Литмир - Электронная Библиотека

Como de costumbre, me equivocaba. Exactamente dos semanas después de la cena con Rachel, el último viernes del mes, Honey Chowder se presentó en la librería con un vestido blanco de verano y una amplia pamela de paja. Eran las cinco de la tarde. Tom estaba sentado tras el mostrador, leyendo una vieja edición en rústica de Los artículos de la Confederación. Yo acababa de recoger a Lucy en el colegio, y ella y yo estábamos al fondo de la tienda, ordenando libros en la sección de Historia. Hacía dos horas que no entraba un solo cliente, y el único ruido que se oía era el apagado zumbido de! ventilador eléctrico.

La cara de Lucy se iluminó al ver entrar a Honey. Estuvo a punto de echar a correr hacia ella, pero le puse la mano en el brazo y musité:

– Todavía no, Lucy. Deja que hablen primero.

Honey, con los ojos clavados en Tom, no se había dado cuenta de que nosotros estábamos allí. Como dos agentes secretos, nuestra niña y vuestro seguro servidor se ocultaron tras una estantería y fueron testigos de la siguiente conversación.

– Qué hay, Tom -dijo Honey, dejando caer el bolso sobre el mostrador. Luego se quitó el sombrero y sacudió su larga y abundante melena-. ¿Cómo van las cosas?

Tom alzó la vista del libro y exclamó:

– ¡Pero bueno, Honey! ¿Qué estás haciendo aquí?

– Ya hablaremos luego de eso. Primero, quiero saber cómo estás.

– Pues, bien. Con mucho que hacer, un poco agobiado, pero bien. Han pasado muchas cosas desde la última vez que nos vimos. Se murió mi jefe, y por lo que parece yo he heredado la librería. Todavía estoy tratando de decidir lo que hacer con ella.

– No me refiero a los asuntos de trabajo. Me refiero a ti.

A tu vida íntima, a tu corazón.

– ¿Mi corazón? Sigue latiendo. Setenta y dos veces por minuto.

– Lo que quiere decir que sigues solo, ¿verdad? Si te hubieras enamorado, latiría más deprisa.

– ¿Enamorado? ¿De qué estás hablando?

– No habrás conocido a nadie este último mes, ¿verdad?

– No. Por supuesto que no. He estado demasiado ocupado.

– ¿Te acuerdas de Vermont?

– ¿Cómo podría olvidarlo?

– Y la última noche que estuviste allí, ¿la recuerdas?

– Sí. Recuerdo esa noche.

– ¿Y?

– ¿Y qué?

– ¿Qué ves cuando me miras, Tom?

– Pues no sé, Honey. Te veo a ti. Honey Chowder. A una mujer con un nombre increíble. A una mujer increíble con un nombre increíble.

– ¿Sabes lo que veo yo cuando te miro, Tom?

– No sé si quiero saberlo.

– Veo a un hombre maravilloso, eso es lo que veo. Veo a la mejor persona que haya conocido jamás.

– Ah.

– Sí, ah. Y como eso es lo que veo cuando te miro, he dejado todo lo demás y me he venido a Brooklyn a vivir contigo.

– ¿Que lo has dejado todo?

– Eso es. El curso escolar ha acabado hace dos días, y me he despedido. Soy libre como un pájaro.

– Pero, Honey, no estoy enamorado de ti. Si apenas te conozco.

– Llegarás.

– ¿A qué?

– Primero a conocerme. Y luego empezarás a quererme.

– Así, por las buenas.

– Exacto, por las buenas. -Hizo una pausa y al cabo de un momento sonrió-: Por cierto, ¿cómo está Lucy?

– Lucy está muy bien. Vive con Nathan, en la calle Uno.

– Pobre Nathan. Esa tarea es demasiado para éL La niña necesita una madre. De ahora en adelante, vivirá con nosotros.

– Estás muy segura de ti misma, ¿verdad?

– Tengo que estarlo, Tom. Si no estuviera segura de mí misma, no me verías aquÍ. No tendría todo mi equipaje ahí fuera, metido en el coche. No sabría que tú eres el hombre de mi vida.

En ese momento, calculé que ya se habían dicho bastante el uno al otro, y dejé que Lucy saliera de su escondite. Se precipitó por la estancia y fue derecha hacia Honey.

– ¡Pero si estás ahí, chiquitina mía! -dijo la ex maestra de escuela, estrechándola entre sus brazos y levantándola en volandas. Cuando finalmente volvió a dejarla en el suelo, le preguntó-: ¿Has oído lo que hablábamos Tom y yo?

Lucy asintió con la cabeza.

– ¿Y qué te parece?

– Que es un plan fenomenal -aseveró Lucy-. Si me voy a vivir con tío Tom y contigo, ya no tendré que comer en el restaurante. Me pondré morada con esa comidita tan rica que haces. Y tío Nat podrá comer con nosotros siempre que quiera. Y cuando tío Tom y tú salgáis al centro, él podrá hacerme de canguro.

Honey sonrió.

– Y vas a ser una niña buena, ¿verdad? La mejor niña del mundo.

– No, señora -replicó Lucy, mirándola fijamente con una expresión de lo más impasible-. Voy a ser mala. Voy a ser la niña más malvada, mezquina y antipática de toda la creación.

¿CALLE HAWTHORN O CALLE HAWTHORNE?

Pasaron los meses. Hacia mediados de octubre, los abogados concluyeron los trámites de la herencia de Harry, y Tom y Rufus se convirtieron en los dueños legítimos del Brightman's Attic, incluido el edificio que lo albergaba. Tom y Honey ya se habían casado para entonces, y a Lucy, silenciosa como siempre sobre la cuestión del paradero de su madre, se la matriculó en quinto de primaria en el Colegio 321, la escuela del barrio. Mi hija seguía con Terrence. Una semana después del enlace Wood-Chowder, me llamó Rachel para decirme que estaba embarazada de dos meses.

Yo seguí trabajando en la librería, pero a raíz de la espectacular aparición de Honey a finales de junio, empezamos a repartimos las horas de trabajo, de manera que sólo estaba allí la mitad del tiempo. En mis días libres seguía pergeñando anécdotas para El libro del desvarío humano, y tal como Lucy había sugerido, hacía las veces de canguro siempre que Tom y Honey salían por la noche. En los primeros meses de su vida en común, esto ocurría con frecuencia. Honey se había sentido desconectada en provincias, y ahora que había ido a parar a Nueva York, quería aprovechar todo lo que la ciudad podía ofrecer: teatro, cine, conciertos, ballets, lecturas de poesía, excursiones a la luz de la luna en el transbordador de Staten Island. Me alegraba mucho ver cómo el indolente y bovino Tom se iba transformando bajo la vigorosa influencia de su flamante esposa. Unos días después de la llegada de Honey, dejó de titubear con respecto a la herencia y decidió poner el edificio en venta. Con la mitad que les correspondería, tendrían más que suficiente para comprar un apartamento de dos o tres habitaciones en el barrio, y les sobraría para salir adelante hasta que encontraran un trabajo fijo: muy probablemente de profesores en un colegio privado para el siguiente curso escolar. Pasó el tiempo y hacia mediados de octubre Tom había perdido casi diez kilos, con lo que casi recuperó el aspecto del doctor Pulgarcito de otros tiempos. Era evidente que la comida casera le sentaba bien, y a pesar de sus pronósticos en contra, Honey no lo anulaba, ni lo sometía, ni socavaba su voluntad. Día tras día, ella lo iba convirtiendo poco a poco en el hombre que desde siempre estaba llamado a ser.

Con tantas novedades positivas en el capítulo amoroso, el lector quizá se sienta inducido a creer que en nuestro pequeño territorio de Brooklyn reinaba la felicidad universal. Lamentablemente, no todos los matrimonios están destinados a perdurar. Eso lo sabe todo el mundo, pero ¿quién de nosotros podría haber sospechado que la persona menos feliz del barrio durante esos meses era el antiguo amor de Tom, la Bella y Perfecta Madre? Es cierto que su marido no me había causado una buena impresión en el bosquecillo de Prospect Park, pero nunca en la vida le habría considerado lo bastante estúpido como para desentenderse de una mujer como la suya. En este mundo no se encuentran muchas Nancy Mazzucchelli, y si alguien es lo bastante afortunado como para conquistar el corazón de una mujer así, su deber a partir de ese momento es hacer todo lo que esté en su mano para no perderla. Pero los hombres (como ya he demostrado ampliamente en los anteriores capítulos de este libro) son criaturas estúpidas, y el guaperas de James Joyce resultó ser más tonto que la mayoría. Como la madre de Nancy y yo entablamos amistad aquel verano (más detalles a continuación), muchas veces me invitaban a cenar con la familia, y fue allí, en su casa de la calle Carroll, donde me enteré de las pasadas transgresiones de Jimmy y donde asistí a la ruptura de su matrimonio. Había empezado con sus estúpidos enredos antes incluso de que su mujer se convirtiera en la B. P. M.: más de seis años atrás, cuando Nancy estaba embarazada por primera vez de su hija, Devon. Al enterarse de la aventura que su marido mantenía con una camarera de Tribeca, lo echó temporalmente de casa, pero una vez que nació la niña, no tuvo fuerzas para resistir sus lacrimosas promesas de que aquello no volvería a ocurrir. Sin embargo, las palabras cuentan poco en ese tipo de asuntos, ¿y quién sabe cuántos amoríos secretos vinieron después? Según cálculos de Joyce, no menos de siete u ocho, contando los ligues de una noche y los polvetes en el hueco de la escalera de servicio, en el trabajo. Nancy, siempre generosa e indulgente, tendía a pasar por alto los rumores. Pero entonces Jim se lió con Martha Ives, una compañera de efectos especiales, y ahí fue donde se acabó todo. Dijo que se había enamorado, y el once de agosto de 2000, dos meses después de verlo en el funeral de Harry, hizo las maletas y se marchó.

Doce días más tarde el oncólogo me comunicó que mis pulmones seguían limpios.

Escasamente cuatro días después, Rachel, confabulada con Tom y Honey, urdió una diabólica trama para hacerme creer que iba a asistir a un partido de béisbol en el Shea Stadium, cuando en realidad se trataba de una fiesta sorpresa para celebrar mi sexagésimo cumpleaños. El plan consistía en que yo recogiese a Tom en su apartamento, pero nada más abrirse la puerta, una docena de personas me asaltó en el umbral con fuertes abrazos, besos y palmadas en la espalda, en medio de un estallido de gritos y cánticos. Estaba tan poco preparado para aquella acometida de efusividad, que casi vomito de la impresión que me produjo. El festejo duró hasta bien entrada la noche, y en un momento dado me dejé convencer para ponerme en pie y pronunciar un discurso. Ya hacía tiempo que el champán se me había subido a la cabeza, y creo que al principio me fui bastante por las ramas, soltando sandeces y contando chistes incoherentes mientras mi auditorio medio cocido se esforzaba por entender lo que estaba diciendo. La única cosa que más o menos recuerdo de aquel disparatado discurso es un breve aparte sobre la perspicacia lingüística de Casey Stengel. Si la memoria no me falla, creo que acabé mi charla con una cita del propio maestro.

51
{"b":"94013","o":1}