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CAE UN VELO

De manera que Tom empezó a trabajar con Harry Brightman sin sospechar siquiera que esa persona no existía. No era más que un nombre, y la vida asociada a ese nombre nunca se había vivido. Eso no impedía que Harry contara historias de su pasado, pero como ese pasado era una invención, casi todo lo que Tom creía saber sobre Harry era falso. Nada de infancia en San Francisco con el padre médico y la madre de alta sociedad. Nada de Exeter y Brown. Nada de desheredación ni de fuga a Greenwich Village en el verano de 1954. Nada de años de vagabundeo por Europa. Harry era de Buffalo, en el estado de Nueva York, y jamás había sido pintor en Roma ni director de teatro en Londres ni asesor de una casa de subastas en París. El único dinero con que contaba la familia procedía de la paga semanal que su padre llevaba a casa por clasificar cartas en la administración central de correos, y cuando Harry se marchó de Buffalo a los dieciocho años, no fue para ir a la universidad, sino para alistarse en la Marina. Al licenciarse cuatro años después, logró aprobar algunas asignaturas en la Universidad De Paul de Chicago, pero le pareció que era demasiado mayor para seguir estudiando y lo dejó al cabo de tres semestres. Se quedó en Chicago, sin embargo, y la historia de cómo había llegado a Nueva York nueve años antes (después de perder su dinero en Londres en un fraude bursátil) no era sino otro producto de su imaginación. No obstante, era cierto que llevaba nueve años viviendo en Nueva York, como también lo era el hecho de que al llegar no sabía absolutamente nada de libros. Pero entonces no se llamaba Harry Brightman; su nombre era Harry Dunkel. Y no había llegado a Nueva York procedente de Londres. Había cogido el avión en el aeropuerto O'Hare, y durante dos años y medio su dirección postal había sido la penitenciaría federal de Joliet, en Illinois.

Eso explicaba la renuencia de Harry a decir la verdad. No era moco de pavo empezar una nueva vida a los cincuenta y siete años, y cuando las únicas bazas con que cuenta una persona son el cerebro con que piensa y la lengua con que habla, ha de reflexionar cuidadosamente antes de abrir la boca y ponerse a decir algo. Harry no estaba avergonzado de lo que había hecho (lo habían pillado, eso era todo, ¿y desde cuándo era delito la mala suerte?), pero desde luego no tenía intención alguna de hablar de ello. Había dedicado demasiado tiempo y esfuerzo a crear el pequeño mundo que ahora habitaba, y no estaba dispuesto a consentir que nadie supiera lo mucho que había sufrido. Por tanto, Tom permaneció a oscuras sobre la vida de Harry en Chicago, que incluía una ex mujer, una hija de treinta y un años y una galería de arte en la Avenida Michigan que había dirigido durante diecinueve años. De haber estado al corriente de la estafa de Harry y su detención, ¿también habría aceptado Tom el trabajo que le ofrecían? Puede que sí. Pero también puede que no. Harry no podía estar seguro, y por esa razón se mordió la lengua y no le dijo una palabra.

Entonces, una mañana de principios de abril que llovía a cántaros, cuando aún no hacía un mes que me había instalado en el barrio, y aproximadamente tres meses y medio después de que Tom empezara a trabajar en el Brightman's Attic, cayó el espeso velo de misterio.

Todo empezó con la inesperada visita de la hija de Harry. Dio la casualidad de que Tom estaba abajo cuando ella entró en la librería: toda empapada, con el pelo y la ropa chorreando agua, una extraña y desmelenada criatura de mirada penetrante que despedía un olor acre y nauseabundo. Tom lo catalogó como el olor de los que no se lavan nunca, el olor de los chiflados.

– Quiero ver a mi padre -declaró, cruzándose de brazos y apretándose los codos con unos dedos temblorosos, manchados de nicotina.

Como Tom no sabía nada de la vida anterior de Harry, no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo.

– Debe estar usted equivocada -repuso.

– No -replicó ella, súbitamente agitada, en un tono erizado de cólera-. ¡Soy Flora!

– Bueno, Flora -dijo Tom-, pues me parece que se ha equivocado de sitio.

– Puedo hacer que lo detengan, ¿sabe usted? ¿Cómo se llama?

– Tom.

– Claro. Tom Wood. Lo sé todo de usted. En medio del camino de la vida, me perdí en un bosque oscuro [1] . Pero usted es un ignorante y no conoce esas cosas. Un pobre hombre de esos a quienes los árboles no dejan ver el bosque.

– Oiga -repuso Tom, hablándole con una voz suave y conciliatoria-. Quizá sepa quién soy, pero yo no puedo hacer nada por complacerla.

– No sea descarado conmigo, señor mío. Sólo porque sea un bosque no significa que tenga buena madera. ¿Comprendo? [2] He venido a ver a mi padre, ¡y quiero verlo ahora mismo!

– Creo que no está -dijo Tom, cambiando bruscamente de táctica.

– ¿Cómo que no está? Ese delincuente vive en un apartamento del segundo piso. ¿Cree que soy idiota?

Flora se pasó los dedos por el pelo mojado, salpicando de agua una torre de libros recién adquiridos que habían colocado en una mesa cercana al mostrador. Luego, en medio de una tos profunda, se sacó un paquete de Marlboro de un bolsillo del amplio y desgarrado vestido. Tras encender un cigarrillo, tiró la cerilla encendida al suelo. Tom disimuló su sorpresa y, con calma, la apagó con el pie. No se molestó en decirle que en la librería estaba prohibido fumar.

– ¿A quién se refiere? -inquirió.

– A Harry Dunkel. ¿A quién, si no?

– ¿Dunkel?

– Significa oscuro, por si no lo sabe. Mi padre es un hombre oscuro, que vive en un bosque oscuro. Ahora dice que se llama Brightman, haciéndose pasar por un hombre claro, pero eso no es más que una broma. Sigue siendo oscuro. Y siempre lo será, hasta el día en que se muera.

[1] Wood, el apellido de Tom, tiene el doble significado de «madera» y «bosque», términos con los que Flora juega parafraseando el inicio de la Divina Comedia. (N. del T.)


[2] En español en el original. (N. del T.)


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