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CUENTEROS Y ESCRIBANOS

Los cuenteros suelen tener mayor clientela. A su alrededor se forman los más densos y también los más duraderos círculos de gente. Sus intervenciones duran bastante; en un corro interior los oyentes se agachan en el suelo y no se marchan tan pronto. Otros forman en pie un cerco exterior, y tampoco se mueven, penden fascinados de las palabras y gestos del cuentero. A veces son dos los que recitan alternativamente. Sus palabras llegan desde lejos y permanecen suspendidas por largo tiempo en el aire al igual que los habituales. Yo no entendía nada y sin embargo permanecía igualmente fascinado al eco de su voz. Eran palabras sin significado alguno para mí, lanzadas con energía y fuego: eran entrañables al hombre, pues se afirmaba orgulloso de ellas. Las ordenaba a tenor de un ritmo que a mí siempre me parecía muy personal. Cuando se detenía, hacía su aparición el otro, igualmente poderoso y elevado. Me era posible percibir la solemnidad de algunas palabras y la maliciosa intención de otras. Estaba acostumbrado a los cumplidos como si apuntasen directamente hacia mí; y me sentí amenazado. Todo parecía dominado; las palabras más imponentes volaban tan lejos como deseaba el narrador. El aire, por encima de los oyentes, se percibía en movimiento; y uno que entendiese tan poco como yo, sentía latir la vida más allá del oyente. Para hacer honor a sus palabras los narradores iban vestidos de una forma chocante. Su indumentaria se diferenciaba de la del resto de los oyentes. Vestían telas lujosas; uno u otro, por lo general, en terciopelo azul o marrón. Actuaban como personalidades de alto rango, pero fantásticas. Para quienes les rodeaban, tenían raramente una mirada. Atendían a sus héroes y figuras. Cuando su mirada caía sobre alguien que estuviese allí habitualmente, éste debía pasar tan inadvertido como cualquier otro. Los extranjeros no existían para él en absoluto; no pertenecían al reino de sus palabras. Al principio no quería admitir siquiera que yo le interesase tan poco, era demasiado sorprendente para ser verdad. Y así permanecía largo rato en pie, hasta que esas voces me hacían ir hacia otro lugar más sonoro, pero tampoco entonces reparaba en mí, cuando ya casi empezaba incluso a sentirme a gusto en el corro más amplio. El cuentero, por supuesto, se había fijado en mí, pero para él continuaba siendo un extraño en su círculo encantado, pues no era capaz de entenderle.

Con frecuencia habría dado cualquier cosa por comprenderle, y espero llegue el día en que pueda apreciar a estos cuenteros itinerantes tal como se merecen. Pero también estaba contento de no entenderles. Constituían para mí algo así como un enclave de vida arcaica y sin cambio. Su idioma les resultaba tan indispensable como a mí el mío propio. Las palabras eran su alimento y no se dejaban convencer fácilmente por nadie para cambiarlas por otro alimento mejor. Me sentía orgulloso de constatar el poder narrativo que ejercían sobre sus compañeros de lengua. Se asemejaban a mis hermanos más viejos y mejores. En momentos felices me decía a mí mismo: También yo puedo reunir personas en torno mío a las que relatar algo. Pero en vez de cambiar de lugar a lugar, sin ser capaz de encontrar oídos que se abran a mí; en vez de vivir de la confianza de mi propio relato, me había hipotecado para con el papel. Yo, soñador pusilámine, vivo a resguardo de mesas y puertas; y ellos entre la algarabía del mercado, entre cientos de rostros extraños, cambiando diariamente, desprovistos de todo conocimiento frío y superfluo, sin libros, ambiciones ni prestigio vacío. Entre las personas de nuestro ambiente que viven la literatura, raras veces me había sentido a gusto. Los miro con desdén porque desdeño algo en mí mismo y creo que ese algo es el papel. Aquí me encontraba de pronto entre poetas que podía mirar a la cara porque no había una sola palabra suya que leer.

Sin embargo, en la proximidad más inmediata, tuve que reconocer hasta qué punto había ofendido el papel. A pocos pasos de los cuenteros tenían su sitio los escribanos. Había silencio alrededor suyo, la parte más silenciosa del Xemaá El Fná. Los escribanos no ensalzaban su capacidad; estaban allí sentados tranquilamente, hombres pequeños, enjutos, su escribanía delante; y jamás daban a uno la sensación de que esperasen clientes. Cuando miraban, te observaban sin especial curiosidad y al momento desviaban de nuevo la mirada. Sus bancos estaban dispuestos a cierta distancia unos de otros, de tal modo que era imposible que se oyesen entre sí. Los más avezados o quizás también los más antiguos se acurrucaban en el suelo. Allí recapacitaban o escribían en un mundo discreto, ajeno al desenfrenado bullicio de la plaza circundante. Era como si se les consultase sobre reclamaciones secretas, y puesto que todo sucedía públicamente se habían acostumbrado todos ya a pasar desapercibidos. Incluso ellos mismos apenas estaban presentes; sólo contaba una cosa: la callada presencia del papel.

Hasta ellos llegaban jóvenes o parejas. Una vez vi a dos mujeres jóvenes con velo sentadas en el banco ante el escribano y moviendo los labios imperceptiblemente. Otra vez reparé en toda una familia sumamente orgullosa y distinguida. Estaba constituida por cuatro personas que habían tomado asiento en dos pequeños bancos en el ángulo izquierdo del escribano. El padre era un viejo fuerte, un beréber majestuosamente bien formado, en cuyo rostro podían leerse todos los signos de la experiencia y de la sabiduría. Intenté imaginar una parcela de la vida que él no hubiese desarrollado, y no pude encontrar ninguna. Ahí estaba él, en su singular desamparo, y junto a él su mujer, de porte igualmente sugestivo, pues de su velado rostro sólo quedaban libres los enormes, profundos ojos oscuros, y en el banco de al lado dos hijas jóvenes, por supuesto con velo. Todos se sentaban derechos y muy dignos.

El escribano, que era mucho más pequeño, hizo valer su respetabilidad. Sus rasgos delataban una sutil delicadeza y ésta era tan perceptible como el bienestar y la belleza de la familia. Yo los miraba a corta distancia, sin escuchar un sólo sonido, sin apreciar un sólo movimiento. El escribano aún no había comenzado con su práctica particular. Había dejado que se le informase cumplidamente de lo que se trataba y meditaba ahora cómo poder expresar mejor todo esto a través de la palabra escrita. El grupo actuaba tan compenetradamente como si todos los interesados se hubiesen conocido ya desde siempre y se sentasen desde tiempo inmemorial en el mismo lugar.

No me pregunté por qué vendrían juntos, tan unidos iban, y sólo mucho más tarde, cuando ya no me encontraba en este lugar, comencé a pensar en ello. ¿Qué podía ser realmente lo que requería la presencia de toda una familia ante el escribano?

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