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– No estuvo bien, pero Ramlogan se lo tiene merecido. Cuando un hombre se pone a ocupar el puesto de una mujer, a arreglar matrimonios, se lo está buscando.

– Pero ahora me tengo que ir de aquí. ¿Conoces Fuente Grove? Ramlogan tiene una casa allí, y me la da.

– ¿Pero qué vas a hacer en un poblacho dejado de la mano de Dios como ese? El único trabajo allí son las plantaciones de azúcar.

– No es eso lo que yo quiero hacer. -Ganesh guardó silencio, y después añadió, dubitativo-: Estoy pensando en dedicarme a lo de sanador.

Su tía se rió tanto que tuvo que eructar.

– Con estos gases, hijo, y encima… ¿Es que me quieres matar o qué? ¡Sanar a la gente! ¿Qué sabes tú de eso?

– Papá era un sanador bien bueno y yo sé todo lo que él sabía.

– Pero para esas cosas hay que tener mano. ¿Te imaginas lo que puede pasar si de repente todo el mundo se pone a decir: "Pues mira, que estoy pensando en dedicarme a lo de sanador"? En Trinidad hay tantos que como no se sanen los unos a los otros, ya me dirás tú.

– Creo que tengo mano. Como Rey Jorge.

– La mano que ella tiene no es de esas. Es que ella nació así. Ganesh le contó lo del pie de Léela. Su tía torció el gesto.

– No, si no me parece mal. Pero un hombre como tú debería hacer otra cosa. Cosas de libros, mira.

– También voy a hacer eso. -Y otra vez se le escapó-. Estoy pensando en escribir libros.

– Buena cosa. Los libros dan dinero, ¿sabes? Supongo que el que escribió el Almanaque del granjero de Macdonald se estará forrando. ¿Por qué no intentas algo como El libro del destino de Napoleón? Para mí que se te daría bien.

– ¿Y la gente va a comprar eso?

– Es justo lo que necesita Trinidad, hijo. Fíjate en todos los indios que hay en las ciudades. Y sin pandit ni nada. ¿Cómo van a saber lo que tienen que hacer y dejar de hacer, cuándo y cómo? Se lo tienen que imaginar.

Ganesh se quedó pensativo.

– Sí, es lo que voy a hacer yo. Un poco de sanar y otro poco de escribir.

– Conozco yo a un chico que te vende cualquier cosa que escribes, vamos, como rosquillas, por toda Trinidad. Por ejemplo: vendes el libro a dos chelines, cuarenta y ocho centavos. Al chico le das seis centavos por libro. O sea, imprimes cuarenta o cincuenta mil…

– Pues unos dos mil dólares, pero… ¡Oye, que todavía no he escrito el libro!

– Ya lo sé, hijo. En cuanto te pongas a ello, ya verás cómo escribes unos libros bien bonitos. Y eructó.

En cuanto Léela se fue a vivir con Ganesh y el último invitado hubo abandonado la aldea, Ramlogan le declaró la guerra a Ganesh, y aquella misma noche pasó por todo Fourways dando alaridos, proclamando: "¡Ver cómo me ha robado! Yo, que tengo a mi mujer muerta, sin hijas ni nada, un pobre viudo! ¡Ver cómo se le olvida lo que he hecho por él! Se le olvida lo que le he dado, que le ayudé a quemar a su padre, se le olvida que le he ayudado. Y ahora, ver cómo me roba. Ver cómo me pone en vergüenza. Mirarme, que Dios me ayude, si no voy a por ese hijo de perra ahora mismo."

Ganesh le ordenó a Léela que cerrase puertas y ventanas a cal y canto y apagara las luces. Cogió uno de los bastones de su padre y se plantó en el centro del salón.

Léela se echó a llorar.

– ¡A mi propio padre le quieres dar de bastonazos!

Ganesh oyó a Ramlogan gritando en la carretera:

– ¡Ganesh, mamón, conque quieres mi hacienda, ¿eh?! ¡Pues te la llevarás, pero con los pies por delante! Ganesh dijo:

– Léela, en el dormitorio hay un cuadernillo. Me lo traes. Y un lapicero en el cajón de la mesa. Ve y me traes eso también.

Léela llevó el cuaderno y el lápiz, y Ganesh escribió: Llevarme su hacienda con los pies por delante. Debajo escribió la fecha. No tenía ninguna razón especial para hacer semejante cosa, pero estaba asustado y pensó que algo tenía que hacer.

Léela chilló:

– ¡Le estás haciendo magia a mi padre! Ganesh dijo:

– Léela, ¿por qué estás asustada? No nos vamos a quedar aquí mucho tiempo. Dentro de unos días nos vamos a Fuente Grove. Tú no tengas miedo de nada.

Léela siguió gritando y Ganesh se quitó el cinturón y le pegó. Ella gritó:

– ¡Ay, Dios, ay, Dios mío! ¡Que me mata hoy mismo!

Fue su primera paliza, un formalismo, sin ira por parte de Ganesh ni rencor por parte de Léela, y aunque no formaba parte de la ceremonia de la boda propiamente dicha, significaba mucho para los dos. Significaba que habían crecido y eran independientes. Ganesh ya era un hombre; Léela, una esposa tan privilegiada como cualquier otra mujer adulta. También ella podría contar detalles sobre las palizas de su marido, y cuando volviera a casa podría parecer triste y taciturna, como debía parecer toda mujer.

Fue un momento único.

Léela lloró un ratito y dijo:

– Me estoy empezando a preocupar por papá, hombre.

Otro comienzo: ella le había llamado "hombre". Ya no cabía duda: eran adultos. Tres días antes, Ganesh era poco más que un muchacho, nervioso y apocado. De repente había perdido tales características, y pensó: "Mi padre tenía razón. Tendría que haberme casado antes."

Léela dijo:

– Mira, me estoy empezando a preocupar de verdad por papá. Esta noche no te va a hacer nada. Gritará un montón y se irá, pero no te va a olvidar. Una vez le vi dar zurriagazos a un hombre en Penal.

Oyeron a Ramlogan gritando en la carretera:

– ¡Ganesh, te lo advierto por última vez! Léela dijo:

– Mira, tienes que hacer algo para calmar a papá, hombre. Si no, no sé yo…

Ramlogan había enronquecido de tanto gritar:

– ¡Ganesh, esta noche voy a afilar un machete para ti! Te voy a mandar al hospital, y yo iré a la cárcel, lo tengo decidido. Ten cuidado: te estoy avisando.

Y a continuación, como había previsto Léela, se marchó.

A la mañana siguiente, después de que Ganesh hubo hecho puja y tomado la primera comida que Léela le preparaba, dijo:

– Léela, ¿tienes alguna fotografía de tu padre? Estaba sentada a la mesa de la cocina, limpiando arroz para la comida del mediodía.

– ¿Para qué la quieres? -preguntó preocupada.

– Te olvidas de quién eres, chica. ¿Es que eres policía, para hacerme preguntas a mí? ¿Es una foto vieja? Léela lloró sobre el arroz.

– Pues no tan vieja. Hace dos o tres años papá fue a San Fernando y Chong hizo una foto a papá él solo y otra a papá, Soomintra y yo. Justo antes de casarse Soomintra. Eran unas fotos muy bonitas, con pinturas y plantas delante.

– Sólo quiero una foto de tu padre. Lo que no quiero es que llores.

La siguió hasta el dormitorio, y mientras se ponía la ropa de ciudad -pantalones caqui, camisa azul, sombrero marrón, zapatos marrones- Léela sacó su maleta, regalo de los cupones de los cigarrillos Anchor, de debajo de la cama y buscó la fotografía.

– Dámela -dijo Ganesh, y se la quitó-. Con esto le arreglo yo las cuentas a tu padre.

Léela corrió tras él hasta la escalera.

– ¿Pero adonde vas?

– Mira, Léela, para ser una chica que no lleva casada ni tres días, eres muy descarada.

Ganesh tenía que pasar por delante de la tienda de Ramlogan. Puso buen cuidado en balancear el bastón de su padre, y actuó como si la tienda no existiera.

Y, sin duda, oyó a Ramlogan gritando:

– ¡Ganesh! Conque haciéndote el hombrecito esta mañana, ¿eh? Moviendo el bastón y todo, como si fueras un maestro. Pues mira, chico, cuando vaya a por ti, te va a faltar tiempo para salir corriendo.

Ganesh pasó sin decir palabra.

Léela confesó más tarde que había ido a la tienda aquella mañana para avisar a Ramlogan. Le encontró encaramado en el taburete, hundido.

– Papá, te tengo que contar una cosa.

– Yo no tengo nada que ver ni contigo ni con tu marido. Sólo quiero que le des un recado. Le dices de mi parte que Ramlogan dice que sólo se va a llevar mi hacienda con los pies por delante.

– Anoche escribió eso en un cuaderno. Y esta mañana, va y me pide una foto tuya, y la tiene.

Ramlogan se deslizó, prácticamente se cayó, del taburete.

– ¡Ay, Dios mío, ay, Dios mío! No sabía que fuera esa clase de hombre. Parece tan tranquilo… -Se puso a pasear con fuertes pisadas tras el mostrador-. ¡Ay, Dios mío! ¿Qué le he hecho yo a tu marido para que me persiga de esta manera? ¿Qué va a hacer con la foto?

Léela sollozaba.

Ramlogan miró la vitrina del mostrador.

– Todo esto lo hice por él. Yo no quería una vitrina en mi tienda, Léela.

– No, papá, tú no querías una vitrina en la tienda.

– Fue por él por quien compré la vitrina. ¡Ay, Dios mío! Léela, sólo hay una cosa que puede hacer con la foto. Magia y obeah, Léela.

En su agitación, Ramlogan se tiraba del pelo, se daba palmadas en el pecho y el vientre y golpeaba el mostrador.

– Y encima quiere más cosas.

La voz de Ramlogan vibraba de auténtica angustia.

Léela chilló:

– ¿Qué le vas a hacer a mi marido, papá? Sólo hace tres días que me casé con él.

– Soomintra, la pobrecita Soomintra, ella me lo dijo cuando íbamos a hacernos las fotos. "Papá, creo que no deberíamos hacernos fotos." ¡Ay, Dios mío, ay, Dios mío! Léela, ¿por qué no haría caso a la pobrecita Soomintra?

Ramlogan pasó una mano mugrienta por el trozo de papel de estraza de la vitrina y se secó las lágrimas de un manotazo.

– Y anoche me pegó, papá.

– Ven aquí, hija. Ven, Léela. -Se inclinó sobre el mostrador y apoyó las manos sobre los hombros de Léela-. Es tu destino, Léela. También es mi destino. No podemos luchar contra él, Léela.

– ¿Qué le vas a hacer, papá? -gimió Léela-. Es mi marido, tienes que entenderlo.

Ramlogan retiró las manos y se enjugó los ojos. Golpeó el mostrador hasta que la vitrina tembló.

– A eso le llaman educación hoy día. Enseñan una nueva asignatura. El robo.

Léela soltó otro grito.

– ¡Ese hombre es mi marido, papá!

Horas más tarde, cuando Ganesh volvió a Fourways, se sorprendió al oír gritar a Ramlogan:

– ¡Ah, sahib! ¿Qué pasa? ¿Aquí al lado de mi tienda y no me dices nada? Se van a pensar que estamos enfadados.

Ganesh vio a Ramlogan con una sonrisa de oreja a oreja tras el mostrador.

– ¿Qué quieres que te diga si tienes un machete afilado debajo del mostrador, eh?

– ¿Un machete? ¿Un machete afilado? Estás de broma, sahib. Venga, hombre, sahib, ven a sentarte un rato. Venga, vamos a echar una charla. Como en los viejos tiempos, ¿eh, sahib?

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