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Puse los ojos en blanco. Otra vez mi hermana. Santa Valerie.

– Y está saliendo con un hombre muy agradable -siguió mi madre-. Creo que tiene buenas intenciones. Y es abogado. Algún día vivirá muy bien -mi madre volvió al cruce para que yo pudiera recoger el bolso-. ¿Y tú, qué? -quiso saber-. ¿Con quién estás saliendo tú?

– No me preguntes -contesté. No estaba saliendo con nadie. Estaba fornicando con Batman.

– No sé muy bien qué hacer ahora -dijo mi madre-. ¿Crees que debería denunciar todo esto a la policía? ¿Qué les podría contar? Quiero decir que, ¿cómo iba a quedar? Iba a Giovichinni a comprar fiambres y vi a un conejo que seguía a mi hija por la calle, así que lo atropellé, pero ha desaparecido.

– ¿Te acuerdas de que, cuando era pequeña, un día íbamos todos al cine y papá atropello a un perro en Roebling? Todos nos bajamos del coche para buscarlo pero no pudimos encontrarlo. Simplemente salió corriendo y desapareció.

– Me sentí fatal aquel día.

– Sí, pero fuimos al cine de todas formas. Quizá deberíamos ir a por esos fiambres y ya está.

– Era un conejo -dijo mi madre-. Y no tenía por qué estar en la carretera.

– Exacto.

Fuimos hasta Giovichinni en silencio y aparcamos delante de la tienda. Las dos salimos del coche y fuimos a mirar el morro del Buick. Había un poco de piel de conejo pegada al radiador, pero, aparte de eso, el LeSabre estaba en perfectas condiciones.

Mientras mi madre charlaba con el carnicero, salí fuera y llamé a Morelli desde un teléfono público.

– Esto te va a sonar un poco raro -dije-, pero mi madre acaba de atropellar al conejo.

– ¿Atropellar?

– Como en las carreteras campestres. No estamos muy seguras de qué hacer al respecto.

– ¿Dónde estáis?

– En Giovichinni, comprando fiambre.

– ¿Y el conejo?

– Desaparecido. Estaba con otros dos tipos. Lo recogieron de la carretera y se lo llevaron en el coche.

Hubo un largo silencio al teléfono.

– Estoy sin palabras, joder -dijo Morelli por fin.

Una hora después oí la camioneta de Morelli aparcando delante de la casa de mis padres. Llevaba vaqueros y botas, y una sudadera de algodón con las mangas subidas. La sudadera era lo bastante holgada como para ocultar la pistola que siempre llevaba en la cintura.

Yo me había duchado y arreglado el pelo, pero no tenía ropa limpia para cambiarme, así que seguía con los vaqueros rasgados y ensangrentados y la camiseta manchada de tierra. Tenía un corte abierto en la rodilla, una buena rozadura en el brazo y otra en la mejilla. Salí al encuentro de Morelli en el porche y cerré la puerta detrás de mí. No quería que la abuela Mazur se uniera a nosotros. Morelli me miró lentamente de arriba a abajo.

– Podría darte un beso en la rodilla y se te pondría mejor.

Una habilidad adquirida tras años de jugar a los médicos.

Nos sentamos juntos en un escalón y le conté lo del conejo en la pastelería y el intento de secuestro en el cruce.

– Y estoy casi segura de que era Darrow el que conducía.

– ¿Quieres que haga que le detengan?

– No. No podría identificarle con certeza.

La cara de Morelli se iluminó con una sonrisa.

– ¿De verdad atropello tu madre al conejo?

– Vio que me perseguía y lo atropello. Lo lanzó unos tres metros por el aire.

– Le gustas.

Asentí con la cabeza y los ojos se me humedecieron.

Un coche pasó por delante. Con dos hombres.

– Podrían ser ellos -dije-. Dos de los esbirros de Abruzzi. Intento estar en guardia, pero los coches son siempre diferentes.

Y sólo conozco a Abruzzi y a Darrow. Los otros han llevado siempre la cara tapada. No puedo darme cuenta a tiempo de que me van a asaltar. Y de noche, cuando sólo veo luces que vienen y van, es todavía peor.

– Estamos haciendo horas extras para encontrar a Evelyn, peinando los barrios en busca de testigos, pero hasta el momento no ha habido nada. Abruzzi sabe protegerse muy bien.

– ¿Quieres hablar con mamá de lo del conejo?

– ¿Hubo algún testigo?

– Sólo los dos tipos del coche.

– Normalmente no investigamos accidentes con conejos. Y éste era un conejo, ¿verdad?

Morelli no quiso quedarse a cenar. No me extraña. Valerie había invitado a Kloughn y en la mesa sólo quedaba sitio para cenar de pie.

– ¿A que es una monada? -me susurró la abuela en la cocina-. Igualito que el muñeco de las pastas Pillsbury.

Después de la cena le pedí a mi padre que me llevara a casa.

– ¿Qué piensas del clown ese? -me preguntó por el camino-. Parece que le gusta mucho Valerie. ¿Crees que hay alguna posibilidad de que haya algo?

– No se ha levantado y se ha ido cuando la abuela le ha preguntado si era virgen. Eso me parece una buena señal.

– Sí, lo ha aguantado. Debe de estar completamente desesperado si está dispuesto a entrar en una familia como la nuestra. ¿Alguien le ha dicho que la niña caballo es de Valerie?

Me imaginé que no habría problemas con Mary Alice. Kloughn, probablemente, se entendería con una niña que fuera diferente. Lo que a lo mejor no entendería serían las zapatillas de peluche rosa de Valerie. Tendríamos que ocuparnos de que no las viera nunca.

Cuando mi padre me dejó en casa eran casi las nueve. El aparcamiento estaba lleno y en las ventanas de las casas se veían las luces encendidas. Los mayores ya se habían encerrado para pasar la noche, víctimas de la mala visión nocturna y de la adicción a la televisión. A las nueve en punto estaban felizmente acampados y automedicados con largos vasos de licor y Diagnóstico: asesinato. A las diez se tragaban una pastillita blanca y se zambullían en horas de apnea del sueño.

Me acerqué a la puerta de mi apartamento y reconocí que había rechazado el sistema de seguridad de Ranger con demasiada ligereza. Habría estado bien saber si me esperaba alguien dentro. Llevaba la pistola guardada en la cintura de los vaqueros. Y tenía un plan trazado en mi cabeza. El plan era abrir la puerta, sacar la pistola, encender todas las luces de la casa y hacer otra bochornosa imitación de los polis de la tele.

La cocina era fácil de inspeccionar. No había nada. Lo siguiente eran el salón y el comedor. También eran fáciles. El cuarto de baño era más peliagudo. Tenía que vérmelas con la cortina de la ducha. Tenía que acordarme de no cerrarla. Descorrí la cortina y solté un suspiro de alivio. No había ningún muerto en la bañera.

A primera vista, el dormitorio parecía en orden. Desgraciadamente, sabía por experiencias anteriores que el dormitorio estaba lleno de escondrijos para todo tipo de cosas desagradables, como serpientes. Miré debajo de la cama y en todos los cajones. Abrí el armario y solté otro suspiro. No había nadie. Había recorrido todo el apartamento y no había encontrado ni muertos ni vivos. Podía encerrarme con total seguridad.

Estaba saliendo del dormitorio cuando caí en la cuenta. El recuerdo visual de algo extraño. Algo fuera de lugar. Regresé al armario y abrí la puerta. Y allí estaba, colgado con el resto de mi ropa, entre la chaqueta de ante y una camisa vaquera. El disfraz de conejo.

Me puse unos guantes de goma, saqué el traje de conejo del armario y lo dejé en el ascensor. No quería que mi apartamento volviera a ser objeto de otra investigación policial a gran escala. Utilicé el teléfono público del vestíbulo para hacer una llamada anónima a la policía, contando lo del disfraz de conejo en el ascensor. A continuación regresé a mi apartamento y metí Los cazafantasmas en el reproductor de DVD. A media película me llamó Morelli.

– No sabrás nada del disfraz de conejo que hay en el ascensor de tu casa, ¿verdad?

– ¿Quién, yo?

– Extraoficialmente, sólo por curiosidad morbosa, ¿dónde lo has encontrado?

– Estaba colgado en mi armario.

– Dios.

– ¿Tú crees que eso significa que el conejo ya no lo necesita? -pregunté.

Llamé a Ranger a primera hora de la mañana.

– Quiero hablarte del sistema de seguridad -dije.

– ¿Sigues teniendo visitas?

– Anoche encontré un disfraz de conejo en mi armario.

– ¿Con alguien dentro?

– No. Sólo el traje.

– Te mando a Héctor.

– Héctor me aterroriza.

– Sí, a mí también -dijo Ranger-. Pero no ha matado a nadie desde hace más de un año. Y es gay. Seguro que estarás a salvo.

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