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Lula se miró las manos.

– Ah-ah -dijo-. Se me deben de haber caído con la emoción del momento. No es que me asustara, ¿sabes? Sencillamente me emocioné.

Por el camino me detuve en el bar de Soder.

– Sólo será un minuto -dije-. Tengo que hablar con Steven Soder.

– Por mí no hay inconveniente -dijo Lula-. Me vendría bien una copa -miró a Kloughn-. ¿Tú que dices, muñecote?

– Claro que sí, a mí también me vendría bien una copa. Es sábado por la noche, ¿verdad? Los sábados por la noche hay que salir a tomar una copa.

– Yo podía haber quedado con alguien -dijo Lula.

– Yo también -replicó Kloughn-. Hay montones de mujeres que quieren salir conmigo. Pero no me apetecía. De vez en cuando conviene alejarse de todo ese barullo.

– La última vez que estuve en este bar me tuvieron que echar de malas maneras -dijo Lula-. ¿Tú crees que se acordarán de mí?

Soder me vio en cuanto entramos.

– Hombre, si es la pequeña Miss Fracasada -dijo-. Y sus dos amigos fracasados.

– Di lo que quieras -contesté.

– ¿Ya has encontrado a mi cría? -era una broma, no una pregunta.

Me encogí de hombros. Un gesto que significaba «puede que sí, pero también puede que no».

– Fracasaaaaada -canturreó Soder.

– Deberías aprender un poco de urbanidad -dije-. Tendrías que ser más civilizado conmigo. Y tendrías que haber sido más agradable con Dotty esta mañana.

Aquello le puso en tensión.

– ¿Cómo sabes lo de Dotty?

Otro gesto de hombros.

– No vuelvas a encogerte de hombros -dijo-. Ese cerebro de chorlito de mi ex mujer es una secuestradora. Y será mejor que me cuentes lo que sepas.

Le dejé sin conocer la amplitud de mis conocimientos. Probablemente no fuera una postura muy inteligente, pero era definitivamente muy satisfactoria.

– He cambiado de opinión respecto a la copa -dije a Lula y a Kloughn.

– Por mí, de acuerdo -respondió Lula-. La verdad es que no me gusta el ambiente de este bar.

Soder miró otra vez a Kloughn.

– Oye, a ti te recuerdo. Eres el retrasado mental de abogado que representó a Evelyn.

Kloughn resplandeció.

– ¿Te acuerdas de mí? No creí que nadie se acordara de mí. Madre mía, quién lo iba a decir.

– Evelyn se quedó con la cría por tu culpa -dijo Soder-. Armaste mucho escándalo a cuenta de este bar. Y le diste la cría a una cretina drogadicta, gilipollas incompetente.

– A mí no me parecía drogadicta -dijo Kloughn-. Si acaso un poco… despistada.

– ¿Qué te parece si despisto mi pie en tu culo? -amenazó Soder, dirigiéndose al final de la larga barra de roble.

Lula metió la mano en el gran bolso de cuero que llevaba al hombro.

– Tengo un spray por aquí perdido. Y tengo una pistola.

Le di la vuelta a Kloughn y le empujé hacia la puerta.

– ¡Vámonos! -grité en su oreja-. ¡Corred al coche!

Lula seguía con la cabeza baja, revolviendo en el bolso.

– Seque tengo una pistola por aquí.

– ¡Olvida la pistola! -dije a Lula-. Vámonos de aquí.

– Y un cuerno -contestó-. Este tipo se merece que le peguen un tiro. Y pienso hacerlo si encuentro la pistola.

Soder salió de detrás de la barra y se lanzó sobre Kloughn. Yo me planté delante de él y me dio un empellón con ambas manos.

– Oye, no la empujes así -dijo Lula, y le dio a Soder un golpe con el bolso en la nuca. El se giró y ella le volvió a pegar, atizándole esta vez en la cara y haciéndole dar dos pasos atrás.

– ¿Qué…? -gruñó Soder, aturdido, parpadeando y tambaleándose ligeramente.

Dos matones se acercaban a nosotros desde el otro extremo del bar y la mitad de los presentes había sacado la pistola.

– Ah-ah -dijo Lula-. Creo que me he dejado la pistola en el otro bolso.

Agarré a Lula de una manga, la arrastré hacia la puerta y las dos salimos corriendo. Abrí el coche desde lejos con el control remoto, saltamos a su interior y salí disparada de allí.

– En cuanto consiga encontrar la pistola pienso volver y meterle el cargador por el culo -dijo Lula.

Desde que conozco a Lula nunca la he visto meterle un cargador por el culo a nadie. Las bravuconadas injustificadas son una de las cualidades que más valoramos los cazarrecompensas.

– Necesito un día libre -dije-. Sobre todo, necesito un día sin Bender.

Una de las cosas buenas que tienen los hámsters es que les puedes contar cualquier cosa. Los hámsters no te juzgan, mientras les des de comer.

– No tengo vida propia -dije a Rex-. ¿Cómo he llegado a este punto? Antes era una persona muy interesante. Era divertida. Y ahora, fíjate en mí. Son las dos de la tarde del domingo y he visto Los cazafantasmas dos veces. Ni siquiera llueve. No hay excusa, salvo que soy aburrida.

Le eché una mirada al contestador. A lo mejor estaba estropeado. Levanté el auricular del teléfono y escuché el tono de llamada. Apreté el botón del contestador y una voz me dijo que no tenía mensajes. Estúpido invento.

– Necesito un hobby -me dije.

Rex me lanzó una mirada de «sí, claro». ¿Ganchillo? ¿Jardinería? ¿Pintura decorativa? No, creo que no.

– Bueno, y ¿qué te parecen los deportes? Podría jugar al tenis -no, espera un momento, ya intenté jugar al tenis y era una calamidad. ¿Y golf? No, también era una calamidad jugando al golf.

Llevaba vaqueros y camiseta y tenía el botón superior del pantalón desabrochado. Demasiadas magdalenas. Me puse a pensar en que Steven Soder me había llamado fracasada. Puede que tuviera razón. Cerré los ojos con fuerza para ver si era capaz de verter una lágrima de autocompasión. No hubo suerte. Metí el estómago y me abroché el pantalón. Dolor. Y un rollo de grasa cayó sobre la cintura. Nada atractivo.

Entré decidida en el dormitorio y me puse pantalones cortos y zapatillas de deporte. No era ninguna fracasada. Sólo tenía un pequeño michelín en la cintura. Vaya una cosa. Un poco de ejercicio y aquella grasa desaparecería. Y además disfrutaría del beneficio extra de las endorfinas. No sabía exactamente lo que eran las endorfinas, pero sabía que eran buenas y que las proporcionaba el ejercicio.

Me subí al CR-V y fui hasta el parque de Hamilton Township. Podría haber ido corriendo desde casa pero eso no tenía ninguna gracia. En Jersey no perdemos la menor oportunidad de sacar el coche. Además, mientras conducía me iba preparando. Necesitaba concienciarme para aquello del ejercicio. Esta vez iba a tomármelo muy en serio. Iba a correr. Iba a sudar. Iba a tener un aspecto genial. Iba a sentirme genial. A lo mejor hasta me aficionaba a correr.

Era un maravilloso día de cielo azul y el parque estaba abarrotado. Encontré un sitio al final del aparcamiento, cerré bien el CR-V y me fui trotando al circuito de footing. Hice unos ejercicios de estiramiento para calentar y empecé a correr a trote suave. A los doscientos metros recordé por qué nunca hacía aquello. Lo odiaba. Odiaba correr. Odiaba sudar. Odiaba las zapatillas enormes y espantosas que llevaba.

Conseguí llegar a la marca de los quinientos metros, en la que tuve que parar, gracias a Dios, debido a una punzada en el costado. Me miré el michelín. Allí seguía.

Recorrí un kilómetro y me desplomé en un banco. Este se asomaba a un estanque en el que la gente pasaba remando en barcas. Una familia de patos nadaba junto a la orilla. Al otro lado del estanque podía ver el aparcamiento y un quiosco de bebidas. En aquel quiosco habría agua. En mi banco no había agua. Diantres, ¿a quién quería engañar? No quería agua. Lo que quería era una Coca-Cola. Y un paquete de Cracker Jacks.

Estaba observando a los patos, pensando en que hubo momentos en la historia en que los michelines se consideraban sexys y que era una pena no haber vivido en aquellos tiempos, cuando, de repente, una bestia prehistórica enorme, peluda y amarillenta se me echó encima y hundió su hocico en mi entrepierna. Socorro. Era Bob, el perro de Morelli. En un principio, Bob había venido a vivir a mi casa, pero tras algunas idas y venidas, decidió que prefería vivir con Morelli.

– Se ha puesto nervioso al verte -dijo Morelli, sentándose a mi lado.

– Creí que le ibas a llevar a una escuela para perros.

– Y lo llevé. Aprendió a sentarse, a estarse quieto y a rodar. Pero el curso no incluía olisqueo de entrepierna -me miró de arriba abajo-. Rostro ruborizado, un leve sudor en la frente, el pelo recogido en una coleta, zapatillas de deporte. A ver si lo adivino: has estado haciendo ejercicio.

– ¿Y?

– Oye, me parece estupendo. Sólo que me sorprende. La última vez que salí a correr contigo tomaste un desvío hacia la pastelería.

– Estoy pasando una página de mi vida.

– ¿No te puedes abrochar los vaqueros?

– No, si además quiero respirar.

Bob divisó un pato en la orilla y corrió tras él. El pato se metió en el agua y Bob se hundió hasta las orejas. Se volvió y nos miró aterrado. Posiblemente era el único labrador del mundo que no sabía nadar.

Morelli entró en el lago y arrastró a Bob hasta la orilla. Bob se sacudió en la hierba y salió corriendo inmediatamente detrás de una ardilla.

– Eres todo un héroe -dije a Morelli.

Él se quitó los zapatos y se enrolló los pantalones hasta las rodillas.

– He oído que tú también has hecho alguna heroicidad últimamente. Butch Dziewisz y Frankie Burlew estaban anoche en el bar de Soder.

– No fue culpa mía.

– Claro que fue culpa tuya -dijo Morelli-. Siempre es culpa tuya.

Puse los ojos en blanco.

– Bob te echa de menos.

– Bob debería llamarme de vez en cuando. Y dejarme un mensaje en el contestador.

Morelli se recostó en el banco.

– ¿Qué hacías en el bar de Soder?

– Quería hablar con él de Evelyn y Annie, pero no estaba de buen humor.

– ¿Le cambió el humor antes o después de que le pegaran con el bolso?

– La verdad es que estuvo más suave después de que Lula le atizara.

– Aturdido fue la palabra que utilizó Butch.

– Aturdido puede que fuera la más acertada. No nos quedamos para comprobarlo.

Bob regresó de su cacería de ardillas y le ladró a Morelli.

– Bob está nervioso -dijo Morelli-. Le he prometido que daríamos una vuelta al lago. ¿En qué dirección vas tú?

Tenía un kilómetro si volvía sobre mis pasos y tres si seguía dando la vuelta al lago con Morelli. Estaba muy bien con sus pantalones enrollados y me sentía irresistiblemente tentada. Desgraciadamente, tenía una ampolla en el talón, seguía notando la punzada en el costado y sospechaba que no estaba de lo más atractiva.

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