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Después guardaban silencio, Ramlogan por respeto hacia el difunto, Ganesh porque no sabía qué debía decir, y así acababa la conversación.

– Me gustan estas charletas que tenemos, sahib -decía Ramlogan mientras acompañaba a Ganesh hasta la puerta-. Yo no tengo estudios, pero me gusta escuchar a las personas que sí tienen, con sus ideas. Bueno, sahib, ¿por qué no te vuelves a pasar por aquí algún día? ¿Mañana, por ejemplo?

Más adelante, Ramlogan solucionaba el problema de la conversación fingiendo que no sabía leer para que Ganesh le leyera los periódicos, y prestaba atención, con los codos sobre el mostrador, las manos en el grasiento pelo, los ojos desbordados de lágrimas.

– Esto de leer es una cosa estupenda, estupenda, sahib -dijo Ramlogan en una ocasión-. Fíjate. Tú coges este periódico que para mí es una hoja sucia llena de garabatos negros -soltó una risita, burlándose de sí mismo-, lo coges y ¡anda!, en menos que canta un gallo te oigo leyéndolo y enterándote de lo que dice. Una cosa estupenda de verdad, sahib.

Otro día dijo:

– Lees divinamente, sahib. Es que podría escucharte con los ojos cerrados. ¿Sabes lo que me dijo Léela anoche, cuando cerré la tienda? Me dice: "¿Quién es el hombre que hablaba esta mañana en la tienda, papá? Es que parece como lo de la radio que oigo de San Fernando." Yo le digo, digo: "Niña, que lo que estabas oyendo no era la radio. Era Ganesh Ramsumair. El pandit Ganesh Ramsumair", eso le dije.

– Vamos, no me tomes el pelo.

– Ah, sahib. ¿Por qué iba yo a tomarte el pelo? ¿Viene Léela y se lo preguntas directamente a ella?

Ganesh oyó una risita tras las cortinas de encaje. Miró al suelo, lleno de paquetes de cigarrillos vacíos y bolsas de papel:

– Quia, quia. Deja en paz a la chica.

Una semana más tarde, Ramlogan le dijo a Ganesh:

– Léela tiene algo en el pie, sahib. Digo yo que si no te importaría echarle un vistazo.

– Pero hombre, si yo no soy médico. No sé nada sobre pies. Ramlogan se echó a reír y le faltó poco para darle palmaditas en la espalda a Ganesh.

– Pero hombre, ¿cómo puedes decir una cosa así, sahib? ¿No eres tú el que ha estado venga a aprender en el colegio de la ciudad? Y además, no te creas que me olvido yo de que tu padre era el mejor sanador que hemos tenido.

El anciano señor Ramsumair tuvo tal fama durante años hasta que, por mala suerte, le dio masaje a una jovencita y la mató. El médico de Princes Town diagnosticó apendicitis, y el señor Ramsumair tuvo que gastarse mucho dinero para no meterse en líos. A partir de entonces no volvió a ejercer de sanador.

– No fue culpa suya -dijo Ramlogan, llevando a Ganesh detrás del mostrador, hacia la puerta encortinada-. De todos modos, era el mejor sanador que hemos tenido, y yo me siento pero que muy orgulloso de conocer a su único hijo.

Léela estaba sentada en una hamaca hecha con un saco de azúcar. Llevaba un vestido limpio de algodón, y su pelo, largo y negro, parecía lavado y peinado.

– ¿Por qué no le echas un vistazo al pie de Léela, sahib? Ganesh miró el pie de Léela, y pasó algo curioso. "Me dio la impresión de que, apenas tocarlo, se puso bien", escribió. Ramlogan no pudo ocultar su admiración.

– Lo que yo te decía, sahib. De tal palo, tal astilla. Sólo las personas especiales pueden hacer una cosa así. No sé por qué no te dedicas a sanador.

Ganesh recordó la extraña sensación de estar aislado de la gente de la aldea, y pensó que Ramlogan tenía algo de razón.

No sabía qué pensaba Léela, porque en cuanto le hubo curado el pie soltó una risita y echó a correr.

A partir de entonces Ganesh empezó a ir más a gusto a casa de Ramlogan, y en cada visita observaba mejoras en la tienda. La más espectacular fue la aparición de una vitrina. Le habían concedido lugar de preferencia en medio del mostrador; estaba tan brillante y tan limpia que no pegaba allí.

– En realidad, es idea de Léela -dijo Ramlogan-. Protege las pastas de las moscas y es más moderna.

Las moscas se congregaban dentro de la vitrina. Uno de los cristales acabó por romperse y lo arreglaron con papel de estraza. Entonces, la vitrina sí pegaba en la tienda.

Ramlogan dijo:

– Yo hago lo que puedo para que Fourways sea un pueblo moderno, como ves, pero es difícil, ¿sabes, sahib?

Ganesh siguió dando paseos en bicicleta, con los pensamientos perdidos entre su persona, su futuro y la vida misma; y fue durante una de aquellas excursiones de mediodía cuando conoció al hombre que ejercería una influencia decisiva en su vida.

El primer encuentro no fue agradable. Tuvo lugar en la polvorienta carretera que empieza en Princes Town y se retuerce como una serpiente negra entre el verdor de las plantaciones de caña de azúcar hasta Debe. No esperaba ver a nadie en la carretera a aquellas horas muertas del día, cuando el sol caía casi de plano y el viento dejaba de susurrar entre las cañas. Había cruzado el paso a nivel y bajaba la cuesta a rueda libre, justo antes de la pequeña aldea de Parrot Trace, cuando un hombre se puso en medio de la carretera, al final de la cuesta, y le hizo señas para que se parase. Era alto y parecía raro, incluso para Parrot Place. Iba cubierto, en algunas partes del cuerpo, con una túnica amarilla de algodón, como un monje budista, y llevaba un bordón y un hatillo.

– ¡Hermano! -gritó aquel hombre en hindi. Ganesh se detuvo porque no podía hacer otra cosa, y como se asustó, respondió con grosería.

– Pero ¿tú quién eres, eh?

– Soy indio -contestó aquel hombre en inglés, con un acento que Ganesh no había oído nunca. Su cara, delgada y alargada, era más pálida que la de los indios y tenía mala dentadura.

– Mentira -dijo Ganesh-. Vete. Me dejes en paz. El hombre distendió el rostro con una sonrisa.

– Soy indio. De Cachemira. Y además, hindú.

– Pues entonces, ¿por qué llevas eso amarillo?

El hombre jugueteó un poco con el bordón y se miró la túnica.

– ¿Quieres decir que no está bien llevar esto?

– A lo mejor en Cachemira sí. Aquí no.

– Pero los dibujos… son así. Me gustaría muchísimo hablar contigo -añadió, con repentino entusiasmo.

– Vale, vale -dijo Ganesh en tono conciliador, y antes de que el hombre pudiera añadir nada más, ya estaba subido al sillín, pedaleando.

Cuando Ramlogan se enteró de lo de aquel encuentro, dijo:

– Era el señor Stewart.

– A mí me pareció loco de atar. Con unos ojos raros, de gato, que me asustaron, y tendrías que haber visto cómo le corría el sudor por la cara, toda roja. Como si no estuviera acostumbrado al calor.

– Yo le conocí en Penal -dijo Ramlogan-. Justo antes de mudarme aquí. Hace ocho o nueve meses. Todo el mundo dice que está loco.

Ganesh se enteró de que el señor Stewart había aparecido hacía poco en el sur de Trinidad vestido de mendigo hindú. Aseguraba ser de Cachemira. Nadie sabía de dónde era ni cómo vivía, pero en general pensaban que era inglés, millonario, y que estaba un poco loco.

– ¿Sabes, sahib? Es un poquito como tú. Piensa mucho. Pero, lo que yo digo, cuando tienes tanto dinero, bien que puedes permitirte el lujo de pensar mucho. Sahib, me da vergüenza de mi gente porque roban a ese hombre sólo porque tiene mucho dinero y lo regala. Llega a una aldea, regala el dinero, se va a otra, y lo mismo.

La siguiente vez que Ganesh le vio, en la aldea de Swampland, el señor Stewart estaba en apuros: le hostigaban unos chiquillos que intentaban quitarle la túnica amarilla. El señor Stewart no se resistía ni protestaba. Sólo miraba a su alrededor, aturdido. Ganesh se bajó de la bicicleta rápidamente y cogió un puñado de grava de un montón que había dejado Obras Públicas en el arcén y evidentemente había dado por perdido.

– ¡No les haga nada! -gritó el señor Stewart, mientras Ganesh perseguía a los chicos-. Sólo son niños. Deje esas piedras.

Los chicos huyeron en desbandada, y Ganesh se acercó al señor Stewart.

– ¿Está bien?

– Un poco de polvo en la ropa -admitió el señor Stewart-, pero por lo demás, perfectamente. -Se animó-. Sabía que volvería a verle. ¿Recuerda nuestro primer encuentro?

– Lo siento de verdad.

– No, si lo entiendo. Pero tenemos que hablar dentro de poco. Tengo la sensación de que puedo hablar con usted. No, no lo niegue. Noto las vibraciones.

Ganesh sonrió ante el cumplido y acabó por aceptar una invitación a tomar el té. Lo hizo por pura cortesía y no tenía intención de ir, pero cambió de idea tras una conversación con Ramlogan.

– Está muy solo, sahib -dijo Ramlogan-. Aquí no hay nadie a quien realmente le caiga bien, y puedes creerme, pienso que no está tan loco como dice la gente. Yo que tú, iría. Vas a llevarte bien con él, viendo que los dos sois personas con estudios.

Así que Ganesh fue a la choza con techo de paja a las afueras de Parrot Trace donde vivía por entonces el señor Stewart. Desde fuera parecía igual que cualquier otra barraca, con sus paredes de barro, pero dentro todo era orden y sencillez. Había una cama pequeña, una mesa pequeña y una silla pequeña.

– No se necesita nada más -dijo el señor Stewart. Ganesh estaba a punto de sentarse en la silla, sin que se lo pidieran, cuando el señor Stewart dijo:

– ¡No! En esa no. -Cogió la silla y se la enseñó-. La he hecho yo, pero me temo que es un poco inestable. Ya sabe, materiales de aquí.

A Ganesh le despertó más curiosidad la ropa del señor Stewart.

Iba vestido de forma convencional, con pantalones de color caqui y camisa blanca, y no se veía ni rastro de la túnica amarilla.

El señor Stewart adivinó el porqué de la curiosidad de Ganesh.

– No importa lo que te pongas. He llegado a la conclusión de que no tiene importancia espiritualmente.

El señor Stewart le enseñó a Ganesh unas estatuillas de arcilla de dioses y diosas hindúes que él había hecho, y Ganesh se quedó sorprendido, no por la calidad de la factura, sino porque las hubiera hecho el señor Stewart.

El señor Stewart señaló una acuarela en la pared.

– Llevo años trabajando en ese cuadro. Una o dos veces al año se me ocurre alguna idea y tengo que volver a pintarlo desde el principio.

La acuarela, en azules, amarillos y marrones, representaba una serie de manos marrones extendidas hacia una luz amarilla en el extremo superior izquierdo.

– Esto, me parece a mí, es bastante interesante. -Ganesh siguió con la mirada el dedo del señor Stewart y vio una mano azul encogida, alejándose de la luz amarilla-. Algunos ven la Iluminación -explicó el señor Stewart-. Pero a veces se queman y se apartan.

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