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NUESTRA NIÑA, O MARCHANDO UNA COCA-COLA

Hay dos maneras de ir de la ciudad de Nueva York a Burlington, en Vermont: por la vía rápida o por la lenta. Para los primeros dos tercios del viaje, elegimos la vía rápida, un itinerario que incluía arterias tales como la Avenida Flatbush, la carretera de Brooklyn a Queens, el Grand Central Parkway y la Route 678. Después de cruzar el puente Whitestone y entrar en el Bronx, seguimos unos kilómetros en dirección norte hasta llegar a la Nacional 95, por donde salimos de la ciudad, atravesamos la parte oriental del condado de Westchester, y cruzamos el sur de Connecticut. En New Haven, nos metimos en la Nacional 91, que no dejamos durante la mayor parte del viaje, atravesando lo que quedaba de Connecticut y todo Massachusetts hasta llegar a la frontera meridional de Vermont. El camino más rápido para Burlington habría sido seguir por la Nacional 91 hasta White River Junction y luego girar en dirección oeste hasta la Nacional 89, pero una vez que nos encontramos en los alrededores de Bratdeboro, Tom declaró que estaba harto de grandes autopistas y que prefería ir por carreteras comarcales, más pequeñas y con menos tráfico. Y así fue como pasamos de la vía rápida a la lenta. Tardaríamos un par de horas más, advirtió Tom, pero al menos tendríamos la posibilidad de ver algo aparte de un cortejo de coches sin vida lanzados a toda velocidad. Bosues, por ejemplo, y flores silvestres a lo largo de la cuneta, sin mencionar vacas y caballos, granjas y campos, jardines municipales y algún rostro humano e vez en cuando. Yo no vi inconveniente alguno a ese cambio de planes. ¿Qué más daba llegar a casa de Pamela a las tres que a las cinco? Ahora que Lucy había vuelto a abrir los ojos e iba mirando el paisaje por la ventanilla de atrás, me sentía tan culpable por lo que le estábamos haciendo que quería retrasar lo más posible el momento de la llegada. Abrí el mapa de carreteras y estudié la página de Vermont.

– Coge la salida tres -dije a Tom-. Tenemos que salir a la Route 30, que va en diagonal hacia el noroeste describiendo una línea ondulada. A unos sesenta kilómetros, empezarán las curvas y seguiremos haciendo eses hasta llegar a Rudand, donde habrá que buscar la Route 7, que nos conducirá derechos a Burlingron.

¿Por qué me extiendo en pormenores tan nimios? Porque la verdad de la historia radica en los detalles, y no tengo más remedio que contarla exactamente tal como ocurrió. Si no hubiéramos decidido salir de la autopista en Brattleboro para dirigimos intuitivamente a la Route 30, muchos de los acontecimientos que se relatan en este libro no se habrían producido. Y cuando digo esto pienso especialmente en Tom. A Lucy y a mí aquella decisión también nos vino estupendamente, pero para Tom, el sufrido protagonista de estas Brooklyn Follies, fue probablemente la más importante de su vida. En aquellos momentos no se imaginaba sus consecuencias, no tenía ni idea del torbellino que había desencadenado. Como la muñeca de Kafka, creyó que simplemente iba a cambiar de aires, pero cuando salió de una carretera y tomó otra, la Fortuna tendió inesperadamente los brazos a nuestro muchacho y lo transportó a un mundo diferente.

Teníamos el depósito de gasolina casi a cero; el estómago, vacío; la vejiga, llena. A unos veinticinco o treinta kilómetros al noroeste de Prattleboro, paramos a almorzar en un pésimo restaurante de carretera llamado Dot's. COMIDA Y GASOLINA, decían acertadamente unos letreros en la cuneta, y aquél fue el orden en que decidimos satisfacer nuestras necesidades. Comida y gasolina en Dot's, aunque también había una estación de servicio Chevron al otro lado de la carretera. Ahí, una vez más, nuestra despreocupada decisión de hacer las cosas de un modo en vez de otro resultó tener un efecto significativo en la historia. Si hubiéramos llenado primero el depósito de gasolina, Lucy no habría tenido oportunidad de poner en práctica su pasmosa maniobra, y sin duda habríamos seguido camino a Burlington tal como estaba previsto. Pero como el depósito seguía vacío cuando nos sentamos a comer, la ocasión se le presentó de repente y la pequeña no vaciló. Entonces nos pareció una catástrofe, pero si nuestra niña no hubiera hecho lo que hizo, nuestro muchacho no habría caído en los reconfortantes brazos de Doña Fortuna, y el hecho de salir o no de la autopista no habría tenido trascendencia alguna.

Incluso ahora, sigo sin comprender exactamente cómo lo hizo. Algunas circunstancias obraron en su favor, pero incluso teniendo en cuenta esos aislados golpes de suerte, hubo algo casi demoníaco en la osadía y eficacia de su sabotaje. Hay que tener en cuenta que el restaurante estaba a unos treinta metros de la carretera, con lo que se encontraba fuera de la vista de los coches que pasaban. Además, todas las plazas de aparcamiento frente a la entrada del restaurante estaban ocupadas, de manera que tuvimos que dejar el coche a un lado, donde no podíamos verlo por ninguno de los dos ventanales que se abrían en la fachada del mustio edificio de una planta. Y, por último, aprovechó la ventaja de que Tom y yo nos sentamos de espaldas a esos ventanales. Pero ¿cómo demonios pudo pensar lo bastante rápido para convertir la presencia de una máquina de Coca-Cola en el exterior (casualmente situada a metro y medio del coche aparcado) en un arma de su lucha contra la Solución Burlington?

Entramos los tres juntos. en el restaurante, y lo primero que hicimos fue ir a los servicios. Luego nos sentamos a una mesa y pedimos hamburguesas, ensalada de atún y sándwiches de queso a la plancha. En el momento en que la camarera terminó con nosotros, Lucy, señalándose el vientre con el dedo, nos hizo saber que aún tenía asuntos pendientes en el baño. Adelante, le dije, y allá que fue, una niña norteamericana normal en apariencia, vestida con pantalones cortos estampados y zapatillas de deporte azul neón de ciento cincuenta dólares. En su ausencia, Tom y yo hablamos de lo agradable que era salir de la ciudad, aun cuando fuese para comer en un restaurante tan siniestro y mugriento como Dot's, rodeados de camioneros y campesinos que llevaban gorras de béisbol amarillas y rojas con el logotipo de marcas de herramientas y maquinaria pesada. Tom seguía completamente lanzado, y estaba tan absorto en lo que me estaba diciendo que perdí la pista de Lucy. Poco sospechábamos entonces (los hechos no se revelaron hasta más tarde) que nuestra niña había salido del restaurante por la puerta de atrás y estaba metiendo como una loca monedas y billetes de dólar en la máquina de Coca-Cola de fuera. Sacó por lo menos veinte latas de ese empalagoso brebaje cargado de azúcar, y una por una las fue echando en el depósito de gasolina de mi otrora sano Oldsmobile Cuclass. ¿Cómo sabía que el azúcar era un veneno mortal para los motores de combustión interna? ¿Cómo podía ser tan lista la puñetera mocosa? No sólo interrumpió nuestro viaje de manera brusca y concluyente, sino que lo consiguió en un tiempo récord. Cinco minutos, diría yo, siete todo lo más. Fueran los que fuesen, el caso es que seguíamos esperando la comida cuando ella volvió a la mesa. De pronto era todo sonrisas otra vez, pero ¿cómo podría haber adivinado yo la causa de su felicidad? Si me hubiera parado a pensarlo un poco, habría supuesto que estaba contenta porque había cagado bien.

Cuando acabamos de comer y volvimos a subir al coche, el motor emitió uno de los ruidos más extraños de la historia de la industria automotriz. Me he pasado veinte minutos rememorando ese ruido, pero no he encontrado las palabras adecuadas para describirlo, la expresión única e inolvidable que pudiera hacerle justicia. ¿Risitas roncas? ¿Hipo en pizzicato? ¿Pandemónium de carcajadas? Probablemente no estoy a la altura de la tarea; o, entonces, es que el lenguaje es un instrumento muy endeble para reproducir aquel sonido, algo que bien podría haber procedido de un ganso al borde de la asfixia o de un chimpancé borracho. Finalmente, las risotadas se modularon en una sola nota prolongada, un regüeldo sonoro, como de tuba, que podía haber pasado por un eructo humano. No como los gases que habría soltado un satisfecho bebedor de cerveza, sino más bien algo que recordaba el lento y angustioso rumor de la dispepsia, la grave espiración de un hombre aquejado de acidez incurable. Tom apagó el motor y volvió a intentarlo, pero al girar la llave por segunda vez sólo le arrancó un tenue gruñido. A la tercera, no hubo más que silencio. La sinfonía había terminado, y mi envenenado Olds había sufrido una parada cardíaca.

– Me parece que nos hemos quedado sin gasolina -anunció Tom.

Era la única conclusión sensata que podía sacarse, pero cuando me incliné a ver el indicador del combustible, comprobé que en el depósito quedaba una octava parte del contenido total. Señalé la aguja roja.

– Según esto, no -objeté.

– Se habrá roto -sugirió Tom, encogiéndose de hombros-. Por suerte tenemos una estación de servicio al otro lado de la carretera.

Mientras Tom exponía su erróneo diagnóstico del estado del coche, me volví a mirar la presunta estación de servicio por la ventanilla de atrás: dos surtidores frente a un garaje ruinosa con aspecto de no haber recibido una mano de pintura desde 1954. Al volverme, Lucy me miró a los ojos. Estaba sentada justo detrás de Tom, y como no sospechaba que ella fuese la causante del lío en que nos encontrábamos, me sorprendió un poco la expresión beatífica, de satisfacción casi sobrenatural que se veía en su rostro. El motor acababa de emitir su popurrí de música jungle, y en circunstancias normales, aquellos ridículos sonidos habrían suscitado en ella alguna reacción: alarma, risa, inquietud, algo. Pero Lucy parecía enteramente ajena al mundo exterior, como un espíritu puro que, liberado del cuerpo, flotara ingrávido en una nube de indiferencia. Ahora comprendo que estaba regocijándose del éxito de su hazaña, dando silenciosamente las gracias al todopoderoso por ayudarla a realizar un milagro. Pero aquella tarde, en el coche, me sentía cada vez más perplejo.

– ¿Sigues con nosotros, Lucy? -le pregunté.

Me respondió con una larga e impasible mirada, y luego asintió con la cabeza.

– No te preocupes -proseguí-. Dentro de nada tendremos otra vez el coche en marcha.

Huelga decir que estaba equivocado. Sería tentador describir con pelos y señales la comedia que se desarrolló a continuación, pero no quiero abusar de la paciencia del lector tratando cuestiones que, estrictamente hablando, no guardan relación alguna con la historia. En lo que se refiere al coche, el resultado final es lo único que cuenta. Voy a pasar por alto, pues, lo del bidón de gasolina súper con el que Tom vino cargado desde el garaje del otro lado de la carretera (ya que no sirvió de nada) y omitiré toda referencia a la grúa que acabó remolcando el Cutlass hasta aquel mismo garaje (¿qué otra cosa podíamos hacer?). El único hecho que cabe mencionar es que ninguno de los mecánicos que atendían el garaje (un equipo formado por padre e hijo, conocidos como Al Padre y Al Hijo) logró averiguar lo que le pasaba al coche. Hijo y padre tenían respectivamente más o menos la misma edad que Tom y yo, pero mientras que yo era delgado y Tom robusto, el joven y el viejo Al se parecían a nosotros al revés: el hijo era delgado, y el padre, gordo.

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