De todo esto hablaban ahora en voz baja sin que viniese a cuento. Los dos hombres conversaban sobre cosas que les eran de sobra conocidas, las cuales podían examinar empezando por el final, por el principio o por el medio. Alí-Hodja, que quería y apreciaba enormemente a Muiaga, seguía hallando palabras para consolarlo y devolverle la tranquilidad, y no porque creyese posible encontrar un remedio para sus males, sino porque experimentaba la necesidad de manifestarse así, y porque sentía que era su deber compartir de la manera que fuese la mala suerte de su honorable y desdichado compañero, de un verdadero musulmán. Muiaga estaba sentado, fumaba: componía la imagen exacta de un hombre a quien el azar ha abrumado en exceso. Su frente y sus sienes estaban perladas de gruesas gotas de sudor que permanecían quietas unos instantes para ir luego agrandándose, hasta que el peso las hacía deslizarse por el rostro surcado de arrugas de Muiaga. Pero éste no las notaba ni se las enjugaba. Con sus ojos apagados contemplaba la hierba y, absorto en sus pensamientos, escuchaba sólo lo que pasaba dentro de él, algo que era más fuerte y más bullicioso que cualesquiera palabras de consuelo, que el más vivo cañoneo. De vez en cuando hacía con la mano un ligero signo negativo y pronunciaba unas palabras, que eran más una parte de su diálogo interno que una respuesta a lo que decían y a lo que pasaba en torno suyo.
– Querido Alí-Hodja, hemos llegado a un extremo en que no sabemos dónde vamos a meternos. Sólo Dios puede ver lo que mi difunto padre y yo hemos hecho para permanecer puros en nuestra fe y en nuestras costumbres musulmanas. Mi abuelo murió en Ujitsa y quizá ya no exista ni la más ligera huella de su tumba. Enterré a mi padre en Nova Varoch, y ni siquiera sé si su sepultura habrá sido hollada por ese rebaño de cristianos. Yo pensaba que, al menos, yo moriría aquí, en este lugar en el que aún puede oírse la llamada a la oración, pero me parece que está escrito que nuestra descendencia será reducida a la nada y que nadie llegará a ver los sepulcros de su familia. Sin embargo, Dios quiere que sea así. Me doy cuenta de que ya no podemos ir a ninguna parte. Ha llegado la época en que la verdadera fe no tiene más remedio que devorar sus propias entrañas. Y, ¿qué puedo hacer yo? ¿Irme con Nail-Bey y con sus Schutzkorps y perecer con un fusil alemán en las manos: deshonrarme ante este mundo y el otro o permanecer así, esperando a que lleguen los servios y aceptar aquello de lo que durante cincuenta años hemos venido huyendo?
Alí-Hodja iba a pronunciar algunas palabras de consuelo que proyectasen una luz de esperanza, pero fue interrumpido por una salva de la batería de las Rocas de Butko, a la que respondieron inmediatamente los cañones del Panos. También empezaron a tronar los del Golech. Tiraban exactamente por encima de las cabezas de los dos hombres, bastante bajo, de suerte que varios proyectiles de diversos calibres tejieron una trama en el cielo, produciendo un ruido melancólico que se agarraba a las entrañas y comprimía los vasos sanguíneos hasta producir un dolor. Alí-Hodja se levantó y propuso que fueran a cobijarse bajo el alero. Muiaga lo siguió como un sonámbulo.
En las casas servias que se hallaban alrededor de la iglesia, en el Meïdan, no se oían, por el contrario, lamentaciones contra el pasado ni se sentían temores ante el futuro. Sólo existía el miedo al presente. Reinaba en ellas una extrañeza particular, muda, que se mantiene siempre entre los hombres después de que han sido víctimas de un gran terror, después de que han padecido arrestos y muertes sin que hayan sido precedidos por ninguna orden ni por ningún juicio. Pero tras aquella consternación se ocultaba lo que siempre se había ocultado: un oído alerta, como antaño, hacía más de cien años, cuando ardían en el Panos las hogueras de los insurrectos; se había despertado la misma esperanza que entonces, la misma prudencia, la misma resolución de soportarlo todo si no quedaba otro remedio, y la misma fe confiada en hallar un final feliz.
Los hijos y los nietos de aquellos que, en aquel mismo lugar, encerrados como ellos en sus casas, ansiosos y sorprendidos, conmovidos en lo más profundo de sus corazones, prestaban oído tratando de percibir el ruido débil del cañón de Karageorges, emplazado en lo alto de Veletovo, los nietos y los biznietos de aquéllos escuchaban ahora, en medio de la cálida oscuridad, el estampido del trueno de los pesados proyectiles que pasaban sobre sus cabezas; y adivinaban por el sonido cuáles eran servios y cuáles alemanes, y les dedicaban palabras de entusiasmo o maldiciones, según el caso, y les daban nombres y motes. Todo esto siempre que los proyectiles pasaban altos y que los tiros iban dirigidos a las zonas de los alrededores, pero cuando el cañoneo descendía hasta el puente y la ciudad, se callaban e interrumpían sus palabras, porque tenían la impresión -lo jurarían- de que en medio del silencio total, en el centro de tanto espacio, uno y otro bando tiraba sobre ellos y sobre las casas en las que se encontraban. Y sólo cuando el estrépito de la cercana explosión había cesado, sólo entonces empezaban a hablar de nuevo con voz alterada, asegurándose unos a otros que el proyectil había caído a poca distancia y que era de un tipo muy peligroso en comparación con los demás.
Fue en casa de Ristitch donde buscó refugio la mayoría de la gente del barrio del comercio. Estaba situada esta casa un poco más arriba de la del cura, siendo algo rnás grande y más bonita que ésta y estando protegida del fuego de los cañones por dos huertos de ciruelos, dispuestos, sobre dos pendientes, a ambos lados de la casa. En ella había un escaso número de hombres y muchas mujeres cuyos maridos habían sido detenidos o llevados como rehenes; aquellas mujeres se habían refugiado en la casa con sus hijos.
En aquel edificio grande y rico vivían sólo Mihailo Ristitch, su mujer y su nuera, que se había quedado viuda. Al morir su marido se negó a volver a casarse y a regresar a su casa, quedándose a vivir con sus ancianos suegros y educando a sus hijos en casa de éstos. El hijo mayor huyó a Servia dos años antes, pereciendo, como voluntario, en la Legión de Bregalnitsa. Tenía entonces dieciocho años.
El viejo Mihailo, su mujer y su nuera se ocupaban de servir a sus huéspedes como si fuese la fiesta de su santo patrón. El anciano, sobre todo, se mostraba infatigable. Estaba destocado, lo cual no era corriente en él, ya que, por regla general, no se quitaba el fez rojo; su abundante cabellera gris le caía alrededor de las orejas y sobre la frente, y sus espesos bigotes, amarillentos en su parte inferior a causa del humo del tabaco, le rodeaban la boca como una eterna sonrisa. Cuando se daba cuenta de que alguien se sentía intimidado o más entristecido que los demás, se acercaba a él, lo animaba, le ofrecía rakia, café, tabaco.
– No puedo, Mihailo, te lo agradezco como a un padre, pero me parece que voy a ahogarme -se defendía una mujer todavía joven señalando con la mano su cuello blanco y ovalado.
Era la mujer de Pedro Gatal de Okolichta. Hacía unos días que Pedro marchó a Sarajevo para arreglar sus asuntos. La guerra le sorprendió en aquel lugar y no se había vuelto a saber nada de él. Las tropas la habían expulsado a ella y a sus hijos de su casa y había pedido asilo a Mihailo Ristitch, que era compadre de su suegro. La mujer se sentía abrumada por la preocupación que le producían la desaparición de su marido y su casa abandonada. Se retorcía las manos, suspiraba y sollozaba alternativamente.
Mihailo no le quitaba ojo y se mantenía constantemente cerca de ella. Se había enterado por la mañana de que, cuando Pedro regresaba de Sarajevo, había sido detenido en el tren y tomado como rehén, que lo habían conducido a Vardichta, y que allí, como consecuencia de una falsa alerta, había sido fusilado por equivocación. No se lo habían dicho todavía a la mujer y Mihailo vigilaba para que no se lo comunicasen bruscamente, sin miramientos. Ella se levantaba a cada instante, quería salir al patio y echar una mirada a Okolichta, pero Mihailo la retenía y le daba toda clase de razones, porque sabía que las casas de los Gatalovitch estaban ardiendo y quería evitar a la desdichada mujer aquel espectáculo. Bromeaba, sonreía y no paraba de ofrecerle algo:
– Toma, Stanoika; toma, muchacha. Un vasito sólo. Es un bálsamo, una especie de brebaje que disipa las preocupaciones. No es rakia.
La mujer bebía dócilmente. Y, a continuación, Mihailo daba de beber a todos y, con su infatigable e irresistible cordialidad, los obligaba a reconfortarse. Luego se dirigía nuevamente a la esposa de Pedro Gatal, que se mostraba algo más tranquila, limitándose a mirar pensativamente ante ella. Pero Mihailo no la dejaba. Le aseguraba, como a un niño, que todo aquello pasaría, que Pedro volvería de Sarajevo sano y salvo y que podrían los dos emprender el camino hacia su casa de Okolichta.
– Yo conozco bien a Pedro; asistí a su bautizo. Se habló mucho tiempo de aquel bautizo. Me acuerdo como si fuese hoy. Yo era entonces un muchacho en edad de casarme. Con motivo del bautizo de Pedro fui a Okolichta con mi difunto padre, que era el padrino de los hijos de lanko Gatal.
Y se puso a contar la historia del bautizo de Pedro Gatal, una historia que todos conocían, pero que aquella noche, en medio de las horas de angustia, les parecía nueva.
Hombres y mujeres se aproximaron, prestaron oído y, mientras escuchaban, olvidaron el peligro y dejaron de preocuparse del ruido del cañón en tanto duró el relato de Mihailo.
En los tiempos en que el famoso pope Nicolás era cura de Vichegrado, lanko Gatal, después de numerosos años de matrimonio, que le habían proporcionado una caterva de hijas, tuvo un hijo. A la semana siguiente, el niño fue llevado a bautizar. Algunos parientes y unos cuantos vecinos acompañaron al feliz padre y al padrino. Ya mientras bajaban de Okolichta, hicieron frecuentes altos y bebieron rakia ardiente de la bota del padrino. Y cuando, cruzando el puente, llegaron a la kapia, se sentaron un rato para descansar y echar otro traguito. Era un frío día de un otoño tardío y no había en la kapia ningún camarero ni ningún turco de la ciudad de los que solían ir a tomar café. Por esa razón, las gentes de Okolichta se instalaron como si estuviesen en su casa, abrieron sus bolsas de provisiones y la emprendieron con un nuevo frasco de rakia. Bebiendo a la salud unos de otros, de modo elocuente y con todo su corazón, se olvidaron de la criatura y del pope que había de bautizarla después del servicio. Como por aquel tiempo -allá, hacia 1870- no estaba permitido que repicasen las campanas de las iglesias, el feliz cortejo no se dio cuenta de que el tiempo pasaba y de que el servicio había terminado hacía un buen rato. En sus conversaciones, en las que se mezclaban audazmente el futuro lejano del niño y el pasado de los padres, el tiempo no tenía importancia ni era tomado en consideración. En vanas ocasiones se despertó la conciencia del padrino, el cual advirtió que tenían que seguir la marcha; pero los demás le hicieron callar inmediatamente.