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APOLOGÍA DEL CUENTERO

Los buenos viajeros son despiadados.

Canetti

1. Es curioso, parece como si la trayectoria imaginativa del escritor Elias Canetti apenas fuese otra cosa que una obstinada y a menudo doloroso tentativa de contar bien; detallada, precisamente, sin descuidar ninguno de los elementos significativos necesarios ni encubrir en ellos la responsabilidad, el compromiso personal, del narrador.

Hermann Broch, en una presentación que se ha hecho memorable, caracterizó, allá por 1933, la personalidad pública de Canetti como la de «un spaniol educado entre Suiza y Austria». En efecto, Canetti hereda de su madre, auténtico fin-de-race, el claroscuro, el matiz diferenciador de su lejana ascendencia hispánica, la voluntad de razón occidental; sin embargo, la fascinación que en su primera infancia recibe de su entorno rural originario, la aldea de Rustschuk, en la Bulgaria bajo danubiana -una comunidad hebrea intacta en el tiempo donde todavía se habla ladino-, se traducirá años después en su más preciado distintivo de identidad. Inmerso en una sociedad campesina orientalizada fuertemente y predispuesta siempre a marcar distancias con el Occidente «moderno», su lengua civil será el búlgaro, en convivencia estrecha con ese castellano arcaico, ya anacrónico incluso entonces, legado familiar ancestral transferido en calidad de lengua materna y que inspira las páginas quizás más vivas de su autobiografía.

Transterrado a Inglaterra, en pos de una quimérica y forzosa tradición comercial, convierte el alemán -también por ambición materna - en su lengua culta, o mejor todavía, en su instrumento comunicativo fundamental: la escritura. A Viena le conduce, asimismo, la arrogante resolución de su parentela, que aspira a convertirlo en alguien útil: nada de ambientes privilegiados y pocas fantasías electivas; en el panteón vienés de postguerra no hay espacio para Narciso: Wedekind, Strindberg, Broch, Alban Berg, «la poesía de absurdo paisaje espiritual de Kafka»… En suma, un lenguaje crispado para un tiempo ilegítimo, de exhibicionismo calculado -de máscara acústica del yo califica Karl Kraus los titubeos expresivos de la nueva generación implicada en la derrota bélica.

Es ésta una generación que tiene en Musil y Doblin sus hermanos mayores, y que se alarga monstruosamente hasta la quiebra de Weimar. Canetti toma de su tiempo el afán por la precisión, la obsesión por la verdad científica que salva del absurdo la vida humana. Pero, de espaldas a su época, desconfía de la capacidad experimental del diálogo y prefiere anudar a conciencia los cabos que sostienen el interés de la narración. Su tema es también el conflicto perenne entre individuo y colectividad, en un mundo en progresiva disolución del yo personal; en la fantasía creadora de Canetti se sobreponen figuras y situaciones cuyo absurdo alcanza a ser, las más de las veces, su condición de humanidad: el espejo nos devuelve la imagen de un ser grotesco condenado a errar sin sentido -y aquí la referencia a Cincuenta caracteres es obligada -. El humanismo seco y cortante de su estilo ya hecho constituye paradójicamente una forma saludable y desenfadada de apropiarse de aquella imagen terrible: lo monstruoso, nos alerta Canetti, sería fantasear elusivamente sobre ella bajo el pretexto de que nos es ajena. Reflexión de moralista, en definitiva.

Esa actitud, sin embargo, preserva a Canetti de los rigores expresionistas, de la sugestión manierista por lo grotesco; exagera la realidad, la disloca expresivamente en alguno de sus mejores cuentos, pero sin perder de vista cierto objetivismo picassiano que nunca trasgrede los límites impuestos para caer en la ebriedad formal. Su fuerza narrativa encuentra en el detalle el vehículo perfecto de expresión. Multiplica en el relato las escenas superfluas; sobrepone caracteres y gestos en una aparente amalgama jamás caótica, desde luego; con ello acierta siempre, si la razón última del narrador es presentar la complejidad de las cosas. En sus primeras obras - Die Blendung (1935), éxito de amigos, pero sin apenas lectores, piezas dramáticas tempranas o en su retardado éxito de público Masse und Macht- es posible detectar, sin duda, algún apasionamiento por la experimentación y el efectismo tendente a irrealizar acción y personajes, tenuemente surrealistas incluso. La fascinación por los ciegos, transposición emblemática de los sonámbulos de Broch, por ejemplo, hará decir a Fischer, mediada la década de los treinta, «Canetti era un diable boileux…, de mirada maligna para todo lo maligno, que halla placer en lo deforme, en lo horripilante…». En la Comedia de la vanidad fantasea acerca de una aterradora ciudad utópica donde el hombre, privado de su propia imagen -sin espejos, fotografías ni retratos-, se precipita en la demencia más oscura. En Masa y sobrevivencia, el poder conduce indefectiblemente a la locura y a la soledad: el demente que identifica su propio cuerpo con el «cuerpo del mundo» y sólo aspira a la beatitud suprema de la fusión anímica en una masa que le ofrezca, cruel paradoja, la singularidad.

Pero Canetti es sobre todo un narrador de historias. Testigo de excepción de un mundo cuya memoria se mantiene por tradición oral, sus relatos pretenden la audiencia y la atención que despertaba el cuentero en los mercados de antaño, o que despierta todavía hoy en el mundo cercano oriental. Su estilo es entrecortado, directo y expresivo hasta la distorsión de personajes y ambientes, como antes hice notar, y por ello difícil; no descuida mirada ni sacrifica jamás un adjetivo que pueda incidir en la riqueza total de la representación. Hay mucho en él de ese placer de la palabra que define las culturas latinas, acostumbradas a grabar en relatos con moraleja las experiencias de la vida y su concepción peculiar de la historia. Los hechos nunca son datos que permiten estructurar una historia; son sucesos, situaciones, episodios que ayudan a imaginar la panorámica de conjunto. El ojo del narrador es siempre activo; selecciona y transforma, crea constantemente la realidad, al tiempo que la relata. No deja de sorprender que entre nosotros, país de campesinos por definición, pese a veleidades de coyuntura y colonialismos ya estructurales, haya desaparecido tan raudamente el testimonio de la palabra; y más todavía cuando el círculo ideal de lectores a duras penas excede las cinco cifras. Quizás la aparente tosquedad formal de Baroja, inventor de historias si los hay, se explique desde esta perspectiva narrativa; o la ética del adjetivo del catalán Josep Pla, por dar otro ejemplo, más próximo en su estupenda y fluida verbosidad al mejor Canetti. La eficacia de la palabra se prueba a sí misma en cualquiera de las páginas de su autobiografía, La lengua absuelta, que abramos al azar. El cuentero jamás diseca, escribe Steiner comentando El territorio del hombre, recrea su mundo en cada palabra del relato.

La hojeada superficial de Las voces de Marrakesh nos depara, de entrada, un primer efecto sorpresa: ni rastro de la elaborada construcción de Auto de fe; ni la menor huella de la elipsis discursiva de Masa y poder. Canetti sintetiza aquí, en los catorce relatos que componen el libro, sus impresiones de una detenida incursión por la ciudad en 1954. Se trata, repito, de impresiones imaginativas, visuales casi, puesto que la penetración del autor enraiza en una decidida voluntad de comprensión del universo desconocido. Los rápidos apuntes, las estrictas notas de viaje aparecen disueltas en la fantasía del escritor, para convertirse en el soporte de esa nueva reconstrucción que son los cuentos de viajes. En todos ellos domina la impronta de lo inmediato, de una experiencia vivida directamente que se intenta transmitir al lector sin artificios y con el menor número posible de mediaciones de taller. Y en esta ocasión, Canetti nos demuestra magistralmente que todavía es posible contar algo con sencillez, dando prioridad a los hechos, forzándolos si es preciso para que expresen sus cadencias más variadas. La elaboración literaria vendrá después, siempre con carácter adjetivo. El resultado es un lenguaje libre de presiones de género -como señala acertadamente Rudolf Hartung-, muy rico léxicamente y saturado de significaciones hasta la contraposición.

Para Canetti, la sagacidad del viajero, llegado el momento de captar y comprender en sus entresijos el guiño cómplice de una realidad diferente, diversa, pero que necesita entender de alguna manera para integrarla en su experiencia vital, constituye el elemento definitivo a la hora de hacernos partícipes de sus vivencias. El esfuerzo del viajero es arduo, porque se basa en el ejercicio de una comprensión sincopada, parcial: el turista, escribe, es la caricatura moderna del viajero. Canetti, por el contrario, entiende el viaje como la ocasión última para apropiarse de un mundo extraño, en el que entrevé aún posibilidades autónomas de ser distinto. Y ésa es la razón de que sus cuentos de viaje aspiren sobre todo a la veracidad de las imágenes: dramática o cómica, tanto da; humanizando en la mejor tradición oriental animales y cosas portadores de sentido.

La voz del cuentero de mercado adecúa tonos y modulación, gesto y palabras a su auditorio. Cuando Canetti transforma esa voz en escritura, parte del compromiso, vehementemente asumido, de implicar en su relato a los lectores más plurales. Abandona entonces su confortabilidad europea, la intolerable tolerancia del viejo escéptico, el paternalismo siempre ofensivo del hermano sabio, y vuelve a los orígenes, a su diminuta aldea búlgara, al círculo de allegados a quienes relata, al caer la tarde, su experiencia viajera. El resultado, lector, es esta pequeña obra maestra.

JOSÉ-FRANCISCO YVARS

Septiembre de 1981.

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