Me separé del grupo de los ocho ciegos, su letanía aún en el oído, y había caminado sólo unos pasos cuando me llamó la atención un hombre viejo y cano que se encontraba completamente solo, las piernas algo zambas, mantenía la cabeza ligeramente inclinada y mascaba algo. También él era ciego y, a juzgar por los harapos que le cubrían, se trataba de un mendigo. Sin embargo, sus mejillas llenas y de buen color, sus labios saludables y húmedos parecían indicar otra cosa. Mascaba despacio con los labios cerrados y la expresión de su cara serena. Masticaba con cuidado, como si de un rito se tratara. Esto le deparaba a ojos vistas un gran placer, y mientras lo observaba, me llamó la atención su saliva, que debía ser abundante. Estaba delante de una hilera de tiendas en las que se amontonaban montañas de naranjas para la venta; me decía para mí si acaso uno de los comerciantes le habría dado una naranja y estaría comiéndosela. Mantenía su mano derecha algo apartada del cuerpo, con todos los dedos muy separados unos de otros. Parecían entumecidos y como si no los pudiese cerrar.
Quedaba realmente mucho espacio vacío en torno al anciano, hecho que resultaba sorprendente en un lugar tan concurrido. Se comportaba como si estuviese acostumbrado a estar solo y no desease nada mejor. Me fijé en él, que mascaba resueltamente, y quise saber lo que ocurriría cuando terminase de hacerlo. Se demoraba mucho; nunca había visto a un hombre masticar tan plácida y concienzudamente. Sentía como si mi propia boca iniciara un lento movimiento, pese a no contener nada que poder mascar. Capté algo de majestuoso en su gozo que me resultó más sorprendente que todo cuanto hasta entonces había visto en boca humana. Su ceguera no me llenó de compasión. Parecía sereno y feliz. Ni una sola vez se detuvo para pedir limosna, como los demás se cuidaban de hacer. Tal vez era cuanto necesitaba. Tal vez no precisara nada más.
Cuando terminó, se relamió los labios un par de veces, extendió la diestra con los dedos separados un poco más hacia adelante y pronunció con voz cálida su cantinela. Me dirigí algo tímidamente hacia él y puse una moneda de veinte francos en su mano. Los dedos permanecían extendidos; en efecto, no podía cerrarlos. Elevó la mano lentamente y se la llevó a la boca. Apretó la moneda contra sus gruesos labios y la hizo desaparecer en la boca. Apenas dentro, comenzó de nuevo a mascar. Trasegaba la moneda de aquí para allá, y me pareció que podía seguir sus movimientos, tan pronto se encontraba a la izquierda como a la derecha; y él masticaba de nuevo tan absorto como antes.
Me sorprendí y llegué a dudar. Me preguntaba si no me habría equivocado. Tal vez la moneda hubiera desaparecido entre tanto por algún otro resquicio sin que yo me diera cuenta. Aguardé de nuevo. Tras seguir mascando con idéntica fruición, y una vez hubo terminado, emergió la moneda entre sus labios. La escupió sobre la mano izquierda en alto. Junto a la moneda fluyó abundante saliva. Y sólo entonces la hizo desaparecer en una bolsa que colgaba de su costado izquierdo.
Traté de borrar mi repulsión en la extrañeza de este hecho. ¿Hay algo más sucio que el dinero? Pero el anciano no era yo; lo que a mí me producía asco, constituía para él un placer: ¿no había visto yo alguna que otra vez individuos que besaban monedas? La cantidad de saliva poseía aquí una razón especial y estaba claro que destacaba de los demás mendigos por esa profusa elaboración de saliva. Lo había ensayado sin duda mucho tiempo antes de pedir limosna; ningún otro hubiese tardado tanto en llevar a cabo lo que siempre había hecho. En los movimientos de su boca existía algún otro sentido.
¿O sólo fue mi moneda la que introdujo en su boca? ¿Notaría sobre la palma de la mano que era mayor de lo que habitualmente recibía, y quiso agradecerlo especialmente? Aguardé por ver lo que ocurría a continuación y no me resultó ardua la espera. Estaba desconcertado y fascinado a un tiempo y es bien cierto que no hubiera sido capaz de ver otra cosa que al anciano. Repitió algunas veces su cantinela. Un árabe pasó por delante y puso en su mano una moneda de cinco francos. La dirigió sin titubeo a la boca, la introdujo en ella y comenzó a mascar igual que antes. Quizás esta vez no masticó durante tanto tiempo. Escupió de nuevo la moneda con mucha saliva y la hizo desaparecer en la bolsa. Recibió nuevas monedas, algunas incluso muy pequeñas, y varias veces se repitió el mismo gesto. Yo cada vez estaba más perplejo; cuanto más miraba, menos comprendía por qué hacía todo eso. Pero de una cosa no cabía la menor duda: lo hacía siempre; era su costumbre, su manera peculiar de mendigar. Y las personas que le daban algo, esperaban de él el alarde de su boca, que cada vez que se abría parecía más roja.
No caí en que también a mí se me observaba; y que debía ofrecer un aspecto lisonjero. Quizás, quién sabe, asombrado y con la boca abierta. Pues de súbito salió un hombre de detrás de sus naranjas, dio un par de pasos hacia mí y dijo reposadamente: «Es un morabito.» Yo sabía que los morabitos son hombres santos a los que se les atribuye poderes especiales. La palabra me libró del espanto y sentí cómo al momento menguaba mi repulsión. Tímido, pregunté: «¿Pero, por qué mete la moneda en su boca?» «Lo hace siempre», respondió el hombre, como si se tratase de la cosa más natural del mundo. Se apartó de mi lado y volvió tras sus naranjas. Noté entonces que de detrás de cada puesto me acechaban dos o tres pares de ojos. La criatura sorprendente era yo, que durante tan largo rato no había comprendido nada.
Tomé este hecho como despedida y no esperé más. El morabito, me repetía, es un hombre santo, y en este santo hombre todo es santo, incluso su saliva. En cuanto las monedas de los donantes entran en contacto con su saliva, les dispensa una bendición especial y eleva de este modo los méritos que obtengan en el cielo mediante la donación de limosnas. Él era de hecho el Paraíso, y tenía que ofrecer a los hombres algo más necesario que para él las monedas. Comprendí así la placidez que adornaba su ciega faz y que la diferenciaba de los otros mendigos que había visto hasta entonces.
Me fui y guardé todo esto tan profundamente en mi sentimiento, que a todos mis amigos les hablé del hecho. Nadie había reparado en ello hasta el momento y noté que se dudaba de la veracidad de mis palabras. Al día siguiente busqué el lugar, pero él ya no estaba allí. Busqué por todas partes y me fue imposible dar con él. Insistí todos los días, pero no volvió. Quizás vivía en cualquier lugar, solo en las montañas, y venía ocasionalmente a la ciudad. Podría haber preguntado por él a los vendedores de naranjas, pero me avergonzaba ante ellos. No significaba lo mismo para ellos que para mí, y desde el momento que no experimentaba absolutamente ningún temor en hablar de él a amigos, que jamás lo habían visto, busqué mantenerme apartado de aquellos que lo conocían bien, y en quienes él confiaba y resultaba natural. A mí no me conocía, pero tal vez le hubieran hablado de mí.
Volví a verle todavía una vez; justo una semana después, de nuevo en una tarde de sábado. Estaba ante la misma tienda, pero no tenía nada en la boca y ya no mascaba. Repetía su letanía habitual. Le ofrecí una moneda y aguardé. Pronto volvió a mascar ávidamente; pero estando aún ocupado en ello, se me acercó un hombre y dijo una sandez: «Es un morabito. Es ciego. Mete la moneda en su boca para saber cuánto le han dado.» A continuación habló al morabito en árabe y me señaló. El viejo había cesado de masticar y escupido de nuevo la moneda. Se volvió hacia mí y su faz resplandecía. Me dedicó una bendición que repitió seis veces. La cordialidad y calor que me alcanzó a través de sus palabras fue de una intensidad como jamás había recibido de persona alguna.