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Al perfil redondeado de Tsugane afloró una oleada de rubor, pero su cutis se atirantó hasta dar la sensación de frialdad. Aun así, su gesto al servir agua de la gran botella de plástico en las copas le pareció elegante a Ogi.

– El otro día, cuando volví a mi apartamento me acordé de eso mismo. Yo entonces me puse aquella prenda, y envuelto en una sosegada sensación de confianza, me dormí. Y luego, a la mañana siguiente, ¿qué quedó de todo aquello? La verdad es que no lo recuerdo.

Ogi había dicho estas cosas sacando coraje de sí mismo. Pero sus palabras tenían muy poca fuerza de persuasión, incluso para él. Avergonzado de que fueran interpretadas como insinceras, se puso cada vez más colorado; y bebió un sorbo de agua. Pero Tsugane parecía aceptar sus palabras como la verdad misma. Más aún, inclinó el cuello en un gesto de ternura.

– Te voy a hacer una pregunta bastante simple. Cuando un chico joven se enfunda unos pantys de nosotras, las mujeres, como la cosa más natural del mundo, ¿no puede eso traer consecuencias lamentables, que se te vayan de la mano?

– No ha sido así en mi caso. Yo estaba tranquilo y calmado. Pero no es sólo eso. Todo mi cuerpo estaba como flotando entre algodones, y dormí a pierna suelta.

Mientras Tsugane seguía escuchando, a su carita redonda y arrebolada asomó un bostezo, lo cual cogió a Ogi por sorpresa. No obstante, ella parecía estar pensando a conciencia. Luego, dijo en voz baja:

– A lo mejor pretendías convertirte en niña. ¡Qué lástima!

Una ocurrencia que indudablemente tiene su lógica -pensó Ogi-: que uno se vista unos pantys de mujer, se le apacigüen los genitales, y luego duerma sosegadamente… ¿cómo no tomarlo por un deseo de convertirse en mujer? Ogi agachó su ruborizada cabeza, cavilando: su actitud podía interpretarse acaso como un autoconsuelo masoquista; y esto lo llevó a enrojecer aún más.

Tsugane miró al joven de arriba abajo inquisitivamente, y tragando saliva para acondicionarse la voz, manifestó su idea en tono resuelto:

– A pesar de todo, tú ahora no me das la impresión de ser una niña. Esas expectativas de muchacho que entonces tenías en el subconsciente se han trocado en la realidad que guardas bajo los pantalones. Paralelamente, aquella que yo era entonces y la que soy ahora, ambas se encuentran felices. Con el incidente de los pantys, yo también fui.objeto de las burlas de tu hermano y su mujer, pero en cierto modo tampoco puede decirse que yo me privara de tener mis fantasías eróticas. ¿Por qué no nos damos los dos ahora una gratificación a nuestra ingenuidad de entonces?, ¿eh? ¡Vamos a hacerlo!

Desde el bien aireado vestíbulo arrancaba una escalera de caracol con placas metálicas como baranda, que daba acceso a la planta superior, donde había un aseo, un baño japonés y un gran dormitorio. En éste se encontraban un espejo para arreglarse, una silla ante él, y una repisa de roble, a modo de mesita, como únicos accesorios. El resto del espacio lo ocupaba una generosa cama de matrimonio. Tsugane apartó la colcha y el ligero edredón, luego se plantó sobre la alfombra con las piernas extendidas y se quitó el vestido. Luego, con una sacudida de hombros, dejó caer su combinación de seda. Suavemente se quitó los calcetines de andar, y cuando se estaba bajando los pantys, le recorrió la cara hasta las mejillas- una arruguita de suave sonrisa. Ogi no se sintio muy feliz ante esa sonrisa dirigida a él, pero, para no ser menos ni decaer se animó vivamente a desnudarse cuanto antes.

De este modo, los dos empezaron su relación sexual; en la que no bier habían pasado tres minutos, los brazos menudos de Tsugane alejaron de s el pecho de Ogi, quien -ardiendo en pasión amorosa- no cejaba en su; movimientos para arriba y para abajo. Éste tomó a mal el rechazo, pero Tsugane se disculpó sumisamente, diciendo que de ese modo ella iba a llegar antes al orgasmo; y le pidió que le dejara retirar su cuerpo de debajo de él. Acto seguido se dio la vuelta echándose boca abajo, y exponer ante Ogi las dos esferas blanquecinas de sus nalgas; para alzarlas enseguida hasta una altura que resultaba cómica, y dejar ver en medio el rojo sexo. Ella actuaba con la dedicación de una jovencita que se extasiara en el sexo por pura diversión; en tanto que Ogi, pronto rehecho de su mal humor, era incapaz de refrenar una sonrisa. Se sentía orgulloso de que esa inteligente mujer, mayor que él, le mostrara tan sana pasión carnal…

La relación sexual así iniciada no se limitó a un encuentro aislado para el joven, sino que ¡se repitió con frecuencia en los días siguientes! Incluso mientras se aplicaba a las labores administrativas, realizando entrevistas y averiguaciones en torno a la lista de Patrón -el número de respuestas recibidas era superior a cien-, Ogi tenía la cabeza llena con imágenes de todos los rincones del cuerpo de Tsugane; y superponiéndose con ellas veía también el movimiento sobre la carne de sus propios dedos, y de los dedos de Tsugane. Se hizo ante todo un horario para poder escaparse a aquella ciudad universitaria, pero hasta cumplir su horario en la oficina, él se ocupaba en despachar las cartas de Patrón, así como los mensajes por fax y por e-mail, y -cuando era necesario- por teléfono, para poder ir llevando su trabajo al día.

Tsugane, por su parte -y especialmente a los ojos de un joven sin experiencia como era Ogi, ello resultaba tanto más destacable-, era una mujer llena de deseo sexual y de energía en ese campo, y era capaz de responder a cualquier iniciativa de Ogi. Por supuesto, de vez en cuando dejaba ver la sabiduría práctica que le correspondía como mujer mayor que él. En una pausa de su juego sexual, mientras los dos descansaban echados, pero con el cuerpo orientado caprichosamente, Tsugane, que fumaba un cigarrillo, dijo -no precisamente dirigiéndose a Ogi, sino como quien recita un papel teatral en un drama monologado-: ji^, -De esto que ha empezado entre nosotros, todavía ni una palabra, ¿eh? Cuando vuelva mi marido no vamos a poder vernos tan asiduamente, y entonces nos llegará el tiempo apropiado para reflexionar en frío. Según mi experiencia, por más que alguien se esfuerce en explicarse psicológicamente una relación carnal recién empezada, a fin de cuentas todo es un sinsentido.

Aunque le habían dado el apelativo de "inocente", sin caer en contradicción con este epíteto, podríamos decir que el "moralista" Ogi había acogido con toda seriedad la anterior observación de Tsugane sobre el tiempo de reflexión. Ella dejó pasar una pausa de respiro, y en el momento en que, manteniéndose echada boca abajo, incorporó levemente el torso para extender el brazo hacia un cenicero que había junto a la luz, dejó patente ante los ojos de Ogi el espectáculo de varias líneas rojizas que le salían del ancho muslo y rodeaban exteriormente el perímetro de sus escasas nalgas; y dentro de ese perímetro, la piel estaba encendida y sudorosa, pero en medio lucía un único lugar seco, su ano, como una azufaifa, o como un botón de adorno hacia el que discurría el vello púbico. La vista de Ogi quedó capturada por esa visión que se le ofrecía.

En suma, que el "inocente muchacho" que era Ogi, tras escuchar las advertencias de una mujer algo mayor, tan avisada y experimentada, las guardó en un repliegue de su memoria, para no sacarlas de allí ni darles más vueltas. No obstante, habiendo disfrutado el regalo de esas tres semanas de felicidad desbordante, a Ogi le aguardaba, como realidad obvia, la insoslayable fecha a la que tenía que enfrentarse. Al hilo de esto se sentía amenazado por una sorpresiva emboscada tendida ante él: la emboscada de los celos, de la rabia… Se sintió dominado por la sensación de su propia miseria.

Al día siguiente, a primeras horas de la tarde, llegaba de Europa el marido de ella. De cara al estudio de diseño donde trabajaba, él aún seguiría en su viaje al extranjero, como si no hubiera vuelto; y ella a su vez se tomaría una semana de descanso en su trabajo del Centro de Cultura y Deportes, para pasarla con su marido en una casa de campo que tenían al sur de Izu. Como consecuencia de todo eso, Tsugane y Ogi no podían verse por un tiempo.

Al oírle decir estas cosas a ella, Ogi -con toda sinceridad- incluso dejó escapar un suspiro de alivio, pues poniéndose en el lugar de su pene, jamás había sufrido tal sobrecarga de trabajo. Tsugane, por su lado, había previsto una especie de gratificación, tal vez en su intento de compensar a Ogi, en la víspera de un período sin encuentros mutuos. Cuando Ogi llegó al refugio "de ella" ese último día, Tsugane le había dispuesto una fina lámina de plástico como cubierta sobre la alfombra del dormitorio, junto a la cama, y a su lado le colocó una botella de loción corporal de tamaño profesional, que había recibido como regalo de Ásuka.

Este último artículo hizo caer en la cuenta a Ogi de algo que ciertamente había oído, pero aún carecía de sentido real para él: aquello de que el trabajo de Ásuka se orientaba a "la diversión del público adulto". Ahora lo entendía en su rico sentido. Pues esa frase la relacionaba ya con algo que le llegó a explicar Tsugane: que con la ayuda económica recibida como donación de Ásuka, el comité había podido gratificar a "nuestro Mossbruger", el cual con ese dinero se dejó caer chuleando por el salón de diversión y "masajes" donde trabajaba ella.

Tsugane y Ogi se aplicaron mutuamente sobre sus cuerpos desnudos aquella loción, frotándose. Sobre la cubierta de plástico, se limitaron a repetir las mismas prácticas que solían hacer sobre la cama. Pero esta vez ella no consintió en yacer bajo el cuerpo del joven, sino que se montó a horcajadas sobre el vientre de Ogi, orientada hacia su sexo. De nuevo notó Ogi que su pene se estremecía ante la sobrecarga de trabajo, ya que ella frotaba su cara arriba y abajo sobre el glande del mismo. En reciprocidad, el joven alargó el cuello como si fuera el de una tortuga; pero con la actividad frenética del tenso y redondo trasero de ella, él no podía alcanzar con su lengua aquel sexo rojo que tan desaprensivamente estaba mirando. Ante eso, optó por sujetar con sus manos ambas nalgas, blanquecinas y brillantes como unas manitas de cerdo recién cocidas; con lo cual pudo dar descanso a su cuello. Pero a medida que Tsugane estaba más absorta en su felación, agitando la cabeza, también su trasero se movía de arriba abajo. Ogi probó a tocar con el dedo índice de su mano derecha aquella azufaifa que le asomaba entre los glúteos. Sin encontrar resistencia en su camino, el dedo penetró el ano; y no sólo eso: como para animarlo en este quehacer, el trasero, sin tomarse reposo, bajó de golpe. Entonces la punta de su dedo le hizo sentir que estaba palpando un denso amasijo de hilos de paja, como un blando capullo de gusanos de seda.

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