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Entretanto, a través de un pequeño portal habíamos dado con un barrio situado fuera de los muros de la ciudad. Las casas eran de un solo piso y parecían miserables. Por los pequeños, sinuosos callejones no se veía una sola persona, acá y allá, un par de niños jugando. Me preguntaba cómo llegaríamos al palacio por aquí, cuando se paró frente a una de las casas más modestas y dijo:

«Aquí vive mi tía.»

«¿No vive en el Berrima?»

«Esto es el Berrima», dijo. «Todo el barrio se llama Berrima.»

«¿Y aquí también pueden vivir judíos?»

«Sí», respondió, «el bajá lo ha autorizado».

«¿Hay muchos por aquí?»

«No, la mayoría son árabes. Pero también viven algunos judíos. ¿No desea usted conocer a mi tía? Mi abuela también vive aquí.»

Estaba muy contento de poder ver de nuevo otra de sus casas y me sentí dichoso de que fuese una casa tan sencilla e insignificante. Estaba satisfecho con el cambio; y de haberle entendido al momento, me hubiese alegrado más por este hecho que de una visita al palacio del sultán.

Llamó y aguardamos un poco. Apareció una mujer joven, fuerte, de facciones amables. Nos hizo pasar, aunque, no obstante, parecía algo abochornada, puesto que recientemente habían estado pintando todas las habitaciones y no podía de ninguna manera recibirnos como correspondía. Estábamos en el patio diminuto, al que daban tres pequeñas habitaciones. La abuela de Élie, que no parecía demasiado vieja, estaba allí. Nos recibió sonriente, pero me dio la impresión de que no se sentía particularmente orgullosa de él.

Tres niños pequeños jugueteaban en derredor del patio gritando como locos. Eran todos menudos y deseaban ser cogidos en brazos; el escándalo de los dos más pequeños era ensordecedor. Élie animaba a su joven tía, charlaba mucho para mi sorpresa. Su árabe adquirió una cierta vehemencia de la que no le hubiese creído capaz en absoluto, pero quizás todo fuera debido a la propia naturaleza del idioma.

La tía me agradó. Era una mujer lozana, joven, que me maravilló por entero y que no se comportaba nada servilmente. Recordaba a primera vista esas mujeres orientales como las que ha pintado Delacroix. Tenía la misma forma oblonga y a su vez plena de rostro, idéntico corte de ojos, la misma nariz recta y, quizás, estilizada en exceso. En el pequeño patio permanecí muy cerca de ella; nuestras miradas confluían en natural complacencia. Estaba tan sobrecogido que bajaba los ojos; pero entonces veía sus fuertes empeines tan atrayentes como su rostro. A gusto le hubiese buscado las vueltas.

Guardó silencio mientras Élie todavía le daba ánimos y los niños gritaban más y más fuerte cada vez. Su madre no estaba más lejos de mí que de ellos. Seguro que nota algo, pensé para mis adentros, y me resultaba penoso. Los escasos muebles aparecían apilados en el patio unos encima de otros; las habitaciones, de las que podía verse el interior, se encontraban vacías, nadie hubiese podido acomodarse en ninguna parte. Las paredes estaban recién enjalbegadas, como si se acabasen de mudar. La joven mujer olía a limpio al igual que sus paredes. Traté de imaginarme a su marido y tuve envidia de él. Me incliné ante ellas, estreché su mano y di la vuelta para marcharme.

Élie me siguió. Fuera, ya en la calle, dijo: «Siente mucho que estén de limpieza.» No pude contenerme y exclamé: «Su tía es una hermosa mujer.» Tenía que decírselo a alguien y quizás esperaba, contra toda razón, que él hubiese respondido: «Ella desea volver a verle.» Pero enmudeció.

Hacía tan poco caso de mi inexplicable inclinación que propuso llevarme a ver a un tío suyo. Me resigné a ello, un poco avergonzado, puesto que ya me había delatado; quizás actué contra lo establecido. Un tío horrible o aburrido podría acaso compensar a la hermosa tía.

Por el camino me aclaró las complicadas relaciones familiares. Eran verdaderamente más copiosas que complicadas; tenía parientes en las más diversas ciudades de Marruecos. Llevé la conversación hacia su cuñada, que había visto días atrás y me procuré información asimismo acerca de su padre en Mazagan. «C'est un pauvre», dijo, «un pobre». Era, como se recordará, aquel hombre que se llamaba Samuel. No ganaba nada. Su mujer trabajaba para él; sola había mantenido a la familia. Si en Marrakesh había muchos judíos pobres, «doscientos cincuenta», afirmó, «la comunidad les da de comer». Por pobre entendía él la gente que pedía limosna; y se desmarcaba muy claramente de esta clase de hombres.

El tío al que íbamos ahora a visitar poseía un pequeño cuchitril en las afueras del Melah, donde vendía piezas de seda. Era un hombre enjuto, pequeño, pálido y triste, de pocas palabras. Su tienducha parecía solitaria; nadie se acercó mientras estuve enfrente. Parecía como si todos los transeúntes describiesen un cerco en torno suyo. Contestaba a mis preguntas en correcto francés, quizás algo monosilábico. El negocio iba muy mal. Nadie compraba nada. Se carecía de dinero. Extranjeros no venían apenas a causa de los atentados. Él era un hombre silencioso y los atentados le resultaban demasiado ruidosos. Su lamento era menos acre que vehemente. Pertenecía a ese género de personas que piensan en todo momento que oídos extranjeros podían estar a la escucha, y su voz era tan sofocada que a duras penas se le entendía.

Le abandonamos como si nunca hubiésemos estado allí. Tuve deseos de preguntar a Élie cómo se había desenvuelto su tío en la boda. En definitiva hacía tan sólo dos días que la familia había celebrado su gran fiesta. Pero reprimí esta pregunta, algo maliciosa, que él de todos modos no hubiese comprendido, y sugerí que debía volver a casa. Me acompañó hasta el hotel. Pero en el camino aún me mostró la relojería en la que trabajaba su hermano. Eché un vistazo desde fuera y le vi cómo, serio, reclinado sobre una mesa, observaba a través de una lupa las piececitas de un reloj. No quise molestarle y seguí andando sin que se diera cuenta.

Me detuve frente al hotel para despedirme de Élie.

Su prodigalidad con sus parientes le había dado de nuevo ánimos y volvió a hablar de la carta. «Le traeré el nombre del comandante», me dijo, «mañana.» «Sí, sí», respondí, y entré raudo y dando gracias a ese mañana.

Desde entonces aparecía diariamente. Cuando yo no estaba daba la vuelta a la manzana y volvía de nuevo. Si seguía sin aparecer, se plantaba en la esquina frente a la entrada del hotel y aguardaba pacientemente. En días más osados tomaba asiento en el hall del hotel. Pero no permanecía sentado allí más que un par de minutos. Sentía aversión por el personal árabe del hotel que le trataba con desdén, pues quizás le reconocía como judío.

Apareció con el nombre del comandante. Pero trajo también todos los documentos que había poseído a lo largo de toda su vida. No los trajo de una sola vez. Cada día se añadía uno o dos que había recordado entre tanto. Parecía ser de la opinión de que yo podría redactar muy bien, con sólo quererlo, la deseada petición al comandante de Ben Guérir, y sobre su efecto, una vez hubiese sido escrita, no albergaba la más ligera duda. Los papeles tenían algo de irresistible en tanto se leía al pie un nombre extranjero. Me trajo referencias de todos los puestos en los que había estado; realmente había trabajado hacía poco tiempo de «plongeur» con los americanos. Me trajo referencias de su hermano menor, Simón. Jamás venía sin sacar un papel del bolsillo y ponérmelo ante los ojos. Se cuidaba de aguardar brevemente al efecto de mi lectura y proponía entonces variaciones al texto de la carta que yo debía escribir al comandante.

Entretanto había comentado por mi parte hasta el mínimo detalle todo el affaire con mi amigo americano. Éste se ofreció para recomendar a Élie Dahan a sus paisanos, pero no esperaba de ello nada para el joven. Ni conocía al comandante, ni siquiera a una persona que tuviese influencia en la adjudicación de puestos. Pero ambos no queríamos robarle a Élie la esperanza y así fue como se escribió la carta.

Yo quedé más aliviado cuando pude recibirle con esta noticia y, por variar, meter la mano en el bolsillo y poder sacar un papel.

«¡Lea usted!», me dijo receloso y algo serio.

Leí el texto inglés de principio a fin, y a pesar de que sabía que no entendía una palabra de todo aquello, leí lo más lentamente que pude.

«¡Traduzca!», dijo sin inmutarse.

Traduje y di a mis palabras francesas una nota enfática y festiva. Le entregué la carta. Buscó algo y comprobó entonces la firma. La tinta no era muy oscura y movió la cabeza.

«Esto no podrá leerlo el comandante», dijo, y me devolvió la carta. Sin el más leve recato añadió: «Escríbame tres cartas. Si el comandante no contesta la carta, enviaré la segunda a otro campamento.»

«¿Para qué necesita usted la tercera carta?», le pregunté para ocultar mi estupefacción ante su desenvoltura.

«Es para mí», dijo orgulloso.

Comprendí que quería incorporarla a su colección de documentos, y la idea de que esa tercera carta era para él la más importante, parecía fuera de dudas.

«Escriba su dirección», añadió. El hotel no se mencionaba en ninguna parte, por eso había escudriñado el papel.

«Pero todo eso no tiene sentido alguno», exclamé. «Nosotros partimos pronto. Si ha de contestarse a la carta, ¡se necesita su dirección!»

«¡Escriba su dirección!», respondió impasible; mi objeción no le causó la más mínima impresión.

«Eso lo podemos hacer de todos modos», insistí. «Pero su dirección tiene que constar, de lo contrario todo esto es absurdo.»

«No», repitió, «¡escriba el hotel!»

«Pero, ¿qué ocurrirá si realmente se le desea dar a usted el puesto? ¿Cómo se le encontrará? Partimos la semana que viene y seguro que la respuesta no llega tan rápido.»

«¡Escriba el hotel!»

«Se lo diré a mi amigo. Espero que no se enoje por tener que escribir de nuevo la carta.» No podía menos de reprenderle por su testarudez.

«Tres cartas», fue su respuesta. «Escriba el hotel en cada una de las tres cartas.»

Le despedí enfadado y pensé para mí: ¡si no tuviese que volver a verlo!

Al día siguiente llegó con cierto talante festivo y me preguntó:

«¿Desea usted conocer a mi padre?»

«¿Dónde está, pues?», inquirí.

«En la tienda. Tiene un negocio junto con mi tío. A dos minutos de aquí.»

Acepté y nos dirigimos hacia allá. Se encontraba en la calle moderna que conducía desde el hotel al Bab Agenaou. Yo había recorrido ese camino con frecuencia varias veces al día y echado algún vistazo a las tiendas a izquierda y derecha. Entre los propietarios de esas tiendas había muchos judíos, sus rostros eran dignos de confianza. Me preguntaba si uno de ellos sería su padre, y pasé revista mentalmente: ¿Quién podría ser?

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