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– Lo mismo que decía yo. En este libro hay cosas estupendas. La respuesta es el pandit Jawaharlal Nehru.

– Lo que estaba yo a punto de decir.

– Pues ahora va otra. Pregunta número cuarenta y ocho. ¿Quién es el tercer hindú moderno más importante?

– Deja el libro en paz, papá. Ya lo leeré yo sólita.

– Eso es una chica sensata. Sahib, es la clase de libro que tendrían que dar a los niños en el colegio, y hacerles aprender de memoria. Ganesh tragó un bocado.

– Y también a los mayores.

Ramlogan pasó unas cuantas páginas más. De repente se borró la sonrisa de su rostro.

– ¿Quién es ese tal Beharry al que le regalas el libro? Ganesh comprendió que se avecinaban problemas.

– Si le conoces, hombre. Es un hombrecillo muy delgado, como una cerilla. Su mujer no para de darle la lata. Le conociste el día que viniste a Fuente Grove.

– No es un hombre de estudios, ¿no? Es tendero, como yo, ¿no? Ganesh se echó a reír.

– Pero no tiene nada de tendero. Es Beharry quien empezó a hacerme preguntas y quien me dio la idea para el libro.

Ramlogan dejó 101 preguntas y respuestas sobre la religión hindú sobre la mesa, se levantó y miró con tristeza a Ganesh.

– O sea, sahib, o sea que le regalas el libro a ese hombre en lugar de a tu suegro, el hombre que te ayudó a quemar a tu padre y todo lo demás. Es lo menos que podías hacer por mí, sahib.

¿Quién te ayudó al principio? ¿Quién te regaló la casa de Fuente Grove? ¿Quién te dio el dinero para el Instituto?

– El siguiente libro será tuyo. También he pensado en la dedicatoria.

– No te preocupes por la dedicatoria ni la educatoria. Esperaba ver mi nombre en tu primer libro, nada más. Tenía derecho a esperar una cosa así, ¿no, sahib? Ahora, cuando la gente vea el libro, va a decir: "¿Con la hija de quién se casó el autor?" ¿Es que se lo va a decir el libro?

– El siguiente libro es para ti.

Ganesh rebañó a toda prisa el plato con los dedos.

– A ver, contéstame, sahib. ¿Se lo va a decir el libro? Sahib, estás arrastrando mi nombre por el barro.

Ganesh fue hasta la ventana para hacer gárgaras.

– ¿Quién te defiende siempre, sahib? Cuando todos se ríen de ti, ¿quién te protege? Ah, sahib, qué desilusión. Te doy a mi hija, te doy mi dinero, y tú ni siquiera me quieres dar tu libro.

– Vamos, tranquilo, papá -dijo Léela. Ramlogan estaba llorando a moco tendido.

– ¿Cómo voy a estar tranquilo? A ver, dime: ¿cómo voy a estar tranquilo? No es como si me hiciera algo un desconocido. No, mira, Ganesh, de verdad te lo digo: hoy me has hecho mucho daño. Tal que si coges un cuchillo grande, lo afilas y me lo clavas en el corazón con las dos manos. Léela, me traigas el machete de la cocina.

– ¡Papá! -chilló Léela.

– Que me traigas el machete, Léela -dijo Ramlogan sollozando.

– ¿Qué vas a hacer, Ramlogan? -gritó Ganesh. Sollozando, Léela llevó el machete. Ramlogan lo cogió y lo miró.

– Coge este machete, Ganesh. Vamos, cógelo. Cógelo y acaba de una vez. Dame veinticinco machetazos, y cada vez que me pegues un corte piensa que es tu propia alma lo que estás cortando.

Léela volvió a chillar.

– ¡Papá, no llores! ¡Papá, no digas eso! ¡No seas así, papá!

– No, Ganesh. Vamos, córtame en pedazos.

– ¡Papá!

– A ver, chica, ¿por qué no debo llorar? ¿Cómo? Este hombre me roba y yo no digo nada. Te manda a casa y ni siquiera escribe dos letras para saber si estás viva o muerta, y yo no digo nada. ¡Pero nada de nada! Es lo único que consigo yo en este mundo. La gente va a ver el libro y a decir: "¿Con la hija de quién se casó el autor?" Y el libro no se lo va a decir.

Ganesh dejó el machete bajo la mesa.

– ¡Ramlogan! Es sólo el principio, Ramlogan. El siguiente libro…

– Ni hablarme. Ni dirigirme la palabra. No digas nada más. Me has desilusionado. Te llevas a tu mujer. Te la llevas a casa. Cógela, vete a casa y no vuelvas nunca.

– Pues muy bien. Si eso es lo que quieres… Vamos, Léela, vamonos. Recoge tu ropa. Me voy de tu casa, Ramlogan. Acuérdate: eres tú quien me echa. Pero mira. Aquí, en la mesa. Te dejo este libro. Lo firmo. Y el siguiente…

– Vete -dijo Ramlogan.

Se sentó en la hamaca, apoyó la cabeza entre las manos y sollozó en silencio.

Ganesh esperó a Léela en la carretera.

– ¡Comerciante! -murmuró-. ¡Maldito comerciante de casta baja!

Cuando Léela salió con su maletita, regalo de los cupones de cigarrillos Anchor, Ganesh dijo:

– ¿Cómo es posible que tu padre sea como una mujer, eh?

– No empieces otra vez, hombre.

Beharry y la mooma de Suruj fueron aquella noche, y cuanto Léela y la mooma de Suruj se vieron se echaron a llorar.

– ¡Ha escrito el libro! -gimió la mooma de Suruj.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé! -asintió Léela, con un gemido aún más agudo, y la mooma de Suruj la abrazó.

– Lo de que tú tengas tu cultura es igual. No debes dejarle. Yo nunca dejaría al poopa de Suruj, y eso que llegué hasta tercer grado.

– ¡No! ¡No!

Una vez acabado aquello, fueron a la tienda de Beharry a cenar. Después, mientras las mujeres fregaban los platos, Beharry y Ganesh discutieron sobre la mejor manera de distribuir el libro.

– Dame algunos -dijo Beharry-. Los pondré en la tienda.

– Pero Fuente Grove es un sitio muy pequeño. Aquí nunca viene nadie.

– Si no hace ningún bien, tampoco hará ningún mal.

– Tenemos que pintar unos carteles y mandarlos a Río Claro, Princes Town, San Fernando y Puerto España.

– ¿Programas?

– No, hombre. Estamos hablando de un libro, no de una obra de teatro.

Beharry sonrió débilmente.

– No, si sólo era una idea. En realidad, de la mooma de Suruj. Pero sí que tenemos que poner un anuncio en The Sentinel. Con un cupón para rellenar, cortar y enviar.

– Como las revistas de América. Esa sí que es buena idea.

– Ah, y una cosa que le tiene preocupada a la mooma de Suruj. ¿Le has dicho al impresor de guardar el molde?

– Pues claro, hombre. Conozco el asunto, ¿sabes?

– Es que la mooma de Suruj estaba preocupada de verdad.

Tanto se entusiasmaron que Ganesh empezó a pensar si no debería haber imprimido dos mil ejemplares. Beharry dijo que se imaginaba a toda Trinidad corriendo como locos a Fuente Grove para llevarse un ejemplar, y Ganesh dijo que no le parecía una idea descabellada. Tan animados estaban que fijaron el precio del libro en cuarenta y ocho centavos, no en treinta y seis como habían pensado al principio.

– Trescientos dólares de beneficio -dijo Beharry.

– No pronuncies esa palabra -replicó Ganesh, pensando en Ramlogan.

Beharry sacó un grueso libro de contabilidad de un estante bajo el mostrador.

– Te va a hacer falta esto. La mooma de Suruj me obligó a comprarlo hace unos años, pero yo sólo tengo usada la primera página. Con esto puedes saber lo que compras y lo que vendes.

Al poco tiempo apareció en The Trinidad Sentinel un anuncio de ocho centímetros sobre el libro, con un cupón para rellenar, lleno de líneas de puntos, porque Ganesh se empeñó en ello. The Sentinel dedicó al librillo una recensión de ocho centímetros.

Ganesh y Beharry avisaron y sobornaron a los de Correos, y se quedaron a la espera de la oleada de peticiones.

Al cabo de una semana, sólo habían enviado un cupón relleno. Pero el remitente adjuntaba una carta en la que solicitaba un ejemplar gratis.

– Tira eso -dijo Beharry.

– Así es Trinidad -dijo Ganesh.

Las librerías e incluso las tiendas normales se negaron a distribuir el libro. Algunas pidieron una comisión de hasta el quince por ciento por cada ejemplar, y Ganesh no accedió a semejante cosa.

– Es en lo único que piensan: el dinero, el dinero -le dijo a Beharry con amargura.

Unos cuantos vendedores ambulantes de San Fernando aceptaron los libros y Ganesh hizo muchos viajes hasta allí para ver cómo iban las ventas. No iban demasiado bien, y se dio grandes paseos por San Fernando con el libro en el bolsillo de la camisa para que todo el mundo viera el título, y siempre que iba a un café o en autobús lo sacaba y lo leía, absorto, moviendo la cabeza y frotándose la barbilla cuando se topaba con una pregunta y una respuesta que le complacían especialmente.

No sirvió de nada.

Léela estaba tan apenada como él. "No te preocupes, hombre", decía. "Ten en cuenta que Trinidad está llena de gente como Soomintra."

Un día, la Gran Eructadora fue a Fuente Grove con un chico alto y delgado. El chico llevaba un traje de tres piezas y sombrero y se quedó en el patio a la sombra del mango mientras la Gran Eructadora se explicaba.

– Me he enterado de lo del libro -dijo efusivamente-, y me he traído a Bissoon. Tiene mano para vender.

– Sólo cosas impresas -dijo Bissoon, subiendo la escalera hasta la galería.

Ganesh vio que Bissoon no era un chico, sino un hombre de edad, y también que, aunque llevaba un traje de tres piezas, sombrero, cuello duro y corbata, no llevaba zapatos.

– Es que no me dejan andar -dijo.

Bissoon aclaró enseguida que, aunque se había tomado muchas molestias para ir a Fuente Grove, él no suplicaba. Cuando entró en el cuarto de estar no se quitó el sombrero, y de vez en cuando se levantaba de la silla y escupía por la ventana abierta, dibujando un arco bien definido. Puso las piernas encima de un brazo de la silla, y Ganesh le observó mientras jugueteaba con los dedos de los pies, desprendiendo polvillo sobre el suelo.

La Gran Eructadora y Ganesh miraron a Bissoon, muy respetuosos por su mano para vender.

Bissoon se limpió los dientes con la lengua, ruidosamente.

– A ver, el libro. -Chasqueó los dedos-. El libro, hombre. Ganesh dijo:

– El libro, sí.

Y le gritó a Léela que trajera el libro del dormitorio, donde guardaban todos los ejemplares por razones de seguridad.

– ¿Qué haces aquí, Bissoon?

Bissoon perdió el aplomo unos momentos al volverse y ver a Léela.

– Ah, eres tú, Léela. La hija de Ramlogan. ¿Cómo está tu padre, chica?

– Bien haces en preguntar. A papá no se le quitas de la cabeza, por lo de todos esos libros que le vendiste, que él no quería comprar.

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