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Pues bien: a medida que Ikúo le hacía preguntas, Kizu le iba mostrando el material prometido, y le hablaba de todo lo que había investigado sobre el Libro de Jonás con ocasión de haber ilustrado aquella serie de relatos infantiles centrada en el Antiguo Testamento.

– Éstas son las notas que tomé de un libro de J. M. Meyers, a partir de su traducción japonesa -explicó Kizu-. Nínive era la capital de Asiria, una gran ciudad, aunque lo que ahí se dice de que "recorrerla por fuera dándole una vuelta alrededor llevaba tres días" es una exageración. Su población se estima que era de 174.000 habitantes; y, a propósito, esa frase de que "más de 120.000 eran: seres incapaces de distinguir su derecha de su izquierda, e incontables cabezas de ganado además", la entiendo así: dejando aparte las cabezas de ganado, el foco de atención está puesto en los niños. Tal vez para un especialista en el tema, esto no signifique nada, pero lo que viene a decir el texto es que Dios se compadece especialmente de los niños y del ganado: los inocentes, así como suena. Pues quienes cometen pecados son las personas adultas.

"Y hay algo más: la condición de paganos de los ciudadanos de Nínive. Siendo tal el caso, el hecho de que Dios se retrajera de acarrear la ruina sobre los ninivitas se debe ni más ni menos a que, a pesar de ser ellos paganos, se arrepintieron de corazón ante la palabra de Dios predicada por Jonás. Meyers escribe que para los altivos israelitas esto debió de suponer un fuerte trauma, ya que se tenían creído que eran el pueblo elegido de Dios. Israel fue obstinado; y los ninivitas, dóciles.

"Jonás, para escapar de Dios, monta en un barco que parte de Joppe con destino a Tarsis, seguramente a un puerto de Cerdeña donde había una gran fundición: como punto de destino para un barco que zarpaba de Palestina, era en aquellos tiempos un lugar muy remoto. Se cuenta que Jonás se embarcó en una nave que transportaba hierro y objetos de hierro. Ese Jonás que iba huyendo albergaba en su interior la idea de que el poder divino tenía que limitarse al territorio de Israel. Todo eso dice. Y parece tener sentido, ¿verdad? El barco es alcanzado por la tormenta, y Jonás es el único allí que sigue impertérrito, hasta el punto de que el capitán se extraña: "¿Cómo es que puedes dormir?", le pregunta. Este hombre, como pagano que es, no va a entenderlo, pero en la mente de Jonás está la convicción de que más temible que la tempestad es la ira de Dios, de la que ha logrado escapar y ponerse a salvo; por eso es tan natural que él pueda dormir.

"Luego viene el relato de cómo Jonás es arrojado al mar, cómo llega al vientre de la ballena, y cómo por fin arriba a Nínive. Allí tiene que explicar la ira de Dios, pero a fin de cuentas, según comenta Meyers en una nota: "Jonás deseaba en su interior que Dios y su amor de salvación se limitaran su pueblo exclusivamente. Jonás pensaba que él era un fracasado había convertido en motivo de irrisión para la gente".

– La observación sobre los niños es muy interesante, ¿verdad? -exclamó Ikúo con extrañeza, como si estuviera viendo visiones. Y el recuerdo de estas mismas palabras, al ser pronunciadas el primer día, quedó grabado hondamente en la memoria de Kizu-. Y aunque sea apartarnos de su tema, profesor, eso de destruir enteramente la ciudad de Nínive, con tal multitud de niños y de ganado incluidos en ella, debía de ser algo escalofriante, ¿no cree? Considerando que se trata de la época de Jonás, equivaldría ahora a la destrucción de una urbe del tamaño de Tokio, ¿no?

Sin embargo, no siguieron desarrollando más este tema. Kizu no se vio motivado a compartir la emoción del joven imaginando que Tokio, con niños y cabezas de ganado incluidos, aparte naturalmente de los adultos, fuera a sufrir una total destrucción. En parte porque, después de hablar sobre aquella obra que comentaba el Libro de Jonás, él no alcanzaba a responder a la pregunta que Ikúo le había hecho en la Sala de Secado, a saber: si el Libro de Jonás, tal como ahora se conserva en la Biblia, es un texto truncado, o está completo.

Ikúo entonces, al percatarse sagazmente de la turbación de Kizu, se aprestó a cambiar de tema sin reparo alguno, dejando de lado el Libro de Jonás. Al punto se dio una vuelta por la zona de taller que Kizu había establecido en su vivienda, y donde estaban expuestos los dibujos y óleos que éste había hecho al retomar su labor creativa, tras su regreso a Tokio. Ikúo manifestó su satisfacción al comprobar que el estilo de las obras de Kizu se correspondía cabalmente con la maravillosa sensación experimentada al ver aquel libro de dibujos bíblicos. Añadió, sin embargo, que, al ver obras originales, el color era aún más brillante, y que le recordaba el color de la pintura costumbrista contemporánea de América; observaciones que -para Kizu- precisamente daban en el blanco. Con ocasión de esto la charla derivó hacia una propuesta de Ikúo: si Kizu necesitaba un modelo para pintar, y concretamente para pintar el desnudo masculino, podía contratarlo a él; lo cual sería muy gratificante, ya que mientras él mismo posaba podía aprender mucho de la conversación del profesor, y así sería posible "matar dos pájaros de un tiro", y todo eso.

Una vez que acordaron este plan, Kizu acompañó a Ikúo a la puerta, y enseguida pensó que el joven había venido con la idea preconcebida de antemano de hacerle aquella propuesta de posar, ahora ya aceptada. Con todo y con eso, Kizu descubrió que volvía a aflorar a su propia cara la misma sonrisa que antes experimentara, cuando salía de la Sala de Secado.

Ese fin de semana, Kizu se despertó temprano una mañana, cuando aún estaba oscuro. En esto, tuvo ocasión de apercibirse de su propia postura en la cama. Ante el temor de que posiblemente el cáncer le hubiera invadido el hígado, solía dormir echándose sobre el costado izquierdo, con el brazo como almohada; una postura que tenía cierta base en el ámbito de su memoria remota: era la imagen que conservaba de sí mismo a los diecisiete o dieciocho años, echado sobre la ladera de una colina, en un valle de aquellos bosques por donde había nacido y se había criado. Hasta el presente esa imagen suya se le venía representando a veces en sus sueños, ante los cuales Kizu se sentía como quien ve visiones: siempre dibujándose con una gran sensación de realidad -por la riqueza del color- esa postura suya que él asumía como de "su eterno presente". Y en este momento del amanecer, en el sueño inmediatamente previo al despertar, Kizu se encontraba pues de vuelta en "su eterno presente".

Kizu se hallaba en una edad en que, por usar la expresión americana, su cabeza tenía aspecto de 'salt and pepper' o 'pelo entrecano' y corto, en tanto que la imagen que él se hacía de sí mismo era la de un joven de diecisiete o dieciocho años. Pues al tomarse mentalmente el pulso advertía que su ritmo emocional no había cambiado gran cosa desde la época en que tenía los diecisiete o los dieciocho. Aunque era consciente, con toda la crudeza del caso, de que se daba en él la grotesca confluencia de un hombre en el último tramo de la década de su cincuentena con la inquietud de espíritu de un muchacho a los diecisiete o dieciocho años. Kizu se imaginaba el episodio narrado en el canto trece de la Divina Comedia, correspondiente al infierno: donde un alma que acaba de entrar en la antesala de la vejez agarra su propio cuerpo, adolescente, y lo cuelga de unas zarzas.

A partir de la semana siguiente, Kizu acometió la obra de varios cuadros seriados, cuya concepción aún tenía imprecisa, e Ikúo le ayudó asumiendo el papel de modelo, que era clave para la serie. Cuando en realidad estaba aplicado a su dibujo, Kizu adoptó la táctica que solía usar en sus clases: hablar mientras ejercía su tarea; en parte también influenciado por lo que Ikúo había dicho el primer día que fue a su apartamento. Aunque, por cierto, en los seminarios de las universidades americanas, si un profesor en ejercicio se pasaba de la raya hablando, en las evaluaciones al final del período lectivo recibía un tratamiento severo por parte de algunos alumnos. Kizu solía responder a las cuestiones que Ikúo le hacía espontáneamente mientras posaba, a veces dejando pendiente la respuesta para darla la se* mana siguiente, tras dedicarle la reflexión oportuna. Kizu guardaba un vivido recuerdo de la época inicial de esas preguntas y respuestas:

– La semana pasada me preguntaste en qué consiste la libertad personal, ¿te acuerdas? Puesto a pensarlo, me he dado cuenta de que a mí también, desde joven, me ha atormentado esa cuestión. Es decir: ¿qué es para mí una persona libre? El tema me ha dado que pensar. Me viene a la mente una anécdota relativa a cierto pintor, que leí no sé cuándo.

"Para decirte cómo interpreto el asunto, tengo que recurrir a otra cita, pero esta vez no se trata de que me haya leído un libro entero, sino que es una frase escuchada a un compañero que enseña filosofía, así que tengo que recurrir a fuentes secundarias. El círculo que existe en la naturaleza y el círculo que existe en la mente de Dios son la misma cosa; sólo que se manifiestan de forma distinta, al estar revestidos de distinto aspecto. Así es, pues.

"La anécdota tuvo lugar en la época del Renacimiento, cuando cierto pintor fue requerido por un personaje encargado de elegir a alguien que fuera capaz de pintar al fresco un gran mural (en mi juventud, yo estaba fascinado por dicho artista). Se le pidió que presentara una obra capaz de testimoniar su arte. Entonces el pintor dibujó un círculo y lo envió. Es una famosa anécdota.

"Un pintor dibuja a lápiz un círculo sobre el papel. Ese círculo coincide a la perfección con el círculo que Dios ha concebido en su mente. La persona que tiene en su mano conseguir eso, es una persona totalmente libre. Como camino para llegar a esa tal libertad, el artista tiene que ejercitarse, acumulando arte sobre arte. Puesto a pensarlo, parece que el trabajo soñado como el gran quehacer de mi vida se me manifiesta al fin. Me refiero a cosas de mi juventud.

Ikúo seguía posando, sin mover para nada su cuerpo, ni siquiera la expresión facial. Su cara precisamente estaba seria, y le recordaba a Kizu la imagen creada por Blake del joven Los, a quien se comparaba con el sol. Kizu captaba la impresión de que Ikúo al desnudo llevaba sobre sí las sombras propias de un grabado a color en madera de Blake, y la impresión también de que él mismo con su lápiz Conté iba dispersando esas sombras. Ikúo miraba fijamente al espacio vacío que tenía ante sí, y su capacidad de atención la había volcado en sus propias orejas; así es como lo captaba Kizu. Encontrándose Ikúo guardando silencio de ese modo, aprovechó el siguiente momento de descanso para decir:

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