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– Yo, por mi parte -continuó ella-, si ese señor nos visita en el Comité Mossbruger, haré algo que vengo pensando desde hace tiempo: echándole valor al asunto, voy a llevar a mi hermano para probar y ver qué ocurre. Pues creo que ese señor puede quizás traer la revelación de Dios sobre mi hermano directamente, sin apoyarse en palabras ni imágenes. Anteriormente, cuando mi hermano oía música, podía verse en él una luz que inundaba su cuerpo y su espíritu. Era un tiempo en que aún vivían nuestros padres. Últimamente, sin embargo, parece mismamente un viejo, siempre con la cabeza gacha, el pobrecito. Me gustaría que tuviera un encuentro con aquel señor para poder ver otra vez en él esa brillante luz. De ser así, ¿no equivaldría eso a una revelación de Dios? Mi idea es un poco extravagante, pero creo que no puedo callármela ante usted, que tanto interés se está tomando por nosotros. Lo he retenido mucho tiempo con mi conversación, discúlpeme. De todos modos, le agradezco mucho que me haya escuchado.

– Soy yo quien le estoy agradecido. Qué estupendo, si Patrón mantiene ese poder aun después del Salto Mortal. Sea como sea, una vez que los planes de él se concreten, le llegarán unas letras de saludo.

La señorita Tachibana asintió y se levantó. A continuación saludó una vez más como despedida a Ogi, y se echó a andar sola por el camino, que se había convertido en una escalera de piedra, hacia la estación de Yotsuya. Para la señorita Tachibana, que trabajaba por allí, en la biblioteca universitaria, este paseo sería el que ella frecuentaba en su descanso de mediodía; sin duda recorrería este lugar con sus expresión seria y tristona. Lo que ahora atraía más la atención hacia ella, no era tanto su aspecto externo ni sus modales, sino más bien la firmeza de su modo de andar. Ella se alejaba caminando, provocando un estrépito de pisadas sobre las piedras.

Para evitar dar la errónea impresión de que la iba siguiendo, Ogi se encaminó en dirección contraria, con lo que le resultó inevitable echar a andar por entre la oscura arboleda de cerezos. Pero a medida que avanzaba marchando por allí, las tinieblas se iban espesando entre los árboles; y para alcanzar la calzada iluminada por las farolas no le quedaba otra alternativa que apartarse del paseo de la arboleda y enfilar hacia la vertiente del talud, poblada de hierba: un camino nada fácil, seguramente. No bien dejaba el sendero de los árboles para dar un paso hacia abajo, acusó un golpe lateral en los ojos y en la nariz, propinado por una gruesa rama.

Se llevó las manos a la cara, mientras caía de nalgas sobre hierba reseca. Murmurando, dejó escapar una queja, no precisamente dirigida a aquel elemento que le había hecho daño, sino a algo que hubiera aún más allá:

– ¿Por qué será que en este mundo hay tantos desgraciados? Estando como estamos, por más que venga un tío como Patrón en socorro de la humanidad, la cosa no tiene arreglo. ¿En qué diablos se ha convertido la vida humana sobre este planeta?

Cuando Bailarina pidió a Ogi que le diera cuenta del progreso realizado en contactar con las personas que integraban la lista, él le presentó todos los datos en una relación ordenada; pero el tema de la señorita Tachibana lo dejó aparte, para tratarlo directamente con Patrón:

– Es algo que al parecer tuvo lugar hace más de diez años. En una pequeña reunión, le hizo una pregunta una joven que tenía un hermano menor mentalmente discapacitado, y éste componía música… ¿Recuerda usted lo que le respondió? Ella no era miembro de su iglesia, por lo que me ha dicho. Cuando le escuchó su sermón, ella tendría unos veinte años, y cuenta que en esa circunstancia su cuerpo y su mente se llenaron de luz.

Oyendo esto Patrón, su cara -que parecía velada por una sutil membrana oleosa de tristeza- se mostró conmovida en su expresión, pues incluso acusó el enrojecimiento propio de la sangre.

– Me acuerdo, desde luego -dijo Patrón con una voz manifiestamente alterada, hasta el punto que el joven se puso a rumiar sus propias palabras, no fuera a ser que hubiesen traumatizado a Patrón, o cosa por el estilo-. También a mí me dijo que su cuerpo y su mente se habían llenado de luz. Pude ver cómo su piel, incluso en zonas cubiertas por la ropa, se iba iluminando.

Ogi evocó en su imaginación la figura de Tachibana por aquel entonces: su frente, tan a propósito para sustentar una corona de las típicas muñecas en el festival de las niñas, sus pequeños labios, su mentón… Y no es que diera una impresión de belleza precisamente; pero sí que era la viva estampa de una Tachibana adolescente, la que se representaba Ogi. A través de la piel fina y pálida de la joven, se irradiaba una llamarada de luz desde su interior.

– Aquella joven pertenece ahora al Comité Mossbruger, que se encontraba registrado en sus notas. También fue ella quien le escribió la carta, según me ha dicho. Además, está deseando invitarle a reunirse con ellos. Para cuando usted reanude sus actividades, cuanto antes, ¿podría usted incluir en su agenda una breve visita al Comité Mossbruger? Aquella mujer dice que le gustaría llevar a esa reunión a su hermano menor, que sufre una discapacidad mental.

Ogi se dispuso a informar a Tachibana de que había hablado con Patrón, y aunque no había conseguido comprometerlo a ir en una fecha concreta, lo veía bastante inclinado a hacerles una visita. Pero ese día la biblioteca universitaria estaba de vacaciones por coincidir con una fiesta fundacional. En vez de eso, Ogi probó a hacer un llamada a Tsugane. Resultó que su marido, como diseñador de mobiliario para hospitales, iba a recibir un premio en el norte de Europa por sus trabajos destinados a Gerontología. Con este motivo, se encontraba de viaje, en Europa, para estar presente en la ceremonia de entrega. Ella entretanto se aburría, así que ¿no se animaría Ogi a pasarse por allí?

También ella quería contarle algunas cosas. Tal fue el tenor de la conversación telefónica. Ella tenía en su habla una fuerza de persuasión tal que no admitía un "no" por respuesta. Ogi quedó en ir a verla el sábado por la tarde, citándose con ella en la entrada del Centro de Cultura y Deportes.

Sin embargo, llegado el día, Tsugane se mostraba muy distinta de la impresión que su voz había dado por teléfono. Salió de un ascensor con una expresión seria, e incluso fría; luego fue indicando el camino por una escalinata de piedra hacia lo alto de una loma que se alzaba al frente, precediendo ella en la marcha, sin decir palabra. Toda la zona estaba ocupada por centros y locales de orientación cultural, así como por llamativas tiendas. En las estrechas aceras de ambos lados habían desplegado una exposición de esculturas. Y entre ellas llamaban poderosamente la atención obras tales como la que consistía en un montaje de láminas metálicas bruñidas que emitían caprichosos reflejos; así como otra en que una forma oval cortada al sesgo reposaba sobre una base de cemento. Algunos matrimonios mayores o grupitos de dos o tres chicas jóvenes se entretenían en golpear las partes móviles de algunas estatuas hechas de hierro; y, contrastando con ello, también acariciaban la estatua de un niño pequeño, de un realismo anticuado que rayaba en lo ridículo. Tsugane se mantenía todo el tiempo pensativa, mientras subía aquella ladera de difícil escalada, donde no parecía dominar un principio racional para el ensamblamiento de sus zonas llanas y sus zonas escalonadas. Ella avanzó hasta el borde de un anfiteatro al aire libre, donde había filas de un graderío de piedra alrededor de una hondonada en forma de herradura; y anduvo en torno a él, dándole un medio rodeo. Luego empezó a bajar hacia la parte sur de la loma. Con paso apresurado, y sin consultarle su opinión a Ogi, ella continuaba su marcha en dirección a una urbanización integrada conjuntamente por varias casas pequeñas de estilo occidental rodeadas de árboles y por un bloque de apartamentos que se alzaba desde un terreno aún más bajo.

Llegando a la casita más cercana de aquella urbanización, rodeada por una tupida fila de tejos, Tsugane se paró ante su entrada, de ladrillo visto, y por primera vez pareció relajar la tensión de antes. Entraron en el vestíbulo, donde le dijo a Ogi que se esperara. Subió ella sola los peldaños, y pasó por la puerta. Una vez dentro, se la oyó armar allí un considerable estrépito. Luego lo invitó a pasar al interior: había un amplio salón-cocina, desde el cual podía contemplarse un escaso bosquecillo sobre la pronunciada ladera del terreno donde se asentaba la casa. Los visillos estaban corridos sobre una cristalera empotrada como ventana, impidiendo así la entrada a aquel fuerte sol, extraño para la estación en que estaban, que los había hecho sudar durante todo el trayecto. Ogi se sentó en el sofá, postura que le dejaba ver, a su derecha, el paisaje inclinado; y ante sus ojos tenía un cuadro enmarcado: la vista de frente de una estación construida de hierro, representada en un grabado; y en el mismo papel, como continuación de lo anterior, un plano dibujado a lápiz.

– Éste es mi refugio -dijo Tsugane, mientras traía una botella de litro de Evian y unas finas copas; y volvió la vista hacia lo que estaba mirando Ogi-. Esas láminas las coleccionaba mi marido en Francia. Hay también otras de varias clases, que muestran puentes de hierro dibujados. En cada uno de esos puentes había una pagoda montada encima, sin utilidad práctica alguna, por supuesto, sino más bien como ostentación, para culminar un monumento.

– Dice aquí que es de fines del siglo XIX, y, según eso, coincide con la época de construcción de la torre Eiffel -dijo Ogi, mientras leía la fecha que acompañaba a la firma.

Tal vez fuera una época en que las construcciones de hierro se sentían como algo religioso.

Acto seguido Tsugane se sentó en el sofá, y esperando que la vista de Ogi dejara de fijarse en el cuadro para mirarla a ella, dijo:

– Es algo que pasó hace mucho tiempo: en la casa de la altiplanicie de Nasu cogiste unos pantys que… ¿Qué pasó con ellos luego? ¿No quieres contármelo con detalle?

La cara de Ogi enrojeció. Se sentía a sí mismo ridículo, con la sensación de estar suspendido en el aire. Se quedó tanteando con sus dedos la botella de Evian, que reposaba sobre la mesita baja ante él, mientras se preguntaba a sí mismo cómo lanzarse a hablar; en tanto que Tsugane inclinaba su torso y alargaba un brazo hacia Ogi, dando muestras de querer darle palmaditas en la rodilla. Con todo, por el contrario, enderezó ella el cuerpo, y habló en un tono serio, dominado por una profunda inteligencia práctica.

– No te enfades, y escúchame con espíritu abierto. Tampoco creas que trato de pasarlo bien burlándome de ti. Es simplemente que ahora mi vida se encuentra como caída en un estancamiento, y atormentada por muchas sensaciones. En medio de todo eso he sentido nostalgia por aquel estudiante de Grado Medio que se mostró tan interesado por mis pantys, en la altiplanicie de Nasu, siendo yo muy joven. Seguro que tu hermano y tu cuñada te harían sufrir, y lo pasarías muy mal. Y me pregunto por qué yo misma no hice nada en tu favor.

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