Al atardecer, cuando ya estaba oscuro, me dirigía hacia aquella parte del Xemaá El Fná, donde las mujeres vendían pan. En una larga hilera se acurrucaban en el suelo, tan cubierto el rostro por el velo que sólo se les veía los ojos. Cada una tenía un cesto frente a sí, cubierto por un paño y sobre el que descansaba alguno de los delgados panes redondos expuestos a la venta. Caminaba lentamente por delante de la hilera y observaba las mujeres y los panes. La mayoría eran mujeres maduras y sus formas tenían algo de los panes. Su aroma subió hasta mi nariz y al propio tiempo capté la mirada de sus ojos oscuros. Ninguna mujer me tuvo en cuenta; para todas ellas yo era un extranjero que venía a comprar pan, pero me guardé bien de hacerlo; deseaba recorrer la hilera hasta el final y necesitaba un buen pretexto.
A veces se sentaba una mujer joven entre ellas; sus panes parecían demasiado redondos, como si no los hubiese hecho por sí misma, y su mirada era diferente. Ninguna, ni joven, ni vieja, estaba mucho tiempo ociosa. De vez en cuando una de ellas cogía una hogaza de pan con la diestra, lanzábala ligeramente al aire, la recogía de nuevo, balanceaba un poco la mano como si la sopesase, palpábala un par de veces, de modo que se oyese y volvía a dejarla, tras semejantes caricias, junto a los restantes panes. La hogaza misma, su frescura, su peso, su aroma, ofrecíase así a la compra.
Había algo de desnudo y seductor en estos panes que las hacendosas manos de las mujeres, de las que nada, excepto los ojos, quedaba al descubierto, compartían. «Esto puedo darte, cógelo con tu mano; estuvo en la mía.»
Entretanto, ciertos hombres de mirada resuelta pasaban de largo, y cuando uno de ellos encontraba algo de su gusto, se detenía y tomaba una hogaza en su diestra. La echaba entonces levemente al aire, la recogía de nuevo, balanceaba un poco la mano, como si fuese un platillo de balanza, palpaba un par de veces la hogaza, de modo que se oyese y la devolvía junto a las demás si la encontraba demasiado ligera o no la quería por cualquier otro motivo. Pero alguna vez se quedaba con ella, y podía sentirse el orgullo de la hogaza y cómo desprendía un aroma especial. El hombre metía la mano izquierda bajo su chilaba y sacaba una moneda muy pequeña, apenas visible junto al gran tamaño del pan, y se la arrojaba a la mujer. Entonces hacía desaparecer la hogaza entre su chilaba -era imposible notar dónde estaba- y seguía adelante.