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– Gracias, papá -me decía-. No sabes lo importante que esto es para mí. Últimamente estoy pasando una mala racha, y eso es precisamente lo que necesitaba oír. Si ahora puedo contar contigo, creo que seré capaz de superado todo.

A la noche siguiente, Tom se quedó cuidando de Lucy y yo me fui a cenar con Rachel cerca del centro de Manhattan, no muy lejos de mi antiguo despacho en la Mid-Atlantic, la compañía de seguros de vida y accidente. A qué velocidad cambia el mundo a nuestro alrededor; con qué rapidez se suceden los problemas, sin apenas dejarnos un momento para regodearnos con nuestras victorias. Me había pasado casi un mes preocupado por la nota que había enviado a mi hija, distante y enfadada conmigo, rogando para que mis lamentables palabras de disculpa se abrieran camino entre años de resentimiento Y me dieran ocasión de arreglar las cosas. Por algún milagro, la carta había colmado todas las esperanzas que había puesto en ella. Habíamos vuelto a pisar terreno firme, y con toda la acritud del pasado ya olvidada, la cena de aquella noche debería haber sido una reunión gozosa, un momento de bromas, risas y antojadizos recuerdos. Pero en cuanto restablecí mi condición de padre, tuve que ayudar a mi hija a superar la peor situación de su vida adulta. Mi niña pasaba una «mala racha». Atravesaba una crisis, ¿ya quién podía recurrir sino a su padre, por muy ridículo e incompetente que pudiera ser?

Reservé una mesa para dos en La Grenouille, el mismo restaurante francés al estilo neoyorquino, recargado y exageradamente caro, donde (nombre borrado) y yo la llevamos para celebrar su decimoctavo cumpleaños. Se presentó con el collar que le había enviado, gemelo del que tan mal había acabado en el Cosmic Diner, y pese a la alegría que me llevé al ver lo bien que le sentaba, el bonito contraste que ofrecía con la oscuridad de sus ojos y su pelo, no pude evitar al mismo tiempo el recuerdo de aquel otro collar, lo que me produjo varias punzadas de remordimiento al revivir el perjuicio que había causado a Marina González. Cuántas mujeres de veintitantos años, dije para mis adentros, cuántas vidas de mujeres treintañeras girando a mi alrededor. Marina. Honey Chowder. Nancy Mazzucchelli. Aurora. Rachel. De todas las mujeres de ese grupo, mi hija era la que parecía más próspera y equilibrada, la más fuerte, la que menos dificultades podía tener, y sin embargo ahí estaba, sentada a la mesa frente a mí, con lágrimas en los ojos, diciéndome que su matrimonio se estaba viniendo abajo.

– No lo entiendo -le dije-. La última vez que te vi, todo iba bien. Terrence se portaba estupendamente. Tú estabas de maravilla. Acababais de celebrar vuestro segundo aniversario, y me aseguraste que habían sido los dos años más felices de tu vida. ¿Cuándo fue eso? ¿A finales de marzo? ¿Primeros de abril? Un matrimonio no se desmorona tan rápidamente. Si los cónyuges están enamorados, no.

– Yo sigo enamorada -contestó Rachel-. Quien me preocupa es Terrence.

– Ese tío te persiguió por medio mundo para convencerte de que te casaras con él. ¿Recuerdas? Fue él quien andaba detrás de ti. Al principio, ni siquiera estabas segura de que te gustara.

– Eso fue hace mucho tiempo. Te hablo de ahora.

– La última vez que hablamos de ahora, me dijiste que estabais pensando en tener hijos. Aseguraste que Terrence se moría de ganas de ser padre. No de ser padre en abstracto, sino de ser padre de un hijo tuyo. Eso es lo que los hombres dicen cuando están enamorados de la mujer con la que viven.

– Lo sé. Eso es lo que yo pensaba, también. Pero entonces fuimos a Inglaterra.

– Norteamérica, Inglaterra. ¿Qué más da? Seguís siendo los mismos, dondequiera que estéis.

– Quizá sea verdad. Pero Georgina no está en Norteamérica. Vive en Inglaterra.

– Ah. De manera que es eso. ¿Por qué no has empezado por ahí?

– Es difícil. Con sólo mencionar su nombre se me revuelve el estómago.

– Si te sirve de consuelo, me parece un nombre ridículo. Georgina. Me hace pensar en una chica victoriana, de esas que se ríen tontamente, con tirabuzones rubios y mejillas coloradotas.

– Es morena, poquita cosa, de pelo grasiento y piel basta.

– A mí no me parece una rival de mucho peso.

– Terrence y ella fueron juntos a la universidad. Fue su primer amor. Luego ella se enamoró de otro y rompió con él. Entonces fue cuando vino a Estados Unidos. Se quedó muy deprimido, papá. Me dijo que había pensado en suicidarse.

– Y ahora ese otro ha desaparecido de escena.

– No estoy segura. Lo único que sé es que cuando estuvimos en Londres, fuimos a cenar los tres, y Terrence no podía apartar los ojos de Georgina. Era como si yo no estuviera allí. Y después, no dejaba de hablar de ella. Georgina es tan inteligente. Georgina es tan divertida. Georgina es tan buena persona. Dos días después, salieron a comer juntos. Luego fuimos a Cornwall a ver a sus padres, pero a los tres o cuatro días cogió el tren y se marchó a Londres para hablar con su editor sobre el libro que está escribiendo. O eso dijo. Yo creo que volvió para estar con la estúpida de Georgina Watson, el amor de su vida. Fue tan horrible. Me dejó allí tirada, en el campo, con sus padres, que son de derechas y antisemitas, y no tuve más remedio que fingir que estaba disfrutando muchísimo. Se acostó con ella. Estoy segura. Se acostó con ella, y ahora ya no me quiere.

– ¿Se lo has preguntado?

– Ya lo creo que se lo he preguntado. En cuanto volvió a casa de sus padres. Tuvimos una pelea horrible. La peor que hemos tenido desde que nos conocemos.

– ¿Y qué te dijo?

– Lo negó. Dijo que tenía celos y me imaginaba cosas.

– Ésa es buena señal, Rachel.

– ¿Buena? ¿Qué quieres decir con buena? Me mintió, y ahora ya no voy a poder confiar en él nunca más.

– Suponte lo peor. Imagínate que se acostó con ella y que te mintió al volver. Sigue siendo una buena señal.

– ¿Cómo puedes decir eso?

– Porque significa que no desea perderte. No quiere que vuestro matrimonio se deshaga.

– Pero ¿qué clase de matrimonio es éste? Cuando una no Se puede fiar del hombre con quien se ha casado, es como si no estuviera casada.

– Mira, cariño, lejos de mí el darte consejos. En asuntos matrimoniales, soy la persona menos indicada del mundo para decirle a nadie lo que tiene que hacer. Hemos vivido juntos en la misma casa durante los primeros dieciocho años de tu vida, y no es preciso recordarte el desastre que hice con tu madre. Hubo momentos en que estaba tan harto de ella, que verdaderamente deseé que se muriera. Me imaginaba accidentes de coche, descarrilamientos de trenes, caídas de escaleras empinadísimas. Es una confesión tremenda esta que te hago, y no quiero que pienses que me siento orgulloso; pero es importante que entiendas lo que es un mal matrimonio. Tu madre y yo somos un ejemplo de mal matrimonio. Nos quisimos durante una época, y luego todo se fue a hacer gárgaras. Pero a pesar de todo, seguimos juntos durante mucho tiempo, y por mal que nos lleváramos, logramos tenerte a ti. Tú eres el final feliz de toda la trágica historia, y como tú eres quien eres, yo no me arrepiento absolutamente de nada. ¿Me entiendes, Rachel? No conozco a Terrence lo suficiente para emitir un juicio sobre él. Pero estoy seguro de que no sois un mal matrimonio. La gente comete errores. Hace tonterías. Pero Georgina está ahora en la otra orilla del océano, y a menos que te hayas casado con un mujeriego empedernido, sospecho que ese pequeño episodio ha concluido para siempre. Aguanta una temporada y a ver qué pasa. No tomes ninguna decisión precipitada. Si él te aseguró que era inocente, ¿quién podría afirmar que no decía la verdad? Los antiguos amores son difíciles de olvidar por completo. A lo mejor Terrence ha perdido un momento la cabeza, pero ha vuelto contigo a Estados Unidos, y si lo quieres tanto como dices, es muy probable que todo salga bien. Mientras no resulte ser la mierda de marido que tu padre ha sido, hay esperanza. Y mucha. Esperanza de un futuro feliz para los dos. Esperanza de que tengáis hijos. Gatos y perros. Árboles y flores. Esperanza para Estados Unidos. Esperanza para Inglaterra. Esperanza para el mundo.

No sabía lo que decía. Las palabras brotaban locamente de mis labios, en un raudal incontenible de insensateces y exageradas emociones, y cuando llegué al final de mi ridículo discurso vi que Rachel estaba sonriendo, que sonreía por primera vez desde que entró en el restaurante. Quizá eso era todo lo que podía conseguir. Hacerle ver que estaba a su lado, que creía en ella, y que la situación probablemente no era tan negra como me la había pintado. Aunque sólo fuera eso, la sonrisa me decía que estaba empezando a tranquilizarse, y hablando la fui apartando despacio del tema, consciente de que la mejor medicina sería hacer que olvidara a Terrence durante un rato, que dejara de pensar en el problema que la obsesionaba desde hacía varias semanas. Capítulo a capítulo, la puse al corriente de todos los acontecimientos ocurridos desde la última vez que nos habíamos visto. En lo esencial, era una versión abreviada de todo lo que he consignado en este libro hasta el momento. No, no de todo; porque suprimí la historia de Marina y el otro collar (demasiado triste, demasiado humillante), no dije nada de la horrible conversación telefónica con la innombrable, y le ahorré los penosos detalles del fraude de La letra escarlata. Pero le di cuenta de todos los demás elementos: El libro del desvarío humano, el primo Tom, Harry Brightman, la pequeña Lucy, el viaje a Vermont, la aventura de Tom con Honey Chowder, el contenido del testamento de Harry, Tina Hott moviendo los labios con la letra de «No puedo dejar de amar a ese hombre». Rachel escuchó con atención, haciendo lo posible por asimilar tantas noticias sorprendentes mientras acompañaba la cena con buenos sorbos de vino. En lo que a mí se refiere, cuanto más hablaba, más me divertía. Había asumido el papel de viejo marinero, y podría haber seguido contando mis historias hasta el fin de la noche. Rachel se mostró especialmente deseosa de conocer a Lucy, de manera que quedamos en que vendría a mi apartamento el domingo siguiente; con o sin marido, como prefiriese.

También tenía ganas de ver a Tom, dijo, y entonces formuló la pregunta del millón de dólares:

– ¿Y qué sabes de Honey? ¿Crees que va a pasar algo?

– Lo dudo -contesté-. Tom dio su número al padre, con el encargo de que se lo pasara a ella, pero no ha llamado. Y que yo sepa, Tom tampoco la ha llamado. Si me diera por las apuestas, diría que nunca volveremos a ver a Honey. Una pena, pero parece que se ha acabado la historia.

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