PRÓLOGO . PRECIOSOS OJOS EN UN ROSTRO PERRUNO
Llegaba allí una pequeña persona: cierto hombre, al parecer empequeñecido a escala, con un desarrollo muscular por encima de lo normal. Proyectando el pecho hacia delante, avanza en la penumbra, sosteniendo algo con sus brazos extendidos: se trata de una estructura provista de dos alas, ensambladas entre sí a modo de bumerán. En el camino abierto ante él se han izado unas cortinas que cuelgan apretadamente, y más allá se erige un escenario destellante de luces. Cuando el hombrecito se disponía a pasar -encogiendo su estatura- junto a un cuadro de interruptores que sobresalía hacia el pasillo, una chica vestida de bailarina, al cruzar a toda prisa desde detrás de la zona de conmutadores, se vio embestida por la punta de una de aquellas alas, bajo su tutú.
En tal situación, el hombrecito y la niña bailarina se quedaron petrificados. La chica, inclinada como estaba hacia delante, trató de cargar el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha; en tanto que la pierna izquierda, levantada ampliamente, la mantenía indefensa en el aire, logrando guardar así de algún modo el equilibrio. Como muestra de su indignación por verse forzada a esa postura tan irremediable, ella se quedó mirando a su compañero en el encuentro. Su carita se arreboló como un damasco al sol. Pero quien le devolvió la mirada no era precisamente un hombrecito, sino alguien que ostentaba una cabeza semejante a la de un perro, empezando por su frente y su boca, y siguiendo por sus protuberantes orejas; con todo, en cuanto a su mirada, él era un chico extraordinariamente bello.
Sin embargo, el tiempo que el joven estuvo mirando a la chica no pasó de un momento. Con la idea de salvar la estructura que sostenía entre sus tensos antebrazos, intentaba levantar el objeto por encima de aquel cuadro sobresaliente de la pared, a su izquierda; y torciendo el acoplamiento de las alas, trató de mover una de ellas hacia arriba. La niña, por el contrario, con su ondeante y abultado tutú encima, trató de neutralizar aquella resistencia que se le oponía, aproximando su abdomen a la estructura. En medio de todo esto, a ella no le quedaba más remedio que mantener en alto su pierna izquierda, guardando el equilibrio sobre la otra. Por detrás de la infortunada parejita y por ambos lados del escenario, habían aparecido unos hombres vestidos de negro, que se arremolinaron en torno a ellos dos. Entonces, al joven se le iluminó su cara perruna en un chispazo de determinación. Y, acto seguido, arrojó de golpe la estructura que llevaba cogida. Cientos de piezas multicolores de plástico se desparramaron por el suelo. La chica, liberada en ese momento, salió corriendo entre sollozos hacia la fila de sus compañeras, en un extremo del escenario, mientras oprimía con las manos su tutú acampanado.
El joven, por su parte, imprimió un movimiento enérgico a sus hombros -estrechos pero fuertes-, y desde su posición más baja empujó por el costado a algunos de los hombres de negro. Como si se tratara de un pequeño ejemplar de persona que hubiese realizado una gran hazaña, se alejó luego andando calmosamente hacia el fondo oscuro del pasillo que se extendía tras el escenario. Sus andares eran majestuosos, sin permitir siquiera a los hombres de negro que le gritaran para controlarlo. Aunque las componentes del equipo de danza trataron de consolar a la niña, que se había incorporado tarde a la fila, esto lo hicieron meramente de labios afuera, pues estaba cada una de ellas absorta en cuidar su propia indumentaria, y por lo demás este día habían perdido ya su gran oportunidad de salir a escena. Aquel joven, que estaba predestinado a recibir un gran premio en la ceremonia de entrega de los mismos, al hacer pedazos su construcción, había dado al traste también con la ocasión y el sentido de aparecer sobre el escenario. Y sin más se quitó de en medio.
Acaso esa circunstancia de destruir él mismo, hacía nada, el modelo de ciudad que le había llevado un año construir…, a ese chico que en ocasiones salía escapado del centro de Tokio, ¿no le proporcionaría una conciencia de rebeldía, sugiriéndole que había dejado de ser un niño? Y esto, al hacerle entender que él había confeccionado su obra precisamente para destruirla de esa manera. E incluso esta gran capital igualmente podría ser destruida, con tal de que alguien se lo propusiera. Pero ¿con qué fin? ¡Quién sabe! No obstante, para explicarse uno el sentido de ello, o bien para inventa Una respuesta, aún quedaba por delante mucho tiempo que vivir.
Aunque no se lo formulara con estas palabras, aquel chico de cara perruna que se salía de los cánones de fealdad y belleza, ¿no estaría convencido de esto en lo más íntimo de su cuerpo, aún por desarrollar?
El suceso tuvo lugar en la sede de una exposición, durante la final de un certamen de convocatoria pública -patrocinado conjuntamente por una compañía americana de material didáctico y una compañía japonesa de importación en el ramo de la papelería-, cuya finalidad era promover la creación de paisajes del futuro a base de piezas de plástico.
Kizu formaba parte del jurado del concurso, y después del incidente recordaría muchas veces a aquel joven que se excluyó por sí mismo de entre los candidatos al premio. Y en especial, tampoco pudo olvidar que, cuando él puso sus ojos en aquel joven -en dicho certamen público-, no se le vino a la mente como un niño, sino bajo el concepto de "hombrecito". En relación con esto, volvían a evocársele luego la expresión y ademanes puntuales de aquel ser tan poco agraciado, al que resultaba difícil mirar de frente, pero dotado de una belleza tal que encogía el corazón; pues en su interior albergaba una clara energía vital. Kizu formuló el deseo de poder contemplar, paso a paso, los estadios de crecimiento y el destino de aquel chico -a quien recordaba como dotado de un extraño atractivo- a través de su adolescencia y juventud. Como pintor que era Kizu, se le había convertido en un hábito profesional de por vida observar a través del tiempo cada detalle de cuanto atrajera su atención. "Antes de lo que se piensa, se me brindará la oportunidad", le sugirió una corazonada; pero al mismo tiempo sintió que: "Esa oportunidad no me llegará nunca". Cuando en realidad había tenido al joven ante sus propios ojos, aquello le pareció también como estar en pleno sueño.
En relación con lo anterior, el otoño en Japón de aquel año había dejado una profunda huella en la vida de Kizu. Siendo ya un treintañero veterano, su máximo logro había sido figurar entre los candidatos finalistas al premio Yasui; pero con la ayuda de algunos premios conseguidos, se llegó a hablar del "estilo Kizu", equiparándolo al de ciertos pintores que visitan los museos europeos con la misión de reproducir las obras en ellos expuestas, así como también se le comparó acto seguido con la tendencia del arte urbano en América. A consecuencia de todo ello, se le recomendó en algunos círculos artísticos, por donde se le concedió la oportunidad de disfrutar de una beca Fulbright en cierta universidad de la costa Este de Estados Unidos, bien conocida en los círculos docentes de Bellas Artes. Esta circunstancia, como comúnmente ocurre en el caso de artistas plásticos japoneses, parecía destinada a convertirse en un mero trámite. Pero tratándose de Kizu, tan interesado en la metodología de la docencia artística, y con un talante natural tan volcado en cualquier tema de su interés, derivó en su decisión de matricularse como alumno de doctorado para continuar sus estudios. Invirtió en ello cinco años, durante los cuales se divorció de su mujer, que había dejado en Japón. Luego, y tomando como punto y final redondo el hecho de tener su título en mano, Kizu dio por concluida su estancia en América, y se volvió a Japón.
La participación de Kizu en el jurado del concurso de maquetas de plástico se debía a que el presidente de dicho jurado, que había sido delegado por la oficina central de América, era una persona que siempre le había ayudado, tanto al prolongar Kizu su estancia de becario en América como después, por lo que él le estaba muy agradecido. A todo esto, en el certamen infantil ya referido, la obra creada por aquel joven llamó desde luego la atención por su originalidad, pero lo que más impacto había causado en Kizu era la luz que irradiaba de la figura del joven y de sus ademanes, o -mejor se diría- de todo su ser. Lo que a Kizu más le dolía era que a él mismo le faltaba aquel aura original que poseía el joven. Pero aún había más: según había venido advirtiendo desde su estancia en América, Kizu acusaba la sensación de que su estilo abocaba a un estancamiento, lo cual iba aflorando a la superficie como prueba de que carecía de una base firme en que apoyarse como artista.
Dio la casualidad de que un profesor adjunto que trabajaba en el mismo departamento de Kizu no pudo obtener la continuidad en su cargo ni conseguir una plaza fija, por lo que tuvo que trasladarse a otra universidad; entonces el tutor de Kizu invitó a éste a suceder en el cargo al anterior. Como Kizu se había planteado rotundamente que no volvería a hacer carrera como pintor en su país natal -y a esa decisión se había visto forzado, sin duda, a raíz del incidente del "hombrecito"-, aceptó la invitación de su tutor, y volvió a América para establecerse allí. A partir de entonces, y por un período de quince años, Kizu residió en la costa Este, desempeñando sin problemas su cargo docente. Durante su vida académica, había ya tenido ocasión de beneficiarse de varios descansos sabáticos; y cuando de nuevo le llegó el turno, en este caso y por primera vez eligió regresar a Japón. Existía para ello una razón apremiante. Cuatro años atrás, Kizu se había operado de un cáncer de colon. Las pruebas e intervenciones a que tuvo que someterse tras aparecer las primeras sospechas fueron trances insoportables. Y además su hermano mayor, operado ya de la misma enfermedad, dos años antes había sufrido una metástasis que le afectó al hígado, por lo que tuvo que pasar por sucesivas operaciones, muy dolorosas, y falleció al fin.
Por eso Kizu, aunque su estado general no era satisfactorio, rehusó someterse a más pruebas.
En otoño del año anterior, cuando el departamento que dirigía en la universidad celebraba una cena, un famoso especialista en Oncología, allí presente, le dijo que a primera vista lo notaba flojo de salud, y le recomendó hacerse unos análisis. Kizu echó mano de la conciencia resignada que había venido alimentando en sí mismo secretamente, y aceptó que el oncólogo le escribiera una carta de presentación dirigida a un discípulo suyo, que ejercía la profesión en Tokio. Con esas premisas, nada más comenzar su año sabático, Kizu se dirigió a Tokio. A pesar de todo, por más dolencias que el cáncer le trajera, él no se encontraba en absoluto animado a ser otra vez objeto de dolorosas pruebas u operaciones.