– Bueno, amigos míos, vamos a cumplir con nuestras obligaciones de cristianos -balbució el padrino.
– ¿Qué diantre te pasa para molestarnos? Ninguno de esta parroquia se ha quedado sin bautizar -respondieron los otros mientras le alargaban sus botas con rakia.
También el padre, en un determinado momento, mostró prisa por seguir, pero la rakia les hizo continuar en donde estaban dentro de la mayor armonía. La mujer que hasta aquel momento había tenido al niño en sus brazos amoratados de frío, lo puso sobre el banco de piedra y lo envolvió con una manta de colorines. La criatura estaba tan tranquila como si estuviese en la cuna, y a ratos dormía, a ratos abría unos ojos curiosos que daban la impresión de que ella también participaba de la alegría general. ("Se ve que el pequeño es de nuestra ciudad -decía el padrino -, le gusta la compañía y la fiesta.")
– A tu salud, lanko -exclamó uno de sus vecinos -, que tu hijo sea feliz y que viva muchos años ¡Quiera Dios que sea tu orgullo y que gane la estima de los servios, y que alcance honores y bienes, y que viva en la abundancia! ¡Quiera Dios que…!
– ¿Qué os parece si vamos a bautizarlo? -interrumpió el padre.
– No te preocupes del bautizo -exclamaron todos, y de nuevo la rakia pasó de mano en mano.
– Raguib efendi Borovats no fue bautizado y fíjate qué buen mozo es: puede derribar un caballo -dijo uno de ellos en medio de la risa general.
Pero si aquellas gentes habían perdido, en la kapia, la noción del tiempo, el pope Nicolás no la había perdido: esperó un rato delante de la iglesia, después de lo cual montó en cólera, se puso su pelliza de piel de zorro y bajó, desde el Meïdan, a la ciudad. Allí alguien le dijo que el grupo se encontraba con el niño en la kapia. Partió en aquella dirección para reprenderlos como él sabía hacerlo, pero le acogieron con tanto afecto y con una alegría tan sincera, con tan solemnes excusas, con tan cálidos deseos y tan buenas palabras, que el pope Nicolás, que era un hombre brusco y severo, pero vichegradés con toda su alma, los perdonó, aceptó la bota y tomó un bocado. Se inclinó sobre el pequeño, le dio unos cuantos nombres cariñosos, mientras que la criatura miraba tranquilamente su amplio rostro de ojos azules y barba pelirroja.
El relato que corrió más tarde, según el cual el pequeño había sido bautizado en la kapia, no está de acuerdo con la realidad, pero sí es cierto que se entablaron en aquel lugar largas conversaciones en el transcurso de las cuales se bebieron sus buenos vasos de rakia, brindándose abundantemente. Sólo cuando la tarde ya estaba avanzada, toda la alegre comitiva se puso en marcha hacia el Meïdan. Una vez allí fue abierta la iglesia, donde el padrino balbució con lengua estropajosa, en nombre del nuevo ciudadano de Vichegrado, las palabras de renuncia al diablo y a sus obras.
Así fue bautizado el amigo Pedro, al que Dios dé salud. Y ya ha pasado de los cuarenta sin que le haya faltada nada -dijo Mihailo por terminar su relato.
Todos bebieron una vez más rakia y café, olvidando la realidad para poder soportarla. Ya hablaban más fácilmente, con más libertad, y les pareció que había en la vida cosas más humanas y más alegres que aquella tiniebla, aquel miedo y aquel cañoneo asesino.
Pasaron así la noche, como habían pasado su vida, hecha de peligros y de sufrimientos, pero, al mismo tiempo, luminosa, inquebrantable y justa. A impulsos de instintos hereditarios, desmenuzaban su existencia, la dividían en impresiones momentáneas y en necesidades inmediatas, dentro de las cuales se perdían constantemente. Sólo de aquella manera, viviendo cada instante por separado, sin mirar hacia delante ni hacia atrás, era imposible soportar semejante vida y conservarla para cuando llegasen mejores días.
Amaneció. Aquello significaba únicamente que el cañoneo comenzaría a hacerse más vivo y que el incomprensible e infinito juego de la guerra continuaría a la luz del sol. Y es que los días ya no tenían, en sí mismos, ni nombre ni sentido; el tiempo había perdido su significación y su valor. La gente sólo sabía esperar y estremecerse. Aparte de eso, pensaban, trabajaban, hablaban, caminaban como autómatas.
De ese modo -o de otro parecido- vivían los habitantes de los barrios altos situados algo más abajo de la fortaleza, en el Meïdan.
Abajo, en el centro de la ciudad, quedó poca gente. A partir del primer día de guerra se dio orden de que las tiendas se mantuviesen abiertas a fin de que los soldados de paso pudiesen realizar sus compras más indispensables, pero, sobre todo, para demostrar a la población que el enemigo estaba lejos y que no amenazaba ningún peligro a la ciudad. La orden, no se sabe cómo, seguía en vigor, incluso cuando empezaron los bombardeos; pero todo el mundo se esforzaba, con un pretexto más o menos justificado, en cerrar las tiendas durante la mayor parte del día. Aquellas que se encontraban muy cerca del puente y de la hostería de piedra, como la de Pavlé Rankovitch y la de Alí-Hodja, estaban cerradas todo el día por hallarse demasiado expuestas a los cañonazos. También el hotel de Lotika permanecía cerrado; el techo había sido destruido por un proyectil y los muros estaban acribillados de shrapnells.
Alí-Hodja sólo bajaba una o dos veces para ver si todo estaba en orden, y después se volvía a casa.
Lotika, con toda su familia, abandonó el hotel el primer día en que el puente empezó a ser bombardeado. Pasó con los suyos a la orilla izquierda del Drina y se refugió en una casa turca nueva y espaciosa. Aquella casa se encontraba a cierta distancia de la carretera, metida en una depresión y rodeada por el espeso follaje de un vergel, que le servía de protección. El propietario estaba en el campo con toda su familia.
Lotika y los suyos abandonaron el hotel a la caída de la noche, cuando solía reinar un silencio absoluto. De todos sus criados sólo había permanecido con ellos el fiel e inmutable Milán, un solterón que siempre iba muy bien arreglado. Hacía ya tiempo que no se tenía necesidad de expulsar a nadie del hotel. Los demás criados huyeron, como suele ocurrir en semejantes circunstancias, cuando fue disparado el primer cañonazo sobre la ciudad. Como siempre, Lotika fue la que se encargó de dirigir la mudanza y la que dio las órdenes oportunas para efectuarla, sin que nadie interviniese. Designó los objetos más indispensables y los más valiosos que había que trasladar, indicó los que podían dejarse, se preocupó de cómo debía de ir vestido cada uno y de lo que tendría que ponerse el hijo idiota y cojo de Debora, enferma y desconsolada, y de Mina, que estaba loca de miedo. Aprovechando la oscuridad de la calurosa noche de verano, cruzaron el puente con algunos trastos, llevando al niño enfermo en un carrito de mano y con las maletas y los paquetes. Por primera vez, desde hacía treinta años, el hotel se quedaba completamente cerrado y sin un alma viviente. Siniestro, tocado por los primeros proyectiles, parecía ya una vieja ruina. Apenas empezó a pasar por el puente aquel grupo integrado por sanos y enfermos, por jóvenes y viejos, cuando ya daban la impresión de esos judíos errantes, de esos desdichados fugitivos que, en todos los tiempos, han hollado los caminos del mundo.
Pasaron a la otra orilla y llegaron a la enorme casa turca en la que iban a vivir. Lotika se encargó de colocar cada cosa en su sitio y puso en orden a su familia y arregló sus equipajes de siniestrados. Pero cuando le llegó la hora de irse a la cama, en aquella casa medio vacía y que no era la suya, sin los cacharros y los papeles que la habían rodeado durante toda su vida, se le quebró el corazón y, por primera vez desde que tenía conciencia de sí misma, le abandonaron de golpe todas sus fuerzas. Su grito de dolor retumbó en la casa vacía. Fue algo que nadie había visto ni oído jamás, algo cuya existencia no podía ser sospechada: el llanto de Lotika, violento, abrumado y ahogado como el de un hombre; un llanto que no retenía, que no podía retener. Reinó en la familia una estupefacción llena de temor, un silencio casi religioso; a continuación, estallaron los sollozos, los lamentos generales. Para ellos, el derrumbamiento de las fuerzas de Lotika era un golpe más duro que la guerra, que el éxodo y que la pérdida de su casa, ya que, con ella, podía arreglarse todo y superarse las dificultades; pero sin ella no se podía hacer ni imaginar nada.
Cuando amaneció el día siguiente, un día radiante de verano con el cielo cubierto de nubes rojas, con un abundante rocío, lleno del canto de los pájaros, en lugar de la Lotika de otros tiempos que, hasta la tarde de la víspera, había regido la suerte de todos los suyos, en lugar de aquella Lotika apareció, desplomada en el suelo, una judía vieja e impotente que ya no era capaz de cuidar ni de sí misma, que lloraba como un niño, sin saber decir de qué tenía miedo ni qué era lo que la hacía sufrir.
Entonces se produjo otro milagro, El anciano Tsaler, pesado y soñoliento, que, ni siquiera en su juventud, había tenido voluntad ni pensamiento propio, aquel hombre que se había dejado conducir, con toda la familia, por Lotika y que nunca había sido joven, se reveló de pronto como un verdadero jefe de familia, dotado de una gran prudencia y de una notable resolución, capaz de tomar las decisiones necesarias y con la fuerza suficiente para llevarlas a la práctica. Consoló y cuidó a su cuñada como a un niño enfermo y se ocupó de todos del mismo modo que ella lo había hecho hasta entonces. Aprovechando los ratos de tranquilidad, iba a la ciudad y volvía trayendo del hotel abandonado los alimentos, los trastos y los vestidos indispensables. Encontró en algún sitio a un médico y lo condujo junto a la enferma. El médico comprobó que la mujer, agotada, padecía una depresión nerviosa total, recomendó que se la alejase lo antes posible de aquel lugar, que fuese sacada de la zona en que se desarrollaban las operaciones militares y recetó unas gotas. Tsaler se las arregló con las autoridades para obtener un coche y transportar a toda la familia a Rogatitsa, primero, y, después, a Sarajevo. Sólo tenían que esperar uno o dos días, hasta que Lotika se recuperase lo suficiente como para poder viajar. Pero la mujer seguía postrada como una paralítica, lloraba ruidosamente y, en su lenguaje pintoresco y enmarañado, pronunciaba palabras incoherentes que ponían de manifiesto una desesperación extrema, un gran miedo y un profundo hastío. Junto a ella se arrastraba por el desnudo suelo el desdichado hijo de Debora, que miraba con curiosidad la cara de su tía, llamándola con aquellas exclamaciones guturales e ininteligibles que Lotika comprendía tan bien, pero a las que ya no podía responder. No quería ni comer ni ver a nadie. Sufría indeciblemente imaginándose una serie de dolores puramente físicos. A veces, le parecía que se abrían de pronto, debajo de ella, dos tablas que tapaban una trampa traidora, y entonces le parecía caer a un abismo desconocido sin que pudiese agarrarse a nada, sin que nadie la defendiese, a no ser sus propios gritos. Otras veces, creía ser grande, ligera y fuerte; imaginaba que tenía piernas de gigante y poderosas alas, y que corría como un avestruz, pero dando zancadas más largas que de la casa a Sarajevo. Bajo sus pies chapoteaban los ríos y los mares, como si fuesen unas pequeñas charcas, y las ciudades y los pueblos crujían igual que arena o cristal. Aquellas sensaciones aceleraban los latidos de su corazón y la hacían jadear. No sabía dónde se detendría ni a qué lugar la conduciría aquella carrera alada, pero comprendía que se escapaba de las tablas que se abrían debajo de ella con la velocidad del relámpago. Se daba cuenta de que caminaba y de que dejaba tras de sí una tierra en la que no era conveniente seguir, sentía que cruzaba, como a través de llagas pestilentes, por pueblos y por grandes ciudades en los cuales las gentes se engañaban y mentían por medio de cifras y palabras. Cuando habían concluido sus comedias con palabras y cuando las cifras se habían embrollado, cambiaban sin más de juego, de igual modo que el mago hace girar el escenario. Y, en contra de lo que se decía y de lo que se esperaba, se veían avanzar cañones, fusiles y otros artefactos mortales, y avanzaban nuevas gentes, con los ojos inyectados en sangre, con las cuales toda conversación, todo trato, todo acuerdo resultaba imposible. Ante aquella invasión, Lotika dejaba de ser un pájaro gigante para convertirse en una pobre anciana impotente que reposaba sobre el duro suelo. Pero las gentes surgían a millares, a millones, y disparaban, y producían la muerte a mansalva, y degollaban metódicamente, y reducían todo a la nada, despiadadas y sin razón. Uno de ellos se inclinó sobre la mujer: no podía verle la cara, pero notó cómo apoyaba la punta de su bayoneta sobre su pecho.