Los Suks son aromáticos, frescos y plenos de colorido. El olor, siempre agradable, varía a cada paso según la naturaleza de los productos. No existe nombre ni anuncio alguno, tampoco un solo escaparate. Todo cuanto hay a la venta está expuesto. Nunca se sabe lo que costarán las cosas, igual suben los precios que permanecen estables.
Los puestos y tiendas en los que se vende lo mismo están apiñados en agrupaciones de veinte, treinta o más. Hay un bazar de especias y otro de artículos de piel. Los cordeleros tienen su sitio y los cesteros el suyo. Entre los vendedores de tapices algunos poseen grandes y amplios almacenes; se pasa por delante de ellos como si constituyesen una ciudad aparte, en la cual se nos invita enfáticamente a entrar. Los joyeros se disponen alrededor de un patio propio, en muchas de cuyas estrechas tiendas puede verse hombres trabajando. Se encuentra de todo, pero siempre repetido.
La cartera de piel que se desee está expuesta en veinte tiendas diferentes, y cada una de esas tiendas linda estrechamente con las demás. He ahí un hombre que se agacha en medio de su mercancía. Lo tiene todo a mano, el espacio es escaso. No necesita apenas moverse para alcanzar cualquiera de las carteras de piel, y sólo por amabilidad, cuando no es muy viejo, se levanta. También el hombre del puesto contiguo, de apariencia muy diferente, se sienta en medio de los mismos artículos. Y así, durante tal vez cien metros a ambos lados del pasaje cubierto. Se ofrece, por así decir, todo cuanto en artículos de piel de todo Marruecos del sur posee este enorme y famoso bazar de la ciudad. Esta exposición se presta al orgullo. De una sola vez se muestra lo que se produce, pero también cuanto existe. Parece como si las carteras supiesen que son la riqueza misma y se exhibiesen bellamente dispuestas a los ojos de los transeúntes. No nos extrañaría en absoluto que, de repente, todas las carteras se uniesen en rítmico movimiento y mostrasen, en polícroma y orgiástica danza, toda la seducción de que son capaces.
Ese sentimiento asociativo entre los objetos, unidos en su aislamiento frente a todos los demás, es avivado por los transeúntes a su antojo en cada corredor de los Suks. «Hoy me apetecería caminar entre las especias», se dice a sí mismo, y la maravillosa mezcolanza de olores sube por su nariz y aparecen ante sí los grandes canastos de pimentón rojo. «Hoy me harían ilusión las lanas tintadas», y al momento cuelgan de lo alto por todos lados, en púrpura, en azul oscuro, en amarillo solar y negro. «Hoy quiero caminar entre los cestos y ver cómo se trenzan.»
Es inaudita cuánta dignidad adquieren estos objetos hechos por el hombre. No son siempre bellos, más y más morralla de dudosa procedencia, elaborada industrialmente, es introducida furtivamente traída desde las tiendas del Norte. Pero la forma en que son presentadas es todavía la antigua. Junto a las tiendas, donde sólo se vende, existen otras muchas en las que aún se puede ver cómo se manufacturan los productos. Se asiste así a su elaboración desde el principio y todo resulta claro para el observador. Pues es propio de la desolación de nuestra vida moderna el hecho de recibir en casa, y para su disfrute, listo y bien dispuesto el producto, como salido de horribles aparatos mágicos. Aquí, empero, podemos ver al cordelero afanado en su trabajo, y cómo junto a él cuelga el acopio de cordeles terminados. En recintos diminutos, tropel de pequeños mozos, seis o siete a la vez, tornean la madera, y hombres aún jóvenes ensamblan mesitas bajas con los trozos elaborados por los muchachos. La lana cuyos luminosos colores nos fascinan, se tiñe en nuestra presencia, y por todas partes se sientan muchachos que tejen gorros según muestras vistosas y coloreadas.
Es una actividad abierta, y cuanto ocurre se presenta como el producto acabado. En una sociedad, que tanto oculta, que esconde celosamente a los extraños el interior de sus casas, la figura y el rostro de sus mujeres e incluso sus lugares santos, esa progresiva apertura de cuanto se elabora y vende, resulta atrayente en doble medida.
En efecto, pretendí conocer el comercio, pero perdí el interés por los productos con que se comerciaba apenas llegué a los Suks. Visto de un modo ingenuo, resulta incomprensible por qué se dirige uno a un determinado comerciante en marroquinería, cuando junto a él hay otros veinte, cuyos productos no se distinguen en nada de los suyos. Se puede ir de uno a otro y volver de nuevo al primero. La tienda a la que vamos a comprar no es, desde un principio, nada segura. Incluso habiendo decidido de antemano ésta o aquélla, cabe cualquier posibilidad de inclinarse hacia otra.
Al paseante, que transita afuera, nada le separa de los objetos, ni puertas ni cristales. El comerciante, sentado abajo entre sus objetos, no muestra nombre alguno que los distinga, y como ya dije, le resulta muy sencillo alcanzar cualquiera de ellos. Al curioso se le ofrece gustosamente cualquier mercancía. Puede tenerla largo tiempo en la mano, puede hablar largamente sobre ella, hacer preguntas, exteriorizar dudas, y si le apetece, traer a colación su historia, la historia de sus orígenes y la historia de todo el mundo, sin comprar absolutamente nada. El comerciante es, ante todo, silencioso. Siempre está sentado ahí; siempre observando de cerca. Cuenta con poco espacio y escasa posibilidad para demasiados movimientos. Pertenece tanto a sus productos como éstos a él. Nunca están ocultos. Siempre tiene sus manos y sus ojos puestos en ellos. Cierta intimidad seductora se establece entre él y sus objetos. Como si formasen parte de su numerosa familia, los cuida y los mantiene en orden.
No le estorba ni le cohíbe conocer exactamente su precio: lo guarda en secreto y nunca lo llegaremos a saber. Esto añade a la conducta del comerciante algo apasionadamente misterioso. Sólo él puede saber cuan cerca estamos de su secreto, y por ello ataja con ímpetu los golpes, de modo que la distancia protectora del precio jamás sea puesta en peligro. Para el comprador es motivo de orgullo no dejarse engañar, no consiste en una simple conversación, puesto que en todo momento tantea en la oscuridad. En los países que viven la moralidad del precio, allí donde dominan los precios más estables, comprar algo carece de todo arte. Cualquier tonto va y encuentra cuanto necesita; cualquier tonto que sepa contar puede evitar el engaño.
En los Suks, por el contrario, el primer precio que se ofrece constituye un acertijo inextricable. Nadie lo conoce de antemano, ni siquiera el tendero, pues existen en cualquier caso numerosos precios. Cada uno vale para la situación, el comprador, la hora del día y según el día de la semana. Hay precios para un solo producto y otros para dos o más juntos. Hay precios para extranjeros que sólo están un día en la ciudad, y otros para extranjeros que viven en ella desde hace tres semanas. Hay precios para pobres y precios para ricos, para aquéllos, por supuesto, los más elevados. Podríamos pensar que existe mayor variedad de precios que personas distintas sobre la tierra.
Pero se trata, en principio, del comienzo de un complicado «affaire», de cuya salida nada se conoce. Se asegura que debe uno rebajar aproximadamente a un tercio el precio inicial; por supuesto esto no es más que una burda apreciación y una de esas insípidas generalizaciones con las que se despacha a la gente que no está en situación o con deseos suficientes para acometer las sutilezas de tan ancestral procedimiento.
Es de desear que el tira y afloja de la negociación dure una pequeña y generosa eternidad.
El comerciante gusta del tiempo que se emplea en la compra. Los argumentos que apuntan a la condescendencia del otro resultan artificiosos, embrollados, vehementes y apasionados. Se puede ser digno o elocuente, mejor las dos cosas. Con la dignidad se demuestra por ambas partes que no se está muy decidido a la venta o a la compra. Con la elocuencia se ablanda la cerrazón del contrincante. Existen argumentos que despiertan mero desdén, pero otros tocan el corazón. Hay que probarlo todo antes de claudicar. Llegado el momento de ceder, debe ocurrir inesperada y repentinamente, de manera que el contrincante quede desconcertado; y pida otra oportunidad de reflexión. Unos desarman al otro con altanería, otros con charme. Cualquier truco está permitido; un descuido es inimaginable.
En tiendas grandes por las que se puede entrar y dar una vuelta, el vendedor cuida gustosamente de consultar con un segundo comerciante antes de ceder. Este último, oculto en segundo plano, una especie de autoridad espiritual en materia de precios, entra en escena, pero no regatea por sí mismo. Se le consulta solamente para tomar resoluciones definitivas. Puede admitir, por así decir, contra los deseos del vendedor, fantásticas fluctuaciones en el precio. Sin embargo, hasta que él interviene, nadie en ningún momento ha conseguido nada.