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«SCHEHEREZADE»

Era la propietaria de un pequeño bar francés que se llamaba «Scheherezade», el único local en la Medina que permanecía abierto toda la noche. A veces estaba completamente vacío, en ocasiones se sentaban en su interior hasta tres o cuatro personas. Pero aun cuando estaba repleto, a menudo entre las dos y las tres de la madrugada, podía escucharse cada palabra que pronunciaran los clientes de al lado, y se entraba en conversación con cualquiera. Pues la estancia era diminuta y en cuanto había dentro veinte personas sentadas o de pie, parecía como si todo estuviese a punto de reventar.

Justo al doblar la esquina se encontraba la plaza vacía, el Xemaá El Fná, distante apenas diez pasos del bar. No cabe pensar en un contraste mayor. Alrededor de la plaza se tumbaban sobre el suelo pobres gentes en harapos que dormían. Estaban tan a tono con el lugar, que debía uno estar al tanto para no tropezar con ellos. Resultaba sospechoso quien a esta hora, todavía estaba en pie y deambulaba por la plaza; era preferible pecar de precavido. La verdadera vida del Xemaá había cesado ya hacía rato cuando comenzaba la del barecito. Quien a estas horas rondaba parecía europeo. Acudían franceses, americanos, ingleses. También venían árabes; pero siempre correctamente vestidos a la europea o que bebían; y sólo esto les convertía ya, a sus ojos cuando menos, en gente moderna o en europeos. Las bebidas eran muy caras y, en consecuencia, sólo se aventuraban a entrar árabes adinerados. Las gentes harapientas que yacían en la plaza, no tenían nada, o a lo más dos francos en el bolsillo. Los clientes del «Scheherezade» pagaban ciento veinte francos por una copita de «cognac», que vaciaban una tras otra. En la plaza, antes de que llegase al sueño, se acostumbraba uno a la música árabe, los aparatos de radio gemían chillones desde los diferentes locales, que cada cual consideraba su propio techo. En el bar no había más que música de baile, pero amortiguada, y todo el que entraba se encontraba allí a gusto. Madame Mignon se interesaba por los ritmos a la moda. Estaba orgullosa de sus discos y, más o menos, una vez por semana llegaba al local con un nuevo hit, que acababa de comprar. Lo hacía escuchar a sus clientes habituales y solía vérsela interesada vivamente por el gusto personal de su clientela.

Había nacido en Shangai, de padre francés y madre china. Tuvo los ojos rasgados, pero se los dejó rectificar mediante una intervención quirúrgica y así, poco era lo que quedaba de su carácter chino, aunque en ningún momento encubría la nacionalidad china de su madre. Vivió en otras colonias francesas; antes de llegar a Marruecos pasó algunos años en Duala. Tenía algo que objetar contra todas las naciones, y jamás escuché juicios tan ingenuos y rotundos como los de esta mujer. Pero no permitía que se censurase a franceses ni a chinos, a la vez que añadía orgullosa: «Mi madre era china. Mi padre era francés.» Así de satisfecha estaba de sí misma y todo eran reparos a su clientela apenas mostraban cualquier otra procedencia.

Gané su confianza a lo largo de una conversación, solo con ella, una vez en el local. Cuando mis amigos de la cuadrilla cinematográfica inglesa olvidaban, a la hora de la despedida, pagar sus rondas, estaba yo, por lo general, al quite. De tal modo que ella me tenía por rico; rico en un sentido disimulado, como es frecuente entre los ingleses, a quienes se les reconoce raras veces por la indumentaria. No sé quién, quizás por tomar a Madame Mignon por loca, me había hecho pasar por un psiquiatra. Dado que con frecuencia me sentaba allí tranquilamente, sin decir palabra, a solas con ella; más tarde, puesto que se informaba pormenorizadamente sobre sus clientes, decidió dar crédito a ese rumor. No desmentí nada, incluso me venía bien; así ella me contaba más cosas.

Estaba casada con Monsieur Mignon, un tipo grande, fuerte, que había servido en la legión extranjera y que la ayudaba muy poco en su bar. Cuando no había ningún cliente, gustaba de dormir a pierna suelta sobre los bancos de la diminuta estancia. Pero en cuanto llegaban clientes que conocía, los conducía al burdel francés de enfrente, denominado «LA RIVIERA», a dos minutos apenas del bar. Pasaba allí gustosamente un par de horitas y regresaba, por lo general, con sus clientes. Contaba a su mujer dónde había estado, le informaba sobre las chicas nuevas que había encontrado en el burdel, bebía algo y a lo mejor volvía más tarde con otros clientes a la «Riviera». Era esta la palabra que en el «Scheherezade» se oía con mayor frecuencia.

Monsieur Mignon tenía una cara redonda, soñolienta, sobre hombros pletóricos. Sonreía con desgana y hablaba, para ser francés, sorprendentemente despacio y muy poco. También la mujer sabía guardar silencio, poseía su delicadeza peculiar y no se dejaba importunar con facilidad. Pero una vez había empezado a hablar, difícilmente volvía a detenerse. Mientras tanto, él fregaba un par de vasos, dormitaba o iba a «La Riviera». Madame jamás permitía a su robusto marido echar a la calle clientes borrachos cuando empezaban a resultar desvergonzados. Por sí misma se encargaba de todo esto. El local le pertenecía, y para asuntos peligrosos tenía escondida una porra de goma tras la barra del bar, allí donde también se apilaban los discos del gramófono. Mostraba con agrado esa porra a sus amigos, a lo que jamás dejaba de añadirse una mordaz carcajada, y agregaba a su vez: «Es sólo para americanos.» Las mayores dificultades las tenía con americanos borrachos y a ellos asimismo iba dirigido, por supuesto, su odio visceral. A sus ojos había dos tipos de bárbaros: nativos y americanos.

Su marido no siempre estuvo en la legión extranjera. Un día se sirvió de mí a su manera, medio torpe y medio astuta, y preguntó: «Usted es médico, un médico para locos, ¿no es cierto?» «¿Por qué cree usted eso?», pregunté sorprendiéndome a mí mismo. «Nos lo han dicho. Yo estuve dos años de guardián en un manicomio de París.» «Entonces entiende usted algo de todo esto», le dije, y se sintió halagado. Me habló de su profesión, y de cómo entonces sabía distinguir y reconocer exactamente entre los locos, quiénes eran peligrosos y quiénes no. Tenía su propia y sencilla clasificación, según lo peligroso que le había parecido cada uno de ellos. Le pregunté acerca de los locos en Marrakesh y mencionó por su parte algunos casos notorios. A partir de aquella noche me consideró algo así como una vieja autoridad de la misma esfera profesional. Nos mirábamos cuando alguien en el local se comportaba algo fuera de lugar; y de vez en cuando, incluso, llegaba a ofrecerme un «cognac» gratis.

Madame Mignon tenía una amiga, una tan sólo, de lo que sacaba un provecho considerable. Se llamaba Ginette y volvía siempre. La mayoría de las veces se sentaba en uno de los altos taburetes frente a la barra y esperaba. Era joven todavía y acicalada en extremo; el color de la tez pálido, como el de quien desaparece toda la noche y duerme de día. Tenía unos ojos saltones y a cada momento se volvía hacia la puerta del bar, acaso llegase algún cliente; parecía entonces que sus ojos se pegasen a los cristales.

Ginette anhelaba que pasara algo. Tenía veintidós años cumplidos y aún no había salido de Marruecos. Nació aquí, de padre inglés, que marchó a Dakar y no se ocupó más de ella, y madre italiana. Le agradaba oír hablar inglés porque le recordaba a su padre. De a lo que éste se dedicaba, por qué estuvo en Marruecos y más tarde marchó a Dakar, no pude enterarme nunca. Tanto Madame Mignon como ella misma lo nombraban a menudo con orgullo, sin precisar del todo, insinuando apenas que había desaparecido a causa de su hija. Seguramente ambas deseaban que fuese así, pues dado que el padre no se preocupaba de ella, tuvo que haber verdaderamente algo para que él evitase la ciudad donde ella vivía. Nunca se hablaba de la madre; me daba la impresión de que residía aún en Marrakesh, pero por algo no se estaba orgulloso de ella. Quizás fuera pobre, o de profesión no especialmente respetable, o tal vez no se esperara mucho de los italianos. Ginette soñaba con una visita a Inglaterra, por la que sentía mucha curiosidad. Pero habría ido a cualquier parte, a Italia incluso; confiaba que un príncipe azul la arrebatase de Marruecos. En horas en las que el bar estaba vacío parecía especialmente impaciente. La distancia desde su elevado taburete a la puerta excedía acaso los tres metros; cada vez, sin embargo, que ésta se abría se echaba hacia atrás como si hubiese recibido un golpe en los ojos.

Ginette no estaba sola, como me pareció en un principio. Se sentaba junto a un hombre muy joven de apariencia afeminada, todavía más acicalado que ella; sus grandes ojos oscuros y el color moreno de la tez delataban al marroquí. Intimaban como uña y carne y con frecuencia llegaban juntos al local. Los tenía por una pareja de enamorados y me cuidé de observarlos antes de saber algo sobre ellos. Él siempre parecía recién llegado del casino. No sólo se adaptaba por su atuendo a las costumbres francesas; a menudo se dejaba acariciar en público por Ginette, lo que equivalía para un árabe a la mayor infamia. Bebían mucho. A veces un tercero hacía lado con ellos, un tipo de unos treinta años, de aspecto más viril y no tan acicalado.

Cuando Ginette me dirigió por primera vez la palabra -con verdadera timidez, pues me tenía por un inglés-, estaba frente a la barra, yo me sentaba a su derecha y su joven amigo del otro lado. Me preguntó por el desarrollo de la película que rodaban mis amigos en Marrakesh. Para ella esto no era en absoluto un acontecimiento sin importancia, y, como pronto pude notar, habría dado media vida por intervenir en el film. Respondí amablemente a sus preguntas. Madame Mignon se alegraba de que al fin hubiésemos intimado su mejor amiga y yo. Charlamos un rato, y entonces me presentó al joven de su izquierda: estaba casada con él. Quedé sorprendido; pues antes habría pensado cualquier otra cosa. Vivían juntos desde hace un año. Los dos unidos daban a uno la impresión de hallarse todavía en viaje de bodas. Sin embargo, cuando Ginette se sentaba allí sin él, miraba anhelante hacia la puerta, y entonces de ningún modo era a su marido a quien deseaba ver entrar. Le pregunté entre bromas discretas por su forma de vida y averigüé que iban del bar a casa hacia las tres de la madrugada para cenar. Alrededor de las cinco de la madrugada se acostaban y dormían hasta bien avanzado el mediodía.

Le pregunté en qué trabajaba su marido. «En nada», respondió ella, «para eso tiene a su padre». Madame Mignon, que escuchaba la conversación, sonrió socarronamente ante semejante información. El joven moreno y amanerado sonrió tímidamente, pero de tal forma que mostró mucho sus hermosos dientes. Su vanidad lo eclipsaba todo, incluso la disyuntiva más penosa. Nos invitamos mutuamente a beber y entramos en conversación. Noté que era tan afectado como aparentaba. Le pregunté cuánto tiempo había vivido en Francia; parecía tan del todo francés. «Ninguno», dijo. «Jamás he salido de Marruecos.» Si le gustaría ir a París -repetí-. No, no tenía ninguna ilusión en ello. Si acaso a Inglaterra. -No, rotundamente no.- Si le agradaría ir a cualquier otro lugar. -No.- A todo respondía con desgana, como si careciese de deseos. Intuí que ahí debía haber algo más de lo que no hablaba, algo que le ataba a este lugar. Ginette no podía ser, ya que ella daba claramente a entender que estaría mejor en cualquier otra parte.

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