Литмир - Электронная Библиотека

– Cuando hablamos ayer por la mañana, pensaba acabar el trabajo en un par de horas. Por eso le dije que estaríamos en condiciones de entregarle el coche por la noche. ¿Recuerda?

– Sí, me acuerdo. Pero también me dijo que lo mismo me lo podían traer hoy.

– Sí, eso le dije, pero la explicación que le di entonces no tiene nada que ver con lo que nos ha impedido traérselo hasta ahora.

– ¿No? ¿Pues qué ha pasado?

– Fui a dar una vuelta con su Olds. Sólo para asegurarme de que todo marchaba bien. Pero no era así.

– Ah.

– Puse el coche a cien, ciento veinte, y luego traté de aflojar la marcha. Cosa muy difícil cuando fallan los frenos. Suerte que no me maté.

– Los frenos…

– Sí, los frenos. Volví a llevar el coche al garaje y eché una mirada. Los forros estaban muy desgastados, señor Glass, casi deshechos.

– Pero ¿qué me dice usted?

– Le digo que si no hubiera tenido esa otra avería con el depósito, nunca se habría enterado del problema de los frenos. Si hubiera seguido conduciendo mucho tiempo más, tarde o temprano habría tenido algún contratiempo. Un percance. Un accidente de cualquier clase. Incluso podría haberse matado.

– Así que el gilipollas que echó Coca-Cola en el depósito de gasolina en realidad nos salvó la vida.

– Eso parece. Qué increíble, ¿verdad?

Cuando los Wilson se marchan en su descapotable rojo, Lucy empieza a tirarme de la manga.

– No fue ningún gililoquesigue quien lo hizo, tío Nat -anuncia.

– ¿Gililoquesigue? -contesto-. ¿De qué estás hablando?

– Has dicho una palabrota. Yo no debo decir esas cosas.

– Ah, ya veo. Gili. Apócope de ya sabes qué.

– Sí, esa palabra que empieza con gili.

– Tienes razón, Lucy. No debería decir palabrotas en tu presencia.

– No debes decirlas, y punto. Aunque no esté yo delante.

– Quizá tengas razón. Pero estaba enfadado, y cuando una persona se enfada, no siempre es dueña de lo que dice. Un hombre malo intentó destrozarnos el coche. Sin motivo alguno. Por pura crueldad, para hacernos daño. Lamento haber utilizado esa palabra, pero es normal que me enfadara, ¿no te parece?

– No fue un hombre malo. Fue una niña mala.

– ¿Una niña? ¿Cómo lo sabes? ¿Viste lo que pasó?

Por un breve momento, vuelve a caer en su antiguo mutismo, asintiendo con la cabeza para contestar a mi pregunta. Y entonces se le llenan los ojos de lágrimas.

– ¿Por qué no me lo has dicho? -le pregunto-. Si viste cómo pasó, debías habérmelo dicho, Lucy. Podríamos haber pillado a la niña ésa y haberla metido en la cárcel. Y si esos señores del garaje hubieran sabido cuál era el problema, podrían habernos arreglado inmediatamente el coche.

– Tenía miedo -confiesa ella, agachando la cabeza, temerosa de mirarme a los ojos. Las lágrimas le corren sin parar por las mejillas, y veo cómo aterrizan en la tierra seca: extractos salados, glóbulos brillantes que se oscurecen momentáneamente y luego se disuelven en el polvo.

– ¿Miedo? ¿De qué tenías miedo?

En vez de responder a mi pregunta, se agarra a mí con la mano derecha y oculta su rostro en mi costado. Empiezo a acariciarle el pelo, y mientras siento cómo su cuerpo se estremece Contra el mío, de pronto comprendo lo que está tratando de decirme. Por un momento soy presa de una verdadera conmoción, y enseguida me invade una oleada de ira, que pasa pronto, sin dejar rastro. La cólera da lugar a la compasión, y comprendo que si ahora empiezo a regañarla, podría perder su confianza para siempre.

– ¿Por qué lo hiciste? -pregunto.

– Lo siento -dice ella, apretándose más contra mí y llorando a moco tendido en mi camisa-. Lo siento mucho, de verdad. Es como si me hubiera vuelto loca, tío Nat, y antes de saber lo que estaba haciendo, ya lo había hecho. Mamá me ha hablado de Pamela. Es mala, y no quería ir a su casa.

– No sé si es mala o no, pero al final todo ha salido bien, ¿no es verdad? Hiciste una cosa mala, Lucy. Una cosa mala, y quiero que nunca vuelvas a portarte así. Pero por esta vez, sólo por esta vez, da la casualidad de que lo malo ha sido para bien.

– ¿Cómo de una cosa que está mal puede salir algo buen? Eso es como decir que un perro es un gato, o que un ratón es un elefante.

– ¿No te acuerdas de lo que Al Hijo nos ha dicho sobre los frenos?

– Sí, me acuerdo. Te he salvado la vida, ¿verdad?

– No sólo a mí, a ti también. Además de a Tom.

Al fin, se aparta de mi camisa, se limpia las lágrimas de los ojos y me dirige una mirada pensativa, cargada de intensidad.

– No digas a tío Tom que he sido yo, ¿vale?

– ¿Por qué no?

– Porque ya no me querrá.

– Claro que te querrá.

– No. Y yo quiero que me quiera.

– Yo te sigo queriendo, ¿no?

– Tú eres diferente.

– ¿En qué sentido?

– No sé. No te tomas las cosas a la tremenda como el tío Tom. No eres tan serio.

– Es porque soy más viejo.

– Bueno, pues no se lo digas, ¿vale? Júrame que no se lo vas a decir.

– De acuerdo, Lucy. Te lo juro.

Sonríe entonces, y por primera vez desde que apareció el domingo por la mañana, vislumbro a su madre cuando era niña. Aurora. La ausente Aurora, perdida en alguna parte de la mítica tierra de Carolina Carolina, una mujer fantasma fuera del alcance de los mortales. Si ahora mismo está en algún sitio es en la cara de su hija, en la lealtad de la niña hacia ella, en la inquebrantable promesa de Lucy de no revelamos su paradero.

Tom se levanta al fin. Me resulta difícil interpretar su estado de ánimo, que parece oscilar entre una apagada satisfacción y un incómodo sentimiento de inseguridad. En el almuerzo no dice una palabra sobre los acontecimientos de la noche anterior, me contengo de hacerle determinadas preguntas, por mucha curiosidad que tenga por conocer su versión de la historia. ¿Ha quedado prendado de la efusiva y dulce señorita C., me pregunto yo, o la considera únicamente una aventura de una noche? ¿Todo ha sido cama y nada más que cama, o también ha intervenido el afecto en la ecuación? Cuando terminamos de almorzar, Lucy sale con Stanley para ayudarlo a cortar el césped y se sube al tractor. Tom se retira al porche a fumar el cigarrillo de después de comer, y yo me siento a su lado.

– ¿Qué tal has dormido esta noche, Nathan? -me pregunta.

– Pues bien -le contesto-. Considerando la delgadez de los tabiques, podría haber sido peor.

– Me lo temía.

– No es culpa tuya. Tú no has construido la casa.

– No dejaba de decirle que no hiciera tanto ruido, pero ya sabes cómo son las cosas. Cuando uno se desmanda, no hay nada que hacer…

– No te preocupes. A decir verdad, me alegré. Estoy muy contento por ti.

– Yo también. Por una noche, estuvo bien.

– Habrá más noches, muchacho. Eso ha sido sólo el comienzo.

– ¿Quién sabe? Se ha marchado pronto esta mañana, y no es que hayamos hablado mucho mientras estábamos juntos. No tengo la menor idea de lo que quiere.

– La cuestión es: ¿qué quieres tú?

– Es pronto para decirlo. Todo ha pasado tan deprisa, que no he tenido tiempo de pensarlo.

– No quisiera entrometerme, pero en mi opinión hacéis buena pareja.

– Sí. Dos gordos dándose topetazos en plena noche. Me sorprende que la cama no se viniera abajo.

– Honey no está gorda. Sino más bien «imponente», como suele decirse.

– No es mi tipo, Nathan. Demasiado agresiva. Demasiado segura de sí misma. Demasiadas opiniones. Nunca me han atraído las mujeres así.

– Por eso te vendrá bien. Con ésa vas a andar más derecho que una vela.

Tom sacude la cabeza y suspira.

– No daría resultado. Me agotaría en menos de un mes.

– Así que estás dispuesto a dejarlo después de una sola noche.

– No hay nada malo en eso. Te lo pasas bien una noche, y luego adiós.

– ¿Y qué ocurrirá si se te vuelve a meter en la cama? ¿Vas a echarla a patadas?

Tom enciende otro cigarrillo con una cerilla, y luego hace una larga pausa.

– No sé -dice al fin-. Ya veremos.

Lamentablemente, ni Tom ni nadie tiene ocasión de ver nada.

Una última sorpresa nos aguarda, y es tan grande, tan desgarradora, de tan enormes consecuencias, que no tenemos más remedio que ponemos en marcha esa misma tarde. Nuestras vacaciones en el Chowder Inn tocan a su fin de manera brusca y desconcertante.

Adiós, colina. Adiós, césped. Adiós, Honey.

Adiós al sueño del Hotel Existencia.

Tom pronuncia las palabras «Ya veremos» a eso de la una de la tarde. Cuando Lucy vuelve de su paseo en tractor con Stanley, me la llevo al estanque y nos damos un baño. Al volver a la casa, cuarenta minutos después, Tom comunica la noticia. Harry ha muerto. Rufus acaba de llamar de Brooklyn, llorando sin parar, apenas capaz de articular palabra, para decirnos que Harry ha muerto, que ya no está con nosotros. Según Tom, Rufus estaba demasiado conmocionado para decir algo más. No entendemos nada. Aparte del hecho de que tenemos que marcharnos de Vermont enseguida, no comprendemos nada.

Pago a Stanley lo que le debemos. Mientras le firmo el talón con mano temblorosa, le digo que nuestro socio ha muerto y que ya no estamos en condiciones de comprar la casa. Stanley se encoge de hombros.

– Sabía que no iba en serio -afirma-. Pero eso no quiere decir que no disfrutara hablando del asunto..

Tom le entrega una hoja de papel con su dirección y número de teléfono.

– Dáselo a Honey, por favor -le pide-. Y dile que lo siento.

Hacemos el equipaje. Subimos al coche. Nos vamos.

42
{"b":"94013","o":1}