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TRAICIÓN

Yo lo consideré homicidio. No importaba que nadie le hubiera puesto la mano encima, que nadie le disparara un tiro ni le asestara una puñalada en el pecho, que nadie lo atropellara con un coche. Aunque las únicas armas de sus asesinos hubieran sido palabras, la violencia que ejercieron contra él no fue menos contundente que un martillazo en la cabeza. Harry no era ningún muchacho. Había sufrido dos trombosis coronarias en los últimos tres años, tenía la tensión alta y las arterias en un estado de colapso inminente. ¿Cuánta tortura puede soportar un organismo en esas condiciones? No mucha, en mi opinión. No; desde luego, no mucha.

Sólo había un testigo de la atrocidad, pero aunque Rufus oyó hasta la última palabra, sólo entendió una ínfima parte de lo que pasaba. Y eso porque Harry no se había molestado en contarle la operación que estaba tramando con Gordon Dryer, de manera que cuando Dryer se presentó en la librería con Myron Trumbell a primera hora de aquella tarde, Rufus los tomó por otros libreros. Los condujo a la primera planta, al despacho, y como al abrir la puerta vio que Harry se ponía muy tenso, tan nervioso que no parecía él, estrechando exageradamente la mano de sus visitantes como si le hubieran dado cuerda, Rufus empezó a alarmarse. En vez de volver abajo, a su puesto frente a la caja, decidió quedarse donde estaba y escuchar la conversación poniendo la oreja contra la puerta.

Jugaron con Harry durante unos minutos antes de estrechar el cerco y sacar los puñales, debilitándolo para matarlo mejor. Saludos amistosos por doquier, comentarios despreocupados sobre el tiempo, cumplidos empalagosos acerca del gusto de Harry a la hora de amueblar el despacho, admirativas observaciones sobre la cuidada selección de ediciones príncipe colocadas en los estantes. Pese a toda la agradable palabrería, Harry debía de estar confuso. Metropolis no había terminado la falsificación, y sin un manuscrito completo que enseñar a Trumbell, no comprendía a qué había ido Gordon.

– Como siempre, me alegro de verlo -le dijo-, pero no me gustaría que el señor Trumbell se llevara un chasco. El manuscrito está guardado en una cámara acorazada del Citibank, en la calle Cincuenta y Tres de Manhattan. Si me hubiera llamado antes, se lo habría traído. Pero a menos que me equivoque, no debíamos reunirnos hasta el lunes que viene por la tarde.

– ¿En una cámara acorazada? -inquirió Gordon-. Así que ahí es donde ha ocultado mi hallazgo. No lo sabía.

– Creí que se lo había dicho -prosiguió Harry, improvisando a medida que se desarrollaba la conversación, aún incapaz de comprender lo que Gordon había ido a hacer allí con Trumbell cuatro días antes de la fecha de su reunión.

– Lo estoy pensando mejor -anunció Trumbell.

– Sí -terció Gordon, interviniendo antes de que Harry tuviera tiempo de replicar-. Mire, señor Brightman, una transacción como ésta no puede tomarse a la ligera. Sobre todo cuando hay tanto dinero de por medio.

– Soy consciente de ello -aseguró Harry-. Por eso es por lo que hicimos que aquellos expertos examinaran la primera página. No uno solo, sino dos.

– Dos, no -corrigió Trumbell-. Tres.

– ¿Tres?

– Tres -confirmó Gordon-. Todas las precauciones Son pocas, ¿no le parece? Myron lo llevó también a un conservador de la Biblioteca Morgan. Una de las personalidades más destacadas en ese ámbito. Nos ha dado su veredicto esta mañana, y está convencido de que se trata de una falsificación.

– Bueno -tartamudeó Harry-, dos de tres no está mal. ¿Por qué dar a esa opinión más crédito que a las otras dos?

– Ese experto fue muy convincente -dijo Trumbell-. Si voy a comprar ese manuscrito, no puede caber la menor duda. Ni la mas mínima.

– Lo entiendo -repuso Harry, tratando de eludir la trampa que le habían tendido, pero sin duda empezando a desmoralizarse, trasluciendo ya un desánimo profundo-. Sólo quiero que sepa que he obrado de buena fe, señor Trumbell. Gordon encontró el manuscrito en la buhardilla de su abuela y me lo trajo aquí. Hicimos que lo examinaran y nos dijeron que era auténtico. Usted manifestó interés por comprado. Si ha cambiado de opinión, sólo puedo decir que lo siento. Podemos cancelar el trato ahora mismo.

– Te olvidas de los diez mil dólares que te dio Myron -apostilló Gordon.

– No se me olvida -contestó Harry-. Le devolveré el dinero y quedaremos en paz.

– No creo que vaya a ser tan sencillo, señor Brightman -replicó Trumbell-. ¿O debería llamarle señor Dunkel? Gordon me ha contado un montón de cosas sobre ti, Harry. Chicago. Alec Smith. Una veintena de cuadros falsificados. La cárcel. Una nueva identidad. Eres un farsante de marca mayor, Harry, y con unos antecedentes como los tuyos, prefiero que te quedes con esos diez mil dólares. Así podré presentar una denuncia. Pensabas estafarme, ¿verdad? No me gusta que la gente trate de birlarme el dinero. Me saca de quicio.

– ¿Quién es este individuo, Gordon? -quiso saber Harry, con la voz súbitamente temblorosa, fuera de control.

– Myron Trumbell -contestó Gordon-. Mi benefactor. Mi amigo. El hombre que amo.

– Así que es él -dijo Harry-. Nunca ha existido otro.

– Éste es el único -confirmó Gordon-. Siempre lo ha sido.

– Nathan tenía razón -se lamentó Harry-. Nathan acertó desde el principio. Maldita sea, ¿por qué no le hice caso?

– ¿Quién es Nathan? -preguntó Gordon.

– Un conocido mío -contestó Harry-. No importa. Uno que conozca. Un adivino.

– Nunca escuchas un buen consejo, ¿verdad, Harry? -dijo Gordon-. Siempre tan avaricioso, joder. Tan pagado de sí mismo, el muy cabrón.

Ahí fue donde Harry empezó a desmoronarse. La crueldad en la voz de Gordon era imposible de soportar, y ya no podía fingir que estaba hablando de negocios, discutiendo los pormenores de un trato que había acabado mal. Aquello era amor que acababa mal, decepción a una escala que no había conocido jamás, y el dolor fue tal que destruyó toda su capacidad de resistir la acometida.

– ¿Por qué, Gordon? -inquirió-. ¿Por qué me haces esto?

– Porque te odio -proclamó su ex amante-. ¿Es que todavía no te has dado cuenta?

– No, Gordon. Tú me quieres. Siempre me has querido.

– Todo lo tuyo me da asco, Harry. Tu mal aliento. Tus venas varicosas. Tu pelo teñido. Tus chistes malos. Tu vientre fofo. Tus rodillas nudosas. Tu picha insignificante. Todo. Cualquier parte de tu cuerpo me da ganas de vomitar.

– Entonces, ¿por qué has vuelto a mí después de tantos años? ¿No podías haberme dejado en paz?

– ¿Con todo lo que me hiciste? Pero ¿estás loco? Destrozaste mi vida, Harry. Ahora me toca a mí destrozar la tuya.

– Me abandonaste, Gordon. Me traicionaste.

– Piénsalo bien, Harry. ¿Quién me entregó a la policía? ¿Quién consiguió una reducción de pena a cambio de denunciarme?

– Así que ahora tú me entregas a la poli. Un error no se remedia con otro, Gordon. Al menos estás vivo. Y eres lo bastante joven como para esperar algo de la vida. Si me vuelves a mandar a la cárcel, estoy acabado. Soy hombre muerto.

– No queremos matarte, Harry -anunció Trumbell, volviendo a intervenir de pronto en la conversación-. Queremos hacer un trato contigo.

– ¿Un trato? ¿Qué clase de trato?

– No estamos buscando un desquite. Sólo queremos hacer justicia. Gordon ha sufrido por tu causa, y creemos que ahora se merece cierta compensación. Al fin y al cabo, lo justo es lo justo. Si te avienes a colaborar, no diremos una palabra a la policía.

– Pero si tú eres rico. Gordon tiene todo el dinero que pueda necesitar.

– Algunos miembros de mi familia son ricos. Lamentablemente, no soy uno de ellos.

– Yo no tengo dinero. Me las puedo arreglar para conseguir los diez mil que te debo, pero nada más.

– Puede que andes escaso de efectivo, pero nos conformaríamos con los otros bienes que posees.

– ¿Los otros bienes? ¿A qué te refieres?

– Mira tu alrededor. ¿Qué es lo que ves?

– No. No podéis hacer eso. Me estás tomando el pelo.

– Yo veo libros, Harry, ¿tú no? Veo centenares de libros. Y no libros simplemente, sino ediciones originales, y hasta firmadas por el autor. Por no hablar de lo que tienes guardado en los cajones y vitrinas de ahí abajo. Manuscritos. Cartas. Autógrafos. Si nos entregas lo que contiene esta habitación, consideraremos que estamos en paz.

– Me dejaréis limpio. En la ruina.

– Me parece que no tienes otra alternativa, señor Dunkel-Brightman. ¿Qué prefieres: que te detengan acusado de fraude, o una vida tranquila y apacible como dueño de una librería de lance? Piénsalo detenidamente. Gordon y yo volveremos mañana con una furgoneta grande y una cuadrilla de embaladores. No tardaremos más de un par de horas, y luego te habrás librado de nosotros para siempre. Si tratas de impedirlo, no tendré más que coger el teléfono y llamar a la policía. Tú decides, Harry. Vivir o morir. Vaciar una habitación… o una segunda temporadita en la cárcel. Aunque mañana no nos des los libros, acabarás perdiéndolos de todas formas. Lo entiendes, ¿no? Sé sensato, Harry. No te resistas. Si cedes por las buenas, harás un favor a todo el mundo, empezando por ti mismo. Vendremos entre las once y las doce. Ojalá pudiera ser más preciso, pero no es fácil hacer previsiones tal como está el tráfico últimamente. A demain, Harry. Y gracias.

La puerta se abrió entonces, y mientras Dryer y Trumbell salían apartándolo de un empujón, Rufus miró al interior del despacho y vio a Harry sentado al escritorio con la cabeza entre las manos, sollozando como un niño. Con que Harry se hubiera tranquilizado un poco para pensar un momento en lo que acababa de pasar, habría comprendido que la acusación de Dryer y Trumbell carecía de todo fundamento, que la amenaza de entregarlo a la policía no era más que un farol ridículo y mal urdido. ¿Cómo podían demostrar que Harry había intentado venderles a sabiendas un manuscrito falso sin implicarse ellos mismos? Al confesar su conocimiento de la falsificación, se habrían visto obligados a entregar al falsificador a la policía, y ¿qué posibilidades había de que Ian Metropolis admitiera su participación en el engaño? Suponiendo que existiera alguien llamado Ian Metropolis, desde luego, lo que me parecía bastante improbable. Lo mismo con los tres supuestos expertos que habían examinado su obra. Me daba la impresión de que Dryer y Trumbell habían falsificado ellos mismos la página de Hawthorne, y con una víctima tan crédula como Harry, ¿qué les habría costado convencerlo de que tenía ante los ojos la caligrafía de un maestro de la falsificación? Harry me dijo que había visto a Metropolis cuando estábamos en Vermont, pero ¿cómo podía saber que aquel hombre era quien decía ser? La carta de Dickens no tenía la menor importancia. Ya fuera auténtica o falsa, no tenía nada que ver con el asunto. De principio a fin, la trama para machacar a Harry sólo la habían llevado a cabo dos hombres, con la breve aparición de un tercero que se hacía pasar por otro. Dos granujas no muy listos y su anónimo compinche. Un trío de cabrones.

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