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– Creo que yo también he pensado algo en cierto modo parecido a lo que usted ha dicho, profesor. Suele decirse que los niños pequeños son libres, ¿no? Admitiendo que eso sea realmente cierto, basta con que adquieran un poco de conciencia para que ese ser que dos o tres años antes era libre, no pueda ya actuar libremente. Yo, por mi parte, cuando dejé atrás mi infancia, aun en tales circunstancias creo que soñé con esa libertad como algo real que estaba a mi alcance. Y no se trataba de darle vueltas a un concepto.

"Entonces pensé en el caso de Jonás: intenta escapar lejos de Dios, pero no hay para él modo alguno de lograrlo. Eso tiene que aprenderlo a base de sufrimientos que casi lo llevan a la muerte. Todo eso que se relata de que estuvo en el vientre de la ballena y demás… me ha hecho pensar en la peste que haría allí dentro…

En este punto, Kizu no pudo refrenar una sonrisa.

– Pasado todo eso, Jonás se da por vencido y se dispone a hacer lo que Dios le manda. Y una vez que toma esa decisión, él se vuelve obstinado. Y a ese Dios que ha cambiado de planes, le dirige su queja: "El rumbo que habías tomado desde el principio, ¿no tenías que seguirlo hasta el final?" -le reprueba. ¿No es éste precisamente el proceder de alguien que es libre? Aunque tal libertad puede darse únicamente en el supuesto de que Dios existe. Es posible que me equivoque, pero si Dios, por su parte, no da lugar en su mente a que haya alguien con esa libertad para objetarle, ¿no es cierto que esa libertad inmensa y sin restricciones no hay quien pueda asegurarla? Si yo he deseado leer la continuación del Libro de Jonás, ha sido justamente por eso.

Kizu no replicó nada sobre la marcha. Aunque le respondió con una sonrisa significativa, dando a entender que comprendía lo que el joven quería decirle.

Estaba entrando el otoño en Tokio. Cuando Kizu vivía en la residencia de su facultad en Nueva Jersey, había por allí una extensa lengua de agua -aunque solían llamarla "el lago"-, siempre con el agua fangosa y turbia, que en realidad no era más que un canal artificial para hacer allí prácticas de remo en canoa. Desde su orilla opuesta, con cada llegada del otoño venía hasta los oídos de Kizu una voz animal semejante al chirriar de las cigarras. El compañero de habitación de Kizu -un alumno africano de Historia del Arte- aseveraba, sin dar su brazo a torcer, que era el grito de un pájaro salvaje. Ante el apartamento donde ahora vivía Kizu en Tokio, mirando desde la terraza, orientada al Sur, se alzaba un enorme árbol, a una distancia de cinco metros, de la especie llamada ñire u olmo japonés. Con sus amplias hojas blandas y redondeadas, le recordaba a Kizu la línea de arbolado que bordeaba el campus universitario de Nueva Jersey, y por ahí dedujo él que el ñire era una variedad del olmo. Nunca se había detenido a pensar -por cierto- que ese tipo de árbol era etiquetado en Japón como ñire. Pero cuando Ikúo posó desnudo para él la primera vez, al quitarse la ropa interior dirigió su mirada a los remotos edificios que quedaban más allá del árbol, a través del frondoso ramaje de éste, y comentó:

– Ese akadamo nos sirve de mampara, ¿eh? Aunque cuando caiga la hoja no podremos decir lo mismo.

– ¿Akadamo, dices?

– Así oí que lo llamaban en Hokkaido cuando yo correteaba por allí -dijo Ikúo-. La gente lo suele llamar harunire o ñire de primavera, por la época de su floración: un olmo escocés, por otro nombre. Creo que a éste le toca florecer pronto, ¿no? En mi niñez me enseñaron a diferenciar entre esta especie y el auténtico harunire por la época en que florece cada año. Oí decir a mi padre que…

Entretanto el rostro de Ikúo, que hacía pensar en el hocico de un animal carnívoro, por más que trasluciera un tranquilo aire de remembranza, trajo un desvaído recuerdo a la mente de Kizu. Ikúo nunca se había referido antes al hogar donde se había criado, y lo único que había dicho alguna vez era que desde hacía bastante tiempo no mantenía contacto con su familia. La cara del joven era tan obviamente singular que en su infancia debía de haber tenido un encanto muy gracioso, que lo haría ser el personaje más célebre de su casa. Ese niño, al hacerse joven y empezar sus correrías a pie por Hokkaido, y luego por otras regiones, para acabar no regresando al hogar, a la fuerza tuvo que provocar en su familia un sentimiento de pérdida.

Ante el árbol, a propósito del cual le había enseñado Ikúo el nombre de harunire, Kizu empezó a albergar en su interior sensaciones eróticas. Él mismo advirtió el desarrollo insospechado de dichos sentimientos gracias al episodio siguiente:

Una mañana, la mirada de Kizu se vio cautivada por el harunire cercano a su terraza, que ese día agitaba su lujurioso ramaje con una fuerza nunca vista. En esto, sobre una rama desnuda de follaje, vio una pareja de ardillas saltando llenas de vida, que enseguida desaparecieron entre la espesura de las frondas: el desbordante y enérgico poderío que desplegaban se concentraba en la base de sus colas. En el entorno del harunire había otros árboles más bajos, como robles de hoja perenne y de otras variedades, cargados de frutos en forma de bellotas. En el caso de harunire, por más que Kizu miró en torno a la base del tronco -cubierto por una corteza de duros surcos sinuosos- no parecían haber caído frutos al pie del árbol. Como había dicho Ikúo que "a partir de ahora va a florecer", en ese supuesto los frutos vendrían más tarde.

Volviendo a lo anterior, las ardillas que se habían perdido entre el follaje tenían que ir animadas únicamente por el afán de aparearse; y así lo había sabido Kizu directamente por intuición. Pues ante los movimientos exagerados del ramaje motivados por las ardillas, él experimentaba una sensación en lo más íntimo de su vientre que era inequívocamente una incitación. Allí, adentrándose con la mente en la profunda sombra verdosa del harunire, le parecía estar viendo la estrecha zona lumbar de Ikúo, y sus nalgas, con los músculos flexionados suavemente bajo su recia piel. Y le pasó lo que en mucho tiempo no experimentaba: el pene se le puso erecto hasta dolerle.

Kizu se quedó mirando atentamente la copa del árbol, en tanto llegaba a atenuarse y calmarse el proceso desarrollado en su entrepierna. Él se encontraba en la terraza tomando un baño de sol, enteramente desnudo, al amparo del harunire, cuyo follaje cubría un amplio espacio. Eran las nueve de la mañana; el sol empezaba a desplazarse por detrás de las ramitas cimeras del árbol, pero ya Kizu había tomado su baño de sol por más de una hora. Echando previamente un cobertor de la cama en el suelo, se había acostado encima, en forma despatarrada, sus piernas abiertas orientadas a la ventana. Era ésta una nueva costumbre suya, adoptada con la idea de exponer en lo posible al calor de los rayos solares aquellos de sus órganos que debían de estar invadidos por el cáncer. Una idea sentimental, sin duda, pero que tenía visos de ser eficiente.

Hoy, sin embargo, viéndose en esa postura, orientado a la luz del sol, con el bajo vientre expuesto al aire, se le evocaba el recuerdo de un bebé que aguarda, orientado hacia su madre, el cambio de pañales. Y todavía le vino otro pensamiento, aún más cómico: cuando él posiblemente existía dentro de un remoto antepasado, un mono, como gen hereditario; y ese mono -que se superponía con Kizu mismo- exponía su ano al sol como quien presenta un obsequio: tal era la ocurrencia. Puesto a pensarlo, dentro de ese plácido baño de sol ya estaba gestándose un clima de sexualidad…

Entretanto, en la parte umbrosa del harunire, y con mayor cercanía que antes respecto a la terraza, surgió otro movimiento de tinte erótico, mas abiertamente erótico aún que el anterior. Sobre el lienzo entretejido de claroscuros de verdes y delicadas sinuosidades, Kizu alargó un lápiz imaginario, y fue trazando apenas los muslos abiertos de Ikúo y su unión, de los costados a los glúteos, con un ángulo de visión algo elevado y en diagonal desde atrás. De nuevo Kizu sintió vivamente que le brotaba una corriente de sangre cálida desde el abdomen a las ingles, provocándole una fuerte erección en el pene. Con la mano izquierda se echó mano al sexo para sobarlo mientras seguía trazando su esbozo en el aire. Cuando alcanzó la eyaculación, llegó a sus oídos algo como un fuerte suspiro, que era su propia voz clamando:

– ¡Ikúo! ¡Ikúo! ¡Aaah! ¡Ikúo!

De este modo Kizu se fue apercibiendo poco a poco y con toda franqueza de qué cosa estaba él buscando en Ikúo, desde el día en que se lo encontró en la sala de secado del club. Despertada su homosexualidad en el tramo final de la cincuentena, lo que estaba buscando era nada más y nada menos que consumar el acto sexual con este joven, de bello y duro cuerpo. A partir de este día, las sesiones en que Ikúo posaba para él se le convertían a Kizu en algo especial. Sin embargo, no hubo nada nuevo, y los días se sucedían uno tras otro. Cuando se encontraba solo, Kizu no acertaba a concebir cómo hacer realidad concreta sus sueños de cada día. Ikúo por su parte se mantenía insensible a cuanto pasaba por el interior de Kizu, e incluso llegaba a contarle impresiones suyas, que a su interlocutor le resultaban crueles:

– Este estudio de vez en cuando huele como si un soltero de mi edad viviera aquí. Al posar como modelo he enrojecido de vergüenza, pues hace dos o tres días que no me baño en el furo; y a la piscina, como he tenido una tregua de descanso, tampoco voy.

Kizu pudo arreglárselas para no enrojecer de vergüenza; pero, acordándose de que estaba retomando la costumbre de masturbarse después de años de no hacerlo, se sintió confundido. Y en estas circunstancias le dijo a Ikúo, por no callar, algo que no era interpretable como un cumplido:

– Un artista, mientras practica su creación, dicen que se rejuvenece. Ya se ve que es así.

Ese día desde por la mañana se oscureció el cielo, como si el sol hubiera llegado a su ocaso, y soplaba el frío viento del Norte. Kizu seguía por su propia cuenta con la peculiar "higiene terapéutica" para combatir el cáncer que había iniciado desde mediados de julio, o por mejor decir: los baños de sol -la denominación misma, de aire tan anticuado, "higiene terapéutica" le provocaba un sobresalto a Kizu-; pero ese día no había lugar a tales baños. Con la frente apoyada en la frialdad de la puerta de cristal que daba acceso a la tenaza, Kizu miraba al harunire, cuyas frondas sacudía el fuerte viento. Las hojas, en la medida en que podían verse, aparecían secas y sin brillo, y algunas que volvía el viento mostraban su envés blancuzco y aún más seco. Hasta el momento le habían llamado la atención unas pocas hojas amarillentas, pero solía ser porque las ardillas o el viento hubieran roto allí las ramitas, pero ahora se fijó en que había numerosas ramas en en que la mitad de sus hojas se había vuelto de un amarillo limón. Kizu pasó así el tiempo ese día hasta más tarde de las doce, en un estado de ánimo alterado, incapaz de tranquilizarse. Ikúo, que tenía que haber ido durante la mañana, no apareció. El lunes de dos semanas atrás, que ya había sido prefijado para una sesión de pintura, Ikúo llamó por teléfono diciendo que se tomaría ese día de descanso como modelo. El jueves siguiente también faltó, esta vez sin previo aviso. Y la semana anterior también se tomó vacaciones por el mismo procedimiento los dos días convenidos. Por fin, ese día, Kizu llamó por teléfono al club de atletismo. Le respondieron que no había tal cosa como ausencia por enfermedad, ya que en ese mismo momento Ikúo se hallaba actuando como monitor en una clase de nadadores aficionados. Kizu rogó que le comunicaran simplemente que él había llamado. Sería el jueves de esa misma semana, en una mañana clara, cuando Ikúo se le iba a presentar por fin en la puerta.

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