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– Christopher Marlowe.

– Muerto a los veintinueve. Keats, a los veinticinco. Georg Büchner, a los veintitrés. Imagínate. El mayor dramaturgo alemán del siglo diecinueve, desaparecido a los veintitrés años. Lord Byron, a los treinta y seis. Emily Bronte, a los treinta. Charlotte Bronte, a los treinta y nueve. Shelley, sólo un mes antes de cumplir los treinta. Sir Philip Sidney, a los treinta y uno. Nathanael West, a los treinta y siete. Wilfred Owen, a los veinticinco. Georg Trakl, a los veintisiete. Leopardi, García Lorca y Apollinaire, a los treinta y ocho. Pascal, a los treinta y nueve. Flannery O'Connor, a los treinta y nueve. Rimbaud a los treinta y siete. Los dos Crane, Stephen y Hart, a los veintiocho y treinta y dos. Y Heinrich van Kleist, el autor favorito de Kafka, muerto a los treinta y cuatro en un doble suicidio con su amante.

– Y Kafka es tu autor favorito.

– Creo que sí. Del siglo veinte, en cualquier caso.

– ¿Por qué no hiciste la tesis sobre él?

– Porque fui tonto. Y porque se suponía que era americanista.

– Kafka escribió Amerika, ¿no?

– Ja, ja. Buena observación. ¿Por qué no pensé en eso?

– Recuerdo su descripción de la Estatua de la Libertad. En vez de la antorcha, la buena mujer lleva una espada levantada en la mano. Una imagen increíble. Da risa, pero al mismo tiempo te acojona. Como algo salido de una pesadilla.

– Así que has leído a Kafka.

– Un poco. Las novelas, y quizá una docena de relatos. Hace mucho tiempo, cuando tenía tu edad. Pero lo que pasa con Kafka es que lo asimilas. Aunque lo leas por encima, nunca se te olvida.

– ¿Has echado un vistazo a los diarios y las cartas? ¿Has leído alguna biografía suya?

– Ya me conoces, Tom. No soy una persona seria.

– Lástima. Cuanto más sabes de su vida, más interesante resulta su obra. Kafka no es sólo un gran escritor, ¿sabes?, también fue un hombre extraordinario. ¿Has oído alguna vez la historia de la muñeca?

– No, que yo recuerde.

– Ah. Entonces escucha con atención. Te la brindo corno primer argumento a favor de mi hipótesis.

– Me parece que no te sigo.

– Es muy sencillo. Se trata de demostrar que Kafka era efectivamente una persona fuera de lo común. ¿Por qué empezamos con esta historia en concreto? Pues no sé. Pero desde que apareció Lucy ayer por la mañana, no he podido quitármela de la cabeza. Tiene que haber alguna conexión por algún sitio. Todavía no sé exactamente cómo, pero creo que contiene un mensaje para nosotros, una especie de advertencia sobre cómo debemos actuar.

– Demasiados preámbulos, Tom. Ve al grano y cuenta la historia.

– Ya, estoy hablando demasiado otra vez, ¿verdad? Todo este sol, todos esos coches, el circular a esta velocidad, entre cien y ciento veinte kilómetros por hora. La cabeza me va a estallar, Nathan. Me siento repleto de energía, dispuesto a cualquier cosa.

– Vale. Cuéntame ya esa historia.

– De acuerdo. Esa historia. La historia de la muñeca… Estamos en el último año de la vida de Kafka, que se ha enamorado de Dora Diamant, una chica polaca de diecinueve o veinte años de familia hasídica que se ha fugado de casa y ahora vive en Berlín. Tiene la mitad de años que él, pero es quien le infunde valor para salir de Praga, algo que Kafka desea hacer desde hace mucho, y se convierte en la primera y única mujer con quien Kafka vivirá jamás. Llega a Berlín en el otoño de 1923 y muere la primavera siguiente, pero esos últimos meses son probablemente los más felices de su vida. A pesar de su deteriorada salud. A pesar de las condiciones sociales de Berlín: escasez de alimentos, disturbios políticos, la peor inflación en la historia de Alemania. Pese a ser plenamente consciente de que tiene los días contados.

»Todas las tardes, Kafka sale a dar un paseo por el parque. La mayoría de las veces, Dora lo acompaña. Un día, se encuentran con una niña pequeña que está llorando a lágrima viva.

Kafka le pregunta qué le ocurre, y ella contesta que ha perdido su muñeca. Él se pone inmediatamente a inventar un cuento para explicarle lo que ha pasado. "Tu muñeca ha salido de viaje", le dice. "¿Y tú cómo lo sabes", le pregunta la niña. "Porque me ha escrito una carta", responde Kafka. La niña parece recelosa. "¿Tienes ahí la carta?", pregunta ella. "No, lo siento", dice él, "me la he dejado en casa sin darme cuenta, pero mañana te la traigo." Es tan persuasivo, que la niña ya no sabe qué pensar. ¿Es posible que ese hombre misterioso esté diciendo la verdad?

»Kafka vuelve inmediatamente a casa para escribir la carta. Se sienta frente al escritorio y Dora, que ve cómo se concentra en la tarea, observa la misma gravedad y tensión que cuando compone su propia obra. No es cuestión de defraudar a la niña. La situación requiere un verdadero trabajo literario, y está resuelto a hacerlo como es debido. Si se le ocurre una mentira bonita y convincente, podrá sustituir la muñeca perdida por una realidad diferente; falsa, quizá, pero verdadera en cierto modo y verosímil según las leyes de la ficción.

»Al día siguiente, Kafka vuelve apresuradamente al parque con la carta. La niña lo está esperando, y como todavía no sabe leer, él se la lee en voz alta. La muñeca lo lamenta mucho, pero está harta de vivir con la misma gente todo el tiempo. Necesita salir y ver mundo, hacer nuevos amigos. No es que no quiera a la niña, pero le hace falta un cambio de aires, y por tanto deben separarse durante una temporada. La muñeca promete entonces a la niña que le escribirá todos los días y la mantendrá al corriente de todas sus actividades.

«Ahí es donde la historia empieza a llegarme al alma. Ya es increíble que Kafka se tomara la molestia de escribir aquella primera carta, pero ahora se compromete a escribir otra cada día, única y exclusivamente para consolar a la niña, que resulta ser una completa desconocida para él, una criatura que se encuentra casualmente una tarde en el parque. ¿Qué clase de persona hace una cosa así? Y cumple su compromiso durante tres semanas, Nathan. Tres semanas. Uno de los escritores más geniales que han existido jamás sacrificando su tiempo (su precioso tiempo que va menguando cada vez más) para redactar cartas imaginarias de una muñeca perdida. Dora dice que escribía cada frase prestando una tremenda atención al detalle, que la prosa era amena, precisa y absorbente. En otras palabras, era su estilo característico, y a lo largo de tres semanas Kafka fue diariamente al parque a leer otra carta a la niña. La muñeca crece, va al colegio, conoce a otra gente. Sigue dando a la niña garantías de su afecto, pero apunta a determinadas complicaciones que han surgido en su vida y hacen imposible su vuelta a casa. Poco a poco, Kafka va preparando a la niña para el momento en que la muñeca desaparezca de su vida por siempre jamás. Procura encontrar un final satisfactorio, pues teme que, si no lo consigue, el hechizo se rompa. Tras explorar diversas posibilidades, finalmente se decide a casar a la muñeca. Describe al joven del que se enamora, la fiesta de pedida, la boda en el campo, incluso la casa donde la muñeca vive ahora con su marido. Y entonces, en la última línea, la muñeca se despide de su antigua y querida amiga.

»Para entonces, claro está, la niña ya no echa de menos a la muñeca. Kafka le ha dado otra cosa a cambio, y cuando concluyen esas tres semanas, las cartas la han aliviado de su desgracia. La niña tiene la historia, y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir.

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