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RUMBO AL NORTE

El coche era una reliquia de mi vida anterior. En Nueva York no necesitaba aquel cacharro, pero me había dado pereza tomarme la molestia de venderlo, de manera que lo tenía en un garaje de la calle Union, entre la Sexta y la Séptima Avenida, y no lo había conducido ni mirado siquiera desde que vivía en Brooklyn. Era un Oldsmobile Cudass verde de 1994, un montón de chatarra increíblemente feo. Pero el coche hizo lo que tenía que hacer, y al cabo de dos largos meses de inactividad, el motor se puso en marcha nada más girar la llave.

Tom conducía; yo iba en el asiento del acompañante; Lucy, en el de atrás. A pesar de las promesas que le había hecho la noche anterior, seguía sin querer ir a Vermont con Pamela, y le sentaba mal que la lleváramos contra su voluntad. Hablando desde un punto de vista lógico, no le faltaba razón. Si a ella le tocaba decidir en último término, ¿qué objeto tenía hacer cuatrocientos cincuenta kilómetros en coche para luego realizar el trayecto en sentido contrario para traerla de vuelta? Le había dicho que tenía que intentar en serio lo del experimento con Pamela. Ella había fingido acceder, pero yo era consciente de que ya había tomado una decisión y no iba a cambiarla por nada del mundo. De manera que allí iba, en el asiento trasero, con la cara larga y enfurruñada, una víctima inocente de nuestras crueles maquinaciones. Se quedó dormida mientras pasábamos por los alrededores de Bridgeport en la Nacional 95, sin duda pensando maldades sobre sus dos perversos tíos. Tal como demostrarían los acontecimientos posteriores, en eso me equivocaba. Lucy poseía más recursos de lo que yo imaginaba, y, en vez de quedarse de brazos cruzados consumiéndose de ira, se dedicó a pensar y trazar un plan, utilizando su considerable inteligencia para urdir una estratagema que cambiaría las tornas y la convertiría en dueña de nuestro destino. Era una idea brillante, si se me permite decirlo, algo que sólo se le habría ocurrido a una bribonzuela, y no cabe sino quitarse el sombrero ante tan sobresaliente ejercicio de ingenio. Pero enseguida volveremos sobre eso.

Mientras Lucy se entregaba a sus cavilaciones o dormitaba en el asiento trasero, Tom y yo charlábamos en la parte delantera. No se había puesto al volante de un coche desde que dejó el taxi en enero, y el mero hecho de volver a conducir parecía obrar como un estimulante en su organismo. Hacía dos semanas que lo veía prácticamente a diario, y en ese tiempo nunca me había parecido tan alegre y contento como aquella mañana de principios de junio. Tras sortear el tráfico de la ciudad, entramos en la primera de las diversas autopistas que nos conducirían al Norte, y fue en aquellas carreteras despejadas donde empezó a relajarse, a dejar a un lado sus penas y a olvidarse de odiar al mundo por un momento. Y un Tom tranquilo equivalía a un Tom hablador. Así solía ser el antiguo doctor Pulgarcito, y desde aproximadamente las ocho y media de la mañana hasta bien pasado el mediodía me inundó con un torrente de palabras: un verdadero diluvio de historias, ocurrencias y enseñanzas sobre cuestiones tan pertinentes como arcanas.

Empezó con un comentario sobre El libro del desvarío humano, la insignificante y absurda obra en la que yo estaba trabajando. Quería saber cómo iba, y cuando le dije que avanzaba a toda máquina sin ver un final, que cada historia que escribía parecía engendrar otra y luego otra, me dio una palmadita en el hombro con la mano derecha y pronunció este asombroso veredicto:

– Tú sabes escribir, Nathan. Te estás convirtiendo en un verdadero escritor.

– No, no es verdad -objeté-. Sólo soy un agente de seguros jubilado que no tiene nada mejor que hacer. Eso me ayuda a pasar el tiempo, nada más.

– Te equivocas, Nathan. Al cabo de años de vagar por el desierto, finalmente has encontrado tu verdadera vocación. Ahora que ya no tienes que trabajar para ganarte la vida, estás haciendo lo que siempre deberías haber hecho.

– Ridículo. Nadie se hace escritor a los sesenta años.

El antiguo doctorando y erudito se aclaró la garganta y me pidió licencia para expresar su desacuerdo. No había normas en lo que se refería a escribir, afirmó. Cuando se consideraba la vida de poetas y novelistas, se acababa frente a un absoluto caos, una infinita sucesión de anomalías. Eso se debía al hecho de que escribir era una enfermedad, prosiguió Tom, algo así como una infección o gripe del espíritu que podía atacar a cualquiera en el momento más insospechado. Al joven y al viejo, al fuerte y al débil, al borracho y al sobrio, al cuerdo y al loco. Echa un vistazo a la lista de los gigantes y semigigantes, y descubrirás a escritores que siguieron todo tipo de tendencias sexuales, que asumieron todas las posiciones políticas, que mostraron todas las facetas del espíritu humano: del idealismo más noble a la corrupción más insidiosa. Eran criminales y abogados, espías y médicos, soldados y solteronas, viajeros y enclaustrados. Si no cabía excluir a nadie, ¿qué impedimento había para que un antiguo agente de seguros de vida casi sesentón pasara a engrosar sus filas? ¿Qué ley declaraba que Nathan Glass no se había contagiado de la enfermedad?

Me encogí de hombros.

– Joyce fue autor de tres novelas -explicó Tom-. Balzac escribió noventa. ¿Supone eso una gran diferencia para nosotros?

– Para mí, no

– Kafka escribió su primer relato en una noche. Stendhal escribió La cartuja de Parma en cuarenta y cinco días. Melville escribió Moby Dick en dieciséis meses. Flaubert dedicó cinco años a Madame Bovary. Musil trabajó dieciocho años en El hombre sin atributos y murió antes de acabarlo. ¿Nos importa algo de eso ahora?

La pregunta no parecía exigir respuesta.

– Milton era ciego. Cervantes sólo tenía un brazo. A Chrisropher Marlowe lo mataron de una puñalada en un reyerta de taberna antes de que cumpliera los treinta. Al parecer, el puñal le atravesó limpiamente un ojo. ¿Qué debemos pensar de eso?

– No sé, Tom. Dímelo tú.

– Nada. Absolutamente nada.

– Me inclino a compartir tu opinión.

– Thomas Wentworth Higginson «corrigió» los poemas de Emily Dickinson. Un engreído analfabeto que calificó Hojas de hierba de libro inmoral se atrevió a tocar la obra de la divina Emily. Y el pobre Poe, que murió loco y borracho en una alcantarilla de Baltimore, tuvo la desgracia de elegir a Rufus Griswold como albacea literario. Sin sospechar siquiera que Griswold lo despreciaba, que su presunto amigo y defensor pasaría años tratando de destrozar su reputación.

– Pobre Poe.

– Eddy no tuvo suerte. No la tuvo en vida, ni tampoco después de muerto. Lo enterraron en un cementerio de Baltimore en 1849, pero pasaron veintiséis años antes de que erigieran una lápida sobre su tumba. Un pariente suyo encargó una inmediatamente después de su muerte, pero el asunto terminó en uno de esos follones cargados de humor negro que le hacen a uno preguntarse quién rige los destinos del mundo. A propósito del desvarío humano, Nathan. Daba la casualidad de que el taller del marmolista se encontraba justo debajo de un terraplén por donde pasaba la vía férrea. En el preciso momento en que daban los últimos toques a la lápida, se produjo un descarrilamiento. El tren cayó al taller y aplastó la lápida, y como aquel pariente no tenía bastante dinero para encargar otra, Poe pasó un cuarto de siglo enterrado en una tumba sin nombre.

– ¿Cómo sabes todo eso, Tom?

– Todo el mundo lo sabe.

– No, yo no.

– Tú no has hecho un curso de doctorado. A la edad en que tú andabas por ahí luchando por la democracia en el mundo, yo estaba sentado frente al pupitre de una biblioteca, llenándome la cabeza de datos inútiles.

– ¿Quién pagó la lápida al final?

– Un grupo de maestros creó una comisión para recabar fondos. Parece increíble, pero tardaron diez años. Cuando el monumento estuvo terminado, exhumaron los restos de Poe, los cargaron en una carreta y los volvieron a enterrar en un camposanto, al otro extremo de Baltimore. En la mañana de la ceremonia inaugural, se celebró un acto conmemorativo en un sitio llamado Instituto de Mujeres del Oeste. Qué nombre tan espléndido, ¿no te parece? Instituto de Mujeres del Oeste. Invitaron hasta el último poeta norteamericano de importancia, pero Whittier, Longfellow y Oliver Wendell Holmes encontraron excusas para no acudir. Sólo Walt Whitman se molestó en hacer el viaje. Como su obra vale más que la de todos los demás juntos, suelo considerarlo como un sublime acto de justicia poética. Y lo que no deja de ser bastante interesante, aquella mañana también estaba allí Stéphane Mallarmé. No en carne y hueso; pero su famoso soneto, «Le tombeau d'Edgar Poe» fue escrito para la ocasión, y aunque no le dio tiempo a concluirlo para la ceremonia, estuvo allí presente en espíritu. Me encanta eso, Nathan. Whitman y Mallarmé, los dos padres de la poesía moderna, juntos en el Instituto de Mujeres del Oeste para rendir homenaje a su mutuo predecesor, el infame y bochornoso Edgar Allan Poe, el primer escritor verdadero que Estados Unidos ha dado al mundo.

Sí, Tom estaba en excelente forma aquel día. Un poco delirante, supongo, pero no cabía duda de que su cháchara erudita, plagada de divagaciones, contribuía a reducir el tedio del viaje. Seguía por una dirección durante un rato, llegaba a una bifurcación y tomaba bruscamente el primer desvío, sin detenerse a pensar si el de la izquierda convenía más que el de la derecha o viceversa. Todos los caminos llevaban a Roma, por decirlo así, y como Roma era nada menos que la literatura universal (asunto del que parecía saberlo todo), no importaba la decisión que tomara. De Poe, saltó bruscamente a Kafka. La relación era la edad que ambos tenían en el momento de su muerte: Poe, cuarenta años y nueve meses; Kafka, cuarenta años y once meses. Se trataba de uno de esos datos poco conocidos que sólo a Tom preocupaba y que sólo él recordaría, pero como yo me había pasado media vida estudiando cuadros actuariales y pensando en la tasa de mortalidad correspondiente a diversas profesiones, a mí me parecían muy interesantes.

– Demasiado jóvenes -observé-. De haber vivido en nuestra época, lo más probable es que se hubieran salvado con medicinas y antibióticos. Fíjate en mí. Si hubiera tenido el cáncer hace treinta o cuarenta años, seguro que ahora no iría sentado en este coche.

– Sí -convino Tom-. Klos cuarenta es muy pronto. Pero piensa en cuántos escritores no han llegado a esa edad.

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