Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Es un tío muerto, vestido de oso.

El mundo se detuvo durante un instante.

– ¿No son ni Evelyn ni Annie?

– No. Ya te lo he dicho: es un muerto vestido de oso. Ven a verlo tú misma.

– Me basta con tu palabra.

– Tu abuela se va a sentir muy decepcionada si no echas un vistazo. No se ve todos los días un muerto disfrazado de oso.

Llegaron los de la ambulancia seguidos por un par de coches sin distintivos. Costanza acordonó la escena del crimen con cinta de la policía.

Morelli aparcó al otro lado de la calle y se acercó andando con calma. Miró el interior del maletero y luego me miró a mí.

– Es un tipo muerto disfrazado de oso.

– Eso me han dicho.

– Tu abuela no te perdonará nunca que no vengas a verlo.

– ¿De verdad crees que debería verlo?

Morelli observó el cadáver del maletero.

– No, probablemente no -dijo, acercándose a mí-. ¿De quién es el coche?

– De Evelyn. Pero nadie la ha visto. Carol dice que el coche ha aparecido esta mañana. ¿Llevas tú este caso?

– No -contestó Morelli-. Lo lleva Benny. Yo sólo estoy de visita. Bob y yo íbamos de camino al parque cuando oí el aviso.

Bob nos observaba desde la camioneta de Morelli. Tenía la nariz aplastada contra la ventanilla y jadeaba.

– Estoy bien -dije a Morelli-. Te llamo cuando acabe con esto.

– ¿Tienes teléfono?

– Me han dado uno con el CR-V.

Morelli miró el coche.

– ¿Alquiler?

– Algo así.

– Mierda, Stephanie, no le habrás aceptado este coche a Ranger, ¿verdad? No, no me digas nada -levantó las manos-. No quiero saberlo -me miró de soslayo-. ¿Alguna vez le has preguntado de dónde saca todos estos coches?

– Me dijo que me lo podía contar, pero que entonces tendría que matarme.

– ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar que a lo mejor lo dice en serio?

Entró en la camioneta, se puso el cinturón de seguridad y encendió el motor.

– ¿Quién es Bob? -preguntó Carol.

– Bob es el que está sentado en la camioneta, jadeando.

– Yo también jadearía si estuviera en la camioneta de Morelli -dijo Carol.

Benny se nos acercó con el cuaderno en la mano. Tenía cuarenta y tantos años y probablemente estaría planteándose la jubilación para dentro de un par de años. Seguro que un caso como éste hacía que la jubilación pareciera más apetecible. No conocía a Benny personalmente, pero había oído a Morelli hablar de él de vez en cuando. Por lo que sabía, era un poli bueno y equilibrado.

– Tengo que hacerte unas preguntas -dijo.

Empezaba a saberme aquellas preguntas de memoria.

Me senté en el porche, de espaldas al coche. No quería ver cómo sacaban al fulano del maletero. Benny se sentó frente a mí. Detrás de Benny podía ver al viejo señor Pagarelli observándonos. Me pregunté si Abruzzi nos estaría observando también.

– ¿Sabes una cosa? -dije a Benny-. Esto empieza a ser aburrido.

Me miró como pidiéndome perdón.

– Casi hemos acabado.

– No me refiero a ti. Me refiero a esto. Al oso, al conejo, al sofá, a todo.

– ¿Te has planteado alguna vez cambiar de profesión?

– Cada minuto del día -aunque el trabajo tiene sus momentos-. Tengo que irme -dije-. Tengo cosas que hacer.

Benny cerró su libreta de policía.

– Ten cuidado.

Eso era exactamente lo que no iba a hacer. Me metí en el CR-V y sorteé los vehículos de urgencias que bloqueaban la calle. Aún no era mediodía. Lula estaría en la oficina. Tenía que hablar con Abruzzi y era demasiado cagueta para hacerlo yo sola.

Aparqué junto a la acera y crucé la puerta de la oficina.

– Quiero hablar con Eddie Abruzzi -dije a Connie-. ¿Tienes idea de dónde puedo encontrarle?

– Tiene un despacho en el centro. No sé si estará allí, siendo sábado.

– Yo sé dónde puedes dar con él -gritó Vinnie desde su santasantórum-. En las carreras. Va a las carreras todos los sábados, aunque caigan chuzos de punta, mientras los caballos corran.

– ¿A Monmouth? -pregunté.

– Sí, a Monmouth. Estará en la barrera.

Miré a Lula.

– ¿Te apetece ir a las carreras?

– Hombre, claro. Hoy me siento con suerte. Puede que apueste y todo. Mi horóscopo decía que hoy iba a tomar decisiones acertadas. Pero otra cosa: tú tienes que tener cuidado. Tu horóscopo de hoy era una mierda.

Aquello no me pilló por sorpresa.

– Veo que ya llevas un coche nuevo -observó Lula-. ¿De alquiler?

Apreté los labios.

Lula y Connie intercambiaron miradas de complicidad.

– Chica, lo que vas a pagar por ese coche… -dijo Lula-. Quiero enterarme de todos los detalles. Será mejor que tomes notas.

– Yo quiero medidas -dijo Connie.

Hacía un día agradable y el tráfico estaba bien. Íbamos en dirección a la costa y, afortunadamente para nosotras, no era julio, porque en julio toda la carretera sería un aparcamiento.

– Tu horóscopo no decía nada de decisiones acertadas -dijo Lula-. Por eso creo que hoy debería tomar las riendas yo. Y acabo de decidir que deberíamos apostar a los caballos y olvidarnos de Abruzzi. Además, ¿de qué demonios tienes que hablar con él? ¿Qué le vas a decir a ese tipo?

– No lo tengo pensado del todo, pero irá más o menos en la línea de «vete a tomar por culo»…

– Ay, ay, ay -dijo Lula-. A mí no me parece una decisión muy acertada.

– Benito Ramírez se alimentaba del miedo. Me da la impresión de que Abruzzi también es de ésos. Quiero que sepa que no le va a funcionar conmigo -y quiero saber qué es lo que busca. Quiero saber por qué Evelyn y Annie son tan importantes para él.

– Benito Ramírez no sólo se alimentaba del miedo -dijo Lula-. Eso era el principio. Era el calentamiento. A Ramírez le gustaba hacer daño a la gente. Y le gustaba hacerlo hasta que morías… o deseabas estar muerto.

Estuve pensando en aquello los cuarenta y cinco minutos que tardé en llegar al hipódromo. Lo peor era que sabía que era verdad. Lo sabía por experiencia propia. Había sido yo la que había encontrado a Lula después de que Ramírez hubiera terminado con ella. Lo de encontrar a Steven Soder había sido una fiesta comparado con el estado en que hallé a Lula.

– Ésta es mi idea del trabajo -dijo Lula mientras entraba en el aparcamiento-. No todo el mundo tiene un trabajo tan bueno como el nuestro. Es cierto que de vez en cuando nos pegan un tiro, pero, mira, hoy no estamos encerradas en un asqueroso edificio de oficinas.

– Hoy es sábado -dije-. La mayoría de la gente no trabaja.

– Bueno, sí. Pero esto lo podríamos hacer un miércoles si quisiéramos.

Sonó mi móvil.

– Apuesta diez dólares por Roger Dodger en la quinta -dijo Ranger, y colgó.

– ¿Qué? -preguntó Lula.

– Ranger. Quiere que apueste diez dólares a Roger Dodger en la quinta.

– ¿Le habías dicho que veníamos a las carreras?

– No.

– ¿Cómo lo hace? -preguntó Lula-. ¿Cómo sabe dónde estamos? Si te digo que no es humano. Es un alienígena o algo por el estilo.

Miramos alrededor para ver si nos seguían. En aquella ocasión, ni se me había ocurrido pensar que podía haber alguien pisándonos los talones.

– Probablemente le ha puesto un chivato electrónico al coche -dije-. Como el satélite OnStar, con la diferencia de que éste manda la información a la Baticueva.

Atravesamos la verja de acceso, siguiendo la marea de gente que entraba al interior del hipódromo. La primera carrera se acababa de terminar y en la zona de apuestas el ambiente estaba todavía impregnado del olor a sudor nervioso. El aire era denso, por la ansiedad colectiva, la esperanza y la energía frenética que bulle en las carreras.

A Lula, los ojos se le iban de un lado a otro, sin saber hacia dónde ir primero, sintiendo la llamada irresistible de los nachos, la cerveza y las ventanillas de apuestas.

– Necesitamos un programa de carreras -dijo-. ¿Cuánto tiempo tenemos? No quiero perderme la próxima. Hay un caballo que se llama Decisivo. Es una señal del cielo. Primero mi horóscopo y ahora esto. Estaba escrito que tenía que venir hoy aquí y apostar a ese caballo. Quítate de en medio. Me estás bloqueando el paso.

Me quedé esperando mientras Lula hacía la apuesta. A mi alrededor la gente hablaba de caballos y de jockeys, vivía el momento y disfrutaba. A mí, por el contrario, la diversión me estaba vetada. No podía quitarme a Abruzzi de la cabeza. Me sentía acosada. Estaban jugando con mis emociones. Mi integridad estaba amenazada. Y me sentía furiosa. Estaba hasta la coronilla de aquello. Lula tenía toda la razón sobre Benito Ramírez y su crueldad sádica. Y probablemente también tenía toda la razón respecto a que hablar con Abruzzi era un error. Pero iba a hacerlo de todas formas. No podía evitarlo. Claro que, antes, tenía que encontrarle. Y no iba a ser tan fácil como había creído en un principio. Había olvidado lo grande que era la zona de barrera y la cantidad de gente que se congregaba allí.

Sonó el timbre que anunciaba el cierre de las ventanillas y Lula se me acercó apresurada.

– Ya está. He llegado justo a tiempo. Tenemos que darnos prisa y conseguir asientos. No quiero perdérmelo. Estoy completamente segura de que este caballo va a ganar. Y es una oportunidad única. Esta noche salimos a cenar. Yo invito.

Encontramos unos asientos en las gradas y nos dispusimos a ver la carrera. Si hubiera tenido mi propio CR-V, habría unos prismáticos en la guantera. Desgraciadamente, ahora los prismáticos serían una masa informe de cristal y plástico derretidos, reducida al espesor de una moneda.

Observé metódicamente a la gente que ocupaba la barrera, intentando localizar a Abruzzi. Los caballos tomaron la salida y la multitud se lanzó hacia adelante, gritando y agitando los programas. No se veía más que una masa difusa de colores. Lula gritaba y daba saltos a mi lado.

– ¡Corre, pedazo de cabrón! -aullaba-. ¡Corre, corre, corre, maldito hijo de puta!

Yo no estaba muy segura de lo que quería. Por un lado quería que ganara, pero me temía que si ganaba se pondría insoportable con el rollo del horóscopo.

Los caballos cruzaron la línea de meta y Lula no dejaba de saltar.

– ¡Sí! -gritaba-. ¡Sí, sí, sí!

La miré.

– Has ganado, ¿verdad?

– Puedes apostar el culo a que sí. Veinte a uno. Debo de ser la única genio en todo este puñetero sitio que ha apostado por esa maravilla de cuatro patas. Voy por mi dinero. ¿Vienes conmigo?

41
{"b":"93976","o":1}