tumba. Esta tumba estaba entre otras muchas, en ruinas y abandonada, y se hallaba en la ladera de una colina, no lejos de uno de los campos de Wang Lung. Apenas éste había dejado su carga en el suelo, apareció tras él un perro famélico, tan famélico que aun cuando Wang Lung le tiró una pequeña piedra dándole con sordo resonar en uno de sus flacos costados, el animal no se movió apenas. Al fin, Wang Lung sintió que las piernas le flaqueaban y se alejó de allí cubriéndose la cara con las manos.

– Mejor ha sido así -murmuró para si mismo. Y por primera vez se sintió total y absolutamente presa de la desesperación.

A la mañana siguiente, al salir el sol en un cielo de esmalte azul, a Wang Lung le pareció un sueño el haber pensado en abandonar su casa con aquellas desvalidas criaturas, aquella mujer debilitada y aquel viejo. ¿Cómo podrían arrastrar sus cuerpos a través de una distancia de cien millas? ¿Y quién sabía si aun en el Sur habría qué comer? La unidad azul de este cielo implacable parecía eterna, y tal vez agotasen sus últimas fuerzas únicamente para ir a dar con más gente famélica y además extranjera. Mucho mejor sería quedarse donde pudieran morir en sus propios lechos.

Apoyado en el quicio de la puerta. Wang Lung dejaba correr sus pensamientos mientras contemplaba los campos secos y endurecidos de los que cuanto pudiera llamarse comida o combustibles había sido arrancado.

No tenía dinero. Hacía tiempo que su última moneda había partido. Pero ni aun el dinero tenía importancia ahora, porque no podía comprarse comida. Había oído decir que en la ciudad había hombres que acaparaban alimentos para ellos y para la gente rica, pero incluso esto carecía ya de fuerza para encolerizarle. Sentía hoy que le sería imposible andar hasta la ciudad, aunque hubieran de alimentarle gratuitamente. En realidad, no tenía hambre.

La extremada ansiedad de su estómago, que tanto le había hecho sufrir al principio, pasó al fin, y ahora podía tomar un poco de tierra de uno de sus campos y darla a los niños sin desearla él. De esta tierra, mezclada con agua, habían estado comiendo desde hacía unos días: tierra de misericordia la llamaban, porque tenía una ligera cualidad nutritiva, aunque a la larga era insuficiente para mantener una vida. Sin embargo, convertida en pasta, calmaba el hambre de los niños por algún tiempo, y siempre era algo con que llenar sus vientres distendidos y vacíos. Firmemente, Wang Lung renunciaba a tocar las pocas judías que O-lan todavía conservaba en la mano, y hallaba un vago consuelo oyéndoselas masticar, una por una, a grandes intervalos.

En aquel momento, mientras estaba sentado junto a su puerta. renunciando a toda esperanza y pensando con soñador placer en morir durmiendo sobre su cama, vio a unos hombres atravesar los campos y avanzar hacia él. Continuó sentado mientras estas gentes se acercaban y advirtió que uno de los hombres era su tío, acompañado de tres desconocidos.

– No te he visto desde hace muchos días -exclamó su tío con afectado buen humor.

Y según se acercaba, dijo con la misma voz hiriente:

– ¡Qué bien te encuentro! Y tu padre, mi hermano mayor, ¿está bien?

Wang Lung miró a su tío. Estaba delgado, es cierto, pero no consumido, como debía estar. Y sintió que las últimas fuerzas que le restaban a su agotado organismo se concentraban y reunían en una cólera violenta contra este hombre, su tío.

– ¡Habéis comido! ¡Habéis comido! -exclamó opacamente.

No pensó ni un instante en aquellos forasteros ni en las debidas leyes de cortesía. Sólo veía a su tío aún con carne sobre los huesos. El abrió los ojos con asombro y alzó las manos al cielo.

– ¡Comido! -gritó-, ¡Si vierais mi casa! Ni un pájaro sabría encontrar una migaja en ella. ¿Te acuerdas de mi mujer? ¿Te acuerdas de lo gorda que estaba, de lo lucida y aceitosa que era su piel? Pues ahora parece un harapo colgado de una estaca. Está en los tristes huesos. Y de nuestros hijos, sólo quedan cuatro, los tres pequeños… ¡muertos, muertos! En cuanto a mi… ¡ya me ves!

Y cogiendo el extremo de una de sus mangas se limpió los ojos cuidadosamente.

– Habéis comido -repitió Wang Lung oscuramente.

– No he hecho otra cosa que pensar en ti; en ti y en tu padre, que es mi hermano. Y ahora voy a demostrártelo. Tan pronto como pude pedí prestado un poco de alimento a estos buenos hombres, prometiéndoles que con las fuerzas que me diera les ayudaría a comprar algunas de las tierras cercanas al pueblo. Y entonces pensé en tu buena tierra, en ti, el hijo de mi hermano. Estos hombres han venido a comprar tu tierra, a traerte dinero…, alimento… ¡vida!

Y el tío, habiendo dicho estas palabras, se echó hacia atrás y se cruzó de brazos, con un aleteo de sus ropas desastradas y sucias.

Wang Lung continuó sentado. Pero alzó la cabeza y miró a los hombres que habían venido. Eran gentes de la ciudad vestidas de seda, con las uñas largas y las manos suaves. Aparentaban haber comido y tener en las venas sangre que corría rápidamente. De pronto, Wang Lung sintió hacia ellos un odio inmenso. ¡Estos hombres de la ciudad, que habían comido, que habían bebido y que venían ante él, cuyos hijos famélicos comían la propia tierra de los campos! Aquí estaban, dispuestos a abusar de su desesperación y arrancarle la tierra. Los miró con una mirada muerta y dijo:

– No venderé mis terrenos.

El tío se adelantó rápidamente. En este instante, el menor de los dos hijos de Wang Lung arrastróse hasta la puerta gateando. Últimamente tenía tan pocas fuerzas que había vuelto a andar así, como cuando era pequeñito.

– ¿Ese es tu hijo? -exclamó el tío-. ¿Es ése aquel mocito gordezuelo al que di una moneda de cobre este verano?

Todos se pusieron a mirar a la criatura, y Wang Lung, que durante todo el tiempo había conservado su entereza, empezó a llorar silenciosamente. Los sollozos le hervían en la garganta, las lágrimas le resbalaban blandamente por las mejillas.

– ¿Cual es vuestro precio? -preguntó al fin.

Había que alimentar a aquellas criaturas. A las criaturas y al viejo. Él y su mujer podían cavarse fosas en la tierra y echarse en ellas y dormir, pero tenían que pensar en los otros.

Entonces, uno de los hombres de la ciudad, que no tenía más que un ojo, y hundido en la cara, dijo untuosamente:

– Mi pobre amigo, en atención a ese chico famélico, te vamos a ofrecer mejor precio de lo que es posible en ocasiones como la presente. Te daremos… -hizo una pausa y dijo bruscamente-: te daremos cien piezas de cobre por acre.

Wang Lung comenzó a reír amargamente.

– ¡Eso -exclamó- es tomar mi tierra por un regalo! ¡Yo pago veinte veces más cuando compro tierra!

– ¡Ah, pero no cuando se compra a gentes que mueren de hambre! -dijo el otro hombre de la ciudad. Era un individuo pequeño y ligero, con una nariz alta y delgada, pero su voz brotaba insospechadamente voluminosa, basta y dura.

Wang Lung miró a los tres hombres. ¡Estaban bien seguros de él! ¿Qué no daría un hombre por salvar la vida de sus hijos y de su anciano padre? Pero la debilidad de su entrega se convirtió en una cólera como jamás había sentido en su vida. Y saltó hacia aquellos hombres como un perro saltaría hacia un enemigo.

– ¡No venderé la tierra nunca! les gritó-. ¡Grumo a grumo la arrancaré de los campos y la daré a comer a mis hijos, y cuando mueran los enterraré en ella, y yo, y mi mujer, y mi padre, ¡hasta él!, moriremos sobre la tierra que nos ha dado la vida!

Estaba llorando violentamente y la cólera se le fundía con las lágrimas. Los hombres, con su tío entre ellos, permanecían allí, inconmovibles. Esperaban que Wang Lung se calmase. Y entonces O-lan se acercó a la puerta y habló con una voz igual y calmosa, como si estas escenas ocurrieran cada día:

– La tierra no la venderemos, naturalmente, pues cuando regresemos del Sur no tendríamos de qué vivir. Pero venderemos la mesa y las dos camas, con sus ropas, y los cuatro bancos y hasta el caldero de la cocina. Pero los enseres de labranza no los venderemos, ni la tierra.

Había una serenidad en su voz que imponía más que la cólera de Wang Lung, y su tío preguntó inciertamente:

– ¿Vais de veras hacia el Sur?

Al fin, el hombre de un solo ojo, después de murmurar algo a los otros, se volvió y dijo:

– Son cosas miserables y no sirven nada más que para combustible. Dos piezas de plata por todo y las cogéis o las dejáis. O-lan contestó tranquilamente:

– Es menos que el valor de una sola cama, pero si tenéis el dinero en la mano, dádmelo y llevaos las cosas.

El hombre de un solo ojo buscó en su cinturón, sacó el dinero y lo puso en la mano tendida de O-lan. Luego entró en la casa, con los otros, y se llevaron la mesa, los bancos, la cama del cuarto de Wang Lung con sus ropas, y el caldero que sacaron del horno de tierra en que estaba. Pero cuando entraron en la habitación del viejo, el tío de Wang Lung se quedó fuera. No quería que su hermano le viese ni presenciar el momento en que le sacarían de su cama y le pondrían en el suelo.

Cuando todo hubo terminado y la casa estuvo vacía, excepto los enseres de labranza, O-lan dijo a su marido:

– Vámonos ahora, mientras tenemos las dos piezas de plata y antes de que tengamos que vender las vigas de nuestra casa y no nos quede ni un agujero donde meternos cuando volvamos.

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