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– Dios mío, no puedo tardar años. Tendré que esconderme en la Baticueva.

– Una vez que entras en la Baticueva, es para siempre, cariño.

Ayyyy.

– Prueba a llamarlas -dijo Ranger-. Los números del trabajo están en el expediente.

Barbara Ann y Kathy se mostraron cautelosas. Ambas admitieron que habían visto a Dotty y a Evelyn, y sabían que también iban a estar con Louise. Las dos insistieron en que no sabían dónde pensaban ir luego. Me dio la impresión de que decían la verdad. Pensé que seguramente Evelyn y Dotty sólo harían planes con un día de antelación. Suponía que habían intentado ir de camping, pero que, por alguna razón, aquello no había funcionado. Y ahora iban de un sitio a otro para que no se las localizara.

Pauline no tenía ni idea de la historia.

Louise fue la más comunicativa, posiblemente porque era la que estaba más preocupada.

– Sólo se quisieron quedar una noche -dijo-. Sé que lo que me contáis del ex marido de Evelyn es cierto, pero hay algo más. Los niños estaban agotados y se querían ir a casa. También Evelyn y Dotty parecían muy cansadas. No querían hablar de ello, pero yo me di cuenta de que estaban huyendo de algo. Creí que era del ex marido de Evelyn, pero ya veo que no. ¡Santa Madre de Dios! -dijo-. ¿No pensaréis que lo ha matado ella?

– No -dije-. Lo mató un conejo. Una cosa más: ¿te fijaste en el coche que llevaban? ¿Iban todos juntos en un solo coche?

– Era el coche de Dotty. El Honda azul. Al parecer, Evelyn llevaba su coche, pero se lo robaron un momento que lo dejaron en el camping. Me contaron que se fueron a hacer la compra y al volver el coche y todo lo que tenían en él había desaparecido. ¿Te imaginas?

Le di el teléfono de mi casa y le pedí que me llamara si recordaba cualquier cosa que pudiera servirnos de ayuda.

– Callejón sin salida -dije a Ranger-. Pero sé por qué se fueron del camping -y le conté lo del robo del coche.

– La versión más probable es que Evelyn y Dotty regresaron de la compra, vieron otro coche aparcado al lado del suyo y se fueron, abandonándolo todo -dijo Ranger.

– Y al ver que no volvían, Abruzzi lo hizo desaparecer.

– Es lo que yo haría -dijo Ranger-. Cualquier cosa con tal de ponerles las cosas difíciles.

Estábamos atravesando Highland Park, acercándonos al puente que cruza el río Raritan. Otra vez estábamos sin pistas, pero al menos teníamos algo más de información. No sabíamos dónde estaba Evelyn ahora, pero sabíamos dónde había estado. Y sabíamos que ya no llevaba el Sentra.

Ranger paró en un semáforo y se volvió hacia mí.

– ¿Cuándo disparaste una pistola por última vez? -preguntó.

– Hace un par de días. Maté una serpiente. ¿Esa pregunta tiene truco?

– Es una pregunta muy seria. Deberías llevar pistola. Y deberías sentirte cómoda disparando con ella.

– Vale. Te prometo que la próxima vez que salga llevaré la pistola.

– ¿Y le pondrás balas?

Dudé un momento.

– Le pondrás balas -dijo Ranger, mirándome fijamente.

– Claro -dije.

Se estiró para abrir la guantera y sacó una pistola. Era una Smith amp; Wesson 38 especial de cinco tiros. Se parecía muchísimo a mi pistola.

– Me pasé por tu apartamento esta mañana y te recogí esto -dijo Ranger-. La encontré en el tarro de las galletas.

– Todos los tipos duros guardan sus pistolas en el tarro de las galletas.

– Dime uno.

– Rockford.

Ranger sonrió.

– Acepto la corrección.

Tomó una carretera que discurría paralela al río y al cabo de un kilómetro se metió en una zona de aparcamiento delante de un edificio grande, parecido a un almacén.

– ¿Qué es esto? -pregunté.

– Una galería de tiro. Vas a entrenarte a disparar.

Sabía que era necesario, pero detestaba el ruido y el manejo del arma. No me gustaba la idea de tener en las manos un aparato que, básicamente, producía explosiones. Siempre tenía la sensación de que pasaría algo y me volaría limpiamente el dedo gordo.

Ranger me pertrechó con protectores para los oídos y gafas. Cargó las balas y dejó la pistola en la estantería de la cabina que me habían asignado. Acercó la diana de papel hasta siete metros. Si alguna vez en mi vida iba a disparar contra alguien, lo más probable es que ese alguien estuviera bastante cerca de mí.

– Muy bien, Tex -dijo-, a ver qué tal se te da.

Amartillé y disparé.

– Estupendo -dijo Ranger-. Ahora vamos a probar con los ojos abiertos.

Me corrigió la forma de agarrar el arma y la postura. Y volví a intentarlo.

– Mejor.

Practiqué hasta que me dolía el brazo y no podía seguir apretando el gatillo.

– ¿Cómo te sientes ahora con la pistola? -preguntó Ranger.

– Más cómoda, pero sigue sin gustarme.

– No hace falta que te guste.

Ya era tarde cuando salimos de la galería de tiro y, de vuelta a la ciudad, nos encontramos con el tráfico de hora punta. No tengo paciencia con el tráfico. Si hubiera sido yo la que conducía habría soltado maldiciones y me habría dado cabezazos contra el volante. Ranger estuvo impasible, con un control total. Calma zen. Podría jurar que varias veces hasta dejó de respirar.

Cuando nos encontramos en el atasco de entrada a Trenton, Ranger se desvió por una salida, giró por una calle lateral y se detuvo en un pequeño aparcamiento situado entre tiendas con fachadas de ladrillo y casas adosadas de tres pisos. Los escaparates de las tiendas estaban sucios y turbios. Pintadas de spray negro cubrían los pisos bajos de las viviendas.

Si en aquel preciso momento alguien hubiera salido de una casa tambaleándose, con la sangre manando de varios orificios de bala en diversas partes del cuerpo, no me habría sorprendido lo más mínimo.

Miré por la ventanilla del coche y me mordí el labio inferior.

– No iremos a la Baticueva, ¿verdad?

– No, cariño. Vamos a Shorty's a comernos una pizza.

Un pequeño rótulo de neón colgaba sobre la puerta del edificio contiguo al aparcamiento. Como era de esperar, en él se leía «Shorty's». Las dos pequeñas ventanas de la fachada del edificio habían sido pintadas de negro. La puerta era de madera gruesa y no tenía ventana.

Miré a Ranger con desconfianza.

– ¿Es rica la pizza de aquí? -intenté que la voz no me temblara, pero en mi cabeza la oí débil y lejana. Era la voz del miedo. Puede que «miedo» sea una palabra demasiado fuerte. Después de lo que había pasado la última semana, quizá habría que reservar «miedo» para situaciones de peligro de muerte. Aunque no sé; tal vez «miedo» fuera adecuada en este caso.

– La pizza de aquí es muy rica -contestó Ranger, y me abrió la puerta.

La repentina oleada de ruido y el olor a pizza casi me tiran al suelo. El interior de Shorty's estaba oscuro y lleno de gente. Los laterales aparecían cubiertos de reservados y el centro de la sala, atestado de mesas. Una vieja sinfonola berreaba música desde una esquina del fondo. La mayor parte de los clientes de Shorty's eran hombres. Las mujeres que se veían tenían toda la pinta de sabérselas arreglar solas. Los hombres llevaban vaqueros y botas de trabajo. Eran jóvenes y viejos, con caras marcadas por años de sol y cigarrillos. Y no parecían necesitar clases de tiro.

Nos acomodamos en el reservado de una esquina lo bastante oscura como para que no se vieran ni las manchas de sangre ni las cucarachas. Ranger parecía encontrarse a gusto, con la espalda apoyada en la pared y la camisa negra fundiéndose con las sombras.

La camarera iba vestida con una camiseta blanca de Shorty's y una falda corta negra. Tenía unas tetas enormes, el pelo castaño, rizado y muy abundante, y más rímel del que yo me hubiera puesto en mi vida, ni siquiera en mis días de mayor inseguridad. Sonrió a Ranger como si le conociera mucho mejor que yo.

– ¿Qué vais a tomar? -dijo.

– Pizza y cerveza -contestó Ranger.

– ¿Vienes mucho por aquí? -pregunté.

– Bastante a menudo. Tenemos un piso franco en el barrio. La mitad de la gente que hay aquí es de la zona. La otra mitad son de una parada de camiones que hay en la manzana de al lado.

La camarera dejó caer sobre la maltratada mesa unos posavasos de cartón y puso un vaso de cerveza helada en cada uno de ellos.

– Creía que no bebías -dije a Ranger-. Por ese rollo tuyo de que el cuerpo es un templo. Y ahora resulta que bebes vino en mi apartamento y cerveza en Shorty's.

– No bebo cuando estoy trabajando. Y nunca me emborracho. Y el cuerpo es un templo solamente cuatro días a la semana.

– Vaya -dije-, te estás echando a perder con tanta pizza y tanta cerveza tres días a la semana. Ya me parecía haberte notado una acumulación de grasa alrededor de la cintura.

Ranger levantó una ceja.

– Una acumulación de grasa alrededor de la cintura. ¿Alguna cosa más?

– Puede que una papada incipiente.

La cierto era que Ranger no tenía grasa en ningún sitio. Ranger era perfecto. Y los dos lo sabíamos.

Dio un trago de cerveza y me miró atentamente.

– ¿No te parece que estás arriesgando mucho con esas observaciones cuando yo soy lo único que te separa de ese sujeto de la barra que tiene una serpiente tatuada en la frente?

Miré al sujeto de la serpiente.

– Parece un buen chico -bueno para ser un psicópata asesino.

Ranger sonrió.

– Trabaja para mí.

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