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– ¿Estarás a las nueve? -me preguntó Lula cuando aparqué delante de la oficina.

– Supongo que sí. ¿Y tú?

– No me lo perdería por nada del mundo.

De camino a casa me detuve en la tienda y compré algunas cosas. Para cuando llegué al apartamento ya era la hora de la cena y el edificio estaba lleno de aromas de comida. Sopa minestrone detrás de la puerta de la señora Karwatt. Burritos en el otro extremo del pasillo.

Llegué a mi puerta con la llave en la mano y me quedé helada. Si Abruzzi podía meterse en un coche cerrado con llave, también podría entrar en el apartamento. Había que tener cuidado. Metí la llave en la cerradura. La giré. Abrí la puerta. Me quedé un momento quieta en el descansillo, con la puerta abierta, tomándole el pulso al apartamento. Escuchando el silencio. Tranquilizada por los latidos de mi corazón y el hecho de que no se hubiera lanzado a devorarme una jauría de perros furiosos.

Atravesé el umbral, dejando la puerta abierta, y recorrí las habitaciones, abriendo cuidadosamente cajones y armarios. Ninguna sorpresa, gracias a Dios. Sin embargo, sentía algo peculiar en el estómago. Me estaba costando mucho borrar la amenaza de Abruzzi de mi cabeza.

– Toc, toc -dijo una voz desde el quicio de la puerta.

Kloughn.

– Estaba por el barrio -dijo-, y se me ha ocurrido pasar a saludarte. Además, traigo comida china. Era para mí, pero he comprado demasiada. Y he pensado que podría apetecerte. Pero no te la tienes que comer si no quieres. Aunque, claro, si te apeteciera sería genial. No sé si te gusta la comida china. O si prefieres comer sola. O…

Agarré a Kloughn y tiré de él hacia el interior del apartamento.

– ¿Qué es esto? -dijo Vinnie cuando me presenté con Kloughn.

– Albert Kloughn -dije-. Abogado.

– ¿Y?

– Me ha invitado a cenar y yo le he invitado a venir con nosotros.

– Parece el muñequito de las galletas. ¿Qué te ha dado de cenar, bollitos de mantequilla?

– Comida china -dijo Kloughn-. Ha sido uno de esos impulsos incontrolables. De repente me apetecía comida china.

– No me vuelve loco la idea de llevarme a un abogado a una detención -dijo Vinnie.

– No pienso denunciarle, se lo juro por Dios -dijo Kloughn-. Y fíjese, tengo una linterna, y un spray de defensa y todo. Estoy pensando en comprarme una pistola, pero no acabo de decidirme entre una de seis balas o una semiautomática. Aunque tiendo a inclinarme por la semiautomática.

– Decídete por la semiautomática -recomendó Lula-. Le caben más balas. Uno nunca tiene suficientes balas.

– Quiero un chaleco antibalas -dije a Vinnie-. La última vez que hicimos una detención juntos lo destrozaste todo a tiro limpio.

– Fueron unas circunstancias especiales -replicó Vinnie.

Sí, vale.

Kloughn y yo nos pertrechamos con sendos chalecos Kevlar y los cuatro nos metimos en el Cadillac de Vinnie.

Media hora más tarde estábamos aparcados a la vuelta de la esquina de la casa de Bender.

– Ahora vais a ver cómo trabaja un profesional -dijo Vinnie-. Tengo un plan y espero que cada uno cumpla su cometido, de manera que escuchad con atención.

– ¡Madre mía! -suspiró Lula-. Un plan.

– Stephanie y yo nos ocuparemos de la puerta principal -prosiguió Vinnie-. Lula y el clown cubrirán la puerta trasera. Todos entramos al mismo tiempo y entre todos reducimos a ese hijo de la gran puta.

– Menudo pedazo de plan -dijo Lula-. Nunca se me habría ocurrido una cosa así.

– K-l-o-u-g-h-n -corrigió Albert.

– Lo único que tenéis que hacer es esperar a que yo grite: «Agentes de fianzas» -dijo Vinnie-. Entonces forzamos las puertas y entramos todos gritando: «Quietos…, agentes de fianzas».

– Yo no lo voy a hacer -me opuse-. Me sentiría como una idiota. Eso sólo lo hacen en televisión.

– A mí me gusta -dijo Lula-. Siempre he querido forzar una puerta y entrar gritando cosas.

– Quizá me equivoque -intervino Kloughn-, pero forzar las puertas puede que sea ilegal.

– Sólo es ilegal si no es la casa indicada -dijo Vinnie mientras se ajustaba la hebilla de una cartuchera de nailon.

Lula sacó una Glock de su bolso y se la colocó en la cintura de la minifalda de lycra.

– Estoy lista -dijo-. Qué pena que no nos acompañe un equipo de televisión. Esta falda amarilla se vería de maravilla.

– Yo también estoy listo -dijo Kloughn-. Llevo la linterna por si se van las luces.

No quería alarmarle, pero ésa no es la razón por la que los cazarrecompensas llevan linternas de un kilo de peso.

– ¿Alguien ha comprobado si Bender está en casa? -pregunté-. ¿Alguien ha hablado con su mujer?

– Vamos a escuchar debajo de la ventana -propuso Vinnie-. Parece que hay alguien viendo la televisión.

Todos cruzamos el césped de puntillas, nos pegamos a la pared y escuchamos agazapados debajo de la ventana.

– Parece una peli -dijo Kloughn-. Parece una peli guarra.

– Entonces Bender tiene que estar en casa -dijo Vinnie-. Su mujer no va a estar ahí tirada y sola viendo una película porno.

Lula y Kloughn rodearon la casa para ir por la puerta de atrás, y Vinnie y yo nos acercamos a la entrada principal. Vinnie sacó la pistola y llamó a la puerta, que habían remendado con una gran plancha de contrachapado.

– ¡Abran! -gritó Vinnie-. ¡Agentes de fianzas!

Dio un paso hacia atrás y estaba a punto de darle una patada a la puerta con la bota, cuando oímos a Lula entrar por la puerta de atrás gritando como una loca.

Antes de que pudiéramos reaccionar, la puerta principal se abrió de golpe y un sujeto desnudo salió corriendo y casi me tira escalones abajo. Dentro de la casa se formó un pandemónium. Había hombres que intentaban huir, unos desnudos y otros vestidos, todos blandiendo sus armas y gritando: «¡Quítate d'emmedio, joputa!».

Lula estaba en el centro de todo aquello.

– ¡Eh! -gritaba-. ¡Esto es una operación de la policía judicial! ¡Todo el mundo quieto!

Vinnie y yo habíamos logrado llegar al centro de la sala, pero no se veía ni rastro de Bender. Demasiados hombres en demasiado poco espacio y todos intentando salir de la casa. A nadie le importaba que Vinnie llevara la pistola desenfundada. No estoy segura de que se hubieran dado cuenta en medio de aquella confusión.

Vinnie disparó al aire, arrancando un trozo de techo. En ese momento se hizo el silencio porque no quedaba nadie en el salón, salvo Vinnie, Lula, Kloughn y yo.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lula-. ¿Qué es lo que acaba de pasar aquí?

– No he visto a Bender-dijo Vinnie-. ¿'Es ésta su casa?

– ¿Vinnie? -clamó una voz femenina desde el dormitorio-. Vinnie, ¿eres tú?

Vinnie abrió unos ojos como platos.

– ¿Candy?

Una mujer desnuda, de una edad indefinida, entre los veinte y los cincuenta años, salió de la habitación. Tenía unas tetas enormes y el vello púbico recortado en forma de rayo. Alargó los brazos hacia Vinnie.

– Cuánto tiempo sin verte -dijo ella-. ¿Qué hay de nuevo?

Una segunda mujer salió del dormitorio.

– ¿En serio que es Vinnie? -preguntó-. ¿Qué hace aquí?

Me colé en el dormitorio por detrás de las mujeres en busca de Bender. En la habitación había focos y una cámara, ahora abandonada. No estaban viendo una película porno… la estaban haciendo.

– Bender no está ni en el dormitorio ni en el cuarto de baño -dije a Vinnie-. Y no hay más casa.

– ¿Estás buscando a Andy? -preguntó Candy-. Se ha ido hace un rato. Dijo que tenía cosas que hacer. Por eso le pedimos prestada su casa. Deliciosamente privada. Al menos hasta que apareciste tú.

– Creíamos que era una redada -dijo la otra mujer-. Creíamos que erais polis.

Kloughn le dio a cada una de las mujeres su tarjeta.

– Albert Kloughn, abogado -dijo-. Por si necesitan un abogado alguna vez.

Una hora después entraba en mi aparcamiento con Kloughn chachareando a mi lado. Había puesto a los Godsmack en el reproductor de CD, pero el volumen no era suficiente para neutralizar del todo a Kloughn.

– Madre mía, ha sido increíble -decía Kloughn-. Nunca había visto a una estrella de cine tan de cerca. Y sobre todo desnuda. No la he mirado, demasiado, ¿verdad? Quiero decir, que no se puede evitar mirar, ¿verdad? Hasta tú la has mirado, ¿verdad?

Verdad. Pero no me he puesto de rodillas para examinar el vello púbico en forma de rayo.

Aparqué y acompañé a Kloughn a su coche, para cerciorarme de que abandonaba el aparcamiento sano y salvo. Me giré para entrar en el edificio y solté un grito al chocar con Ranger.

Estaba pegado a mí y sonreía.

– ¿Una buena cita?

– Ha sido un día muy raro.

– ¿Cómo de raro?

Le conté lo de Vinnie y la película porno.

Ranger echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Algo que no se veía muy a menudo.

– ¿Esto es una visita social? -pregunté.

– Todo lo social que puede ser, tratándose de mí. Vuelvo a casa del trabajo.

– A la Baticueva -nadie sabía dónde vivía Ranger. La dirección que figuraba en su carné de conducir era un solar vacío.

– Sí. A la Baticueva.

– Me encantaría conocerla alguna vez.

Nos miramos a los ojos.

– Tal vez algún día -dijo-. A tu coche no le vendría mal una pasadita por el taller.

Le conté lo de las arañas y que Abruzzi me había amenazado con que en un momento u otro me arrancaría el corazón.

– A ver si lo he entendido -dijo Ranger-. Ibas en el coche después de ser atacada por una bandada de gansos cuando una araña se te echó encima e hizo que te estrellaras contra un coche aparcado.

– Deja de sonreír -pedí-. No tiene gracia. Odio las arañas.

Me echó un brazo por encima de los hombros.

– Ya lo sé, cariño. Y tienes miedo de que Abruzzi cumpla su amenaza.

– Sí.

– Hay demasiados hombres peligrosos en tu vida.

Le miré de soslayo.

– ¿Se te ocurre alguna forma de reducir la lista?

– Podrías matar a Abruzzi.

Levanté las cejas.

– No le importaría a nadie -dijo Ranger-. No es un tipo muy querido.

– ¿Y los otros tíos peligrosos de mi vida?

– No son una amenaza mortal. Puede que te rompan el corazón, pero no te lo arrancarán del cuerpo.

Madre mía, ¿y aquello se suponía que debía tranquilizarme?

– Aparte de tu sugerencia de matarle, no sé qué hacer para frenar a Abruzzi -dije a Ranger-. Soder puede que quiera recuperar a su hija, pero Abruzzi va detrás de algo más. Y sea lo que sea, cree que yo también voy tras ello -levanté la mirada a mi ventana. No me volvía loca la idea de entrar en el apartamento sola. La amenaza de arrancarme el corazón todavía me ponía los pelos de punta. Y de vez en cuando sentía arañas inexistentes arrastrándose por mi piel-. Bueno -dije-, y ya que estás aquí, ¿no te apetece subir y tomar una copa de vino?

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