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«¿Samuel?», preguntó, y se le iluminó de nuevo el rostro de tal modo que lo tomé como si hubiese oído hablar del personaje y estuviese al corriente de su carrera. Pero en eso me había equivocado; pues se volvió hacia la joven y dijo: «Ese es el apellido de mi cuñada. Su padre se llama Samuel.» La sorprendí espectante y asintió con vehemencia.

A partir de ese momento se hizo más atrevido en sus preguntas. El sentimiento de un lejano parentesco con Lord Samuel que según le dije había sido miembro del Gobierno británico, le enardecía. Si aún había otros israelitas en nuestra productora. Uno, respondí. Si no desearía traerlo conmigo de visita. Se lo prometí. Si no había con nosotros algún americano. Por primera vez pronunció la palabra «americano»; percibí que esa era su palabra dorada y comprendí por qué, en principio, se había sentido confuso por mi origen inglés. Le hablé de mi amigo americano que vivía en nuestro mismo hotel; pero tuve que añadir que no era ningún «israelita».

El hermano mayor entró de nuevo; quizás le pareció que permanecía allí demasiado tiempo. Lanzó una mirada a su mujer, y siguió mirándome fijamente. Creí haberme quedado allí por su voluntad y que la esperanza de entablar conversación con él no había desaparecido. Le dije al hermano menor que podría, cuando le apeteciera, buscarme en mi hotel, y me levanté del sillón. Me despedí de la joven. Los dos hermanos me acompañaron al exterior. El recién casado se detuvo ante el portón, un poco como cortándome el paso, y me vino a la cabeza la idea de que quizás esperaba alguna recompensa por mi visita a su casa. Por mi parte tampoco deseaba yo ofenderle, todavía incluso me caía bien, y así permanecí allí un instante en la más embarazosa disyuntiva. Mi mano, que había ido aproximándose al bolsillo, se detuvo a medio camino y la sorprendí como quien dice dispuesta a rascar. El hermano menor vino en mi ayuda y dijo algo en árabe. Oí la palabra «jehudi», judío, que se refería a mí, y fui despedido con un amistoso y algo desilusionado apretón de manos.

Justo al día siguiente se presentó Élie Dahan en mi hotel. No me encontró y volvió de nuevo. Me ausentaba con frecuencia y él no tenía la suerte de tropezar conmigo; quizás pensaba incluso que yo mandaba decir que no estaba. La tercera o cuarta vez dio finalmente conmigo. Le invité a un café y me acompañó al Xemaá El Fná, donde nos sentamos en una de las terrazas. Vestía igual que el día anterior. Al principio no habló apenas, pero incluso su inexpresivo ademán bastaba para inferir que algo guardaba en su corazón. Un anciano, que vendía bandejas de azófar, se aproximó a nuestra mesa; por su negra chia, por su indumentaria y barba era fácil de reconocer en él un judío. Élie se inclinó lleno de misterio hacia mí, y como si tuviese que confesarme algo muy especial, me dijo: «C'est un Isráelite.» Asentí satisfecho. A nuestro alrededor se sentaban, escandalosos, algunos árabes y uno o dos europeos.

Justo ahora, una vez reanudada entre nosotros la cordialidad del día anterior, se sentía más libre y volvió a su demanda.

Si yo podría darle una carta al comandante del campamento de Ben Guérir. Deseaba, ansiosamente, trabajar con los americanos.

«¿Qué clase de carta?», pregunté.

«Dígale al comandante que debe darme un puesto de trabajo.»

«Pero yo no conozco de nada al comandante.»

«Escríbale una carta», insistió, como si no hubiese oído lo que le decía.

«No conozco al comandante», repetí.

«Dígale que debe darme un puesto.»

«Pero si ni siquiera sé cómo se llama. ¿Cómo puedo escribirle allí?»

«Yo le diré su nombre.»

«¿Qué tipo de trabajo le gustaría tener?»

«Comme plongeur», dijo, y creí recordar que eso significaba alguien que lavara platos.

«¿Ha estado ya alguna vez allí?»

«He trabajado de "plongeur" con los americanos», afirmó muy orgulloso.

«¿En Ben Guérir?»

«Sí.»

«¿Y por qué se fue de allí?»

«Me despidieron», dijo también con orgullo.

«¿Hace mucho de eso?»

«Un año.»

«¿Por qué no se presentó entonces de nuevo?»

«La gente de Marruecos no debe quedarse en el campamento. Sólo si trabajan allí.»

«Pero, ¿por qué se le despidió? ¿Quería, tal vez, marcharse usted?», agregué con tacto.

«No había suficiente trabajo; se despidió a mucha gente.»

«En ese caso no quedará un solo puesto libre para usted, si es que hay tan poco trabajo.»

«Escríbale al comandante que debe darme el puesto.»

«Una carta mía no tendría ningún efecto, puesto que no le conozco.»

«Con una carta se me admitirá.»

«Pero yo no soy siquiera americano. Le he dicho que soy inglés. ¿No recuerda?»

Frunció el ceño. Era la primera vez que atendía a una objeción mía. Recapacitó y dijo:

«Su amigo es americano.»

Comprendí al fin. Yo, el verdadero amigo de un auténtico americano debía escribir una carta al comandante del campamento de Ben Guérir en la que se solicitara que se le diese a Élie Dahan un puesto como «plongeur».

Le dije que hablaría con mi amigo americano. Seguro que él sabría qué hacer en un caso así. Tal vez podría escribir él mismo una carta semejante; pero, por supuesto, debería consultarle antes. Yo sabía bien que él no conocía de nada al comandante.

«Escriba usted que debe darle también un puesto a mi hermano.»

«¿Su hermano? ¿El relojero?»

«Tengo también un hermano menor. Se llama Simón.»

«¿Qué hace?»

«Es sastre. También ha trabajado con los americanos.»

«¿De sastre?»

«Contaba la colada.»

«¿Y también hace un año que él está fuera de allí?»

«No, fue despedido hace catorce días.»

«Eso significa que no hay más trabajo para él.»

«Escriba usted por los dos. Yo le daré el nombre del comandante. Escriba desde su hotel.»

«Hablaré con mi amigo.»

«¿Debo recoger la carta en el hotel?»

«Vuelva de aquí dos o tres días, cuando haya hablado ya con mi amigo y entonces le diré si puede escribir una carta en su favor.»

«¿No conoce el nombre del comandante?»

«No. Usted mismo quería darme el nombre, ¿no?»

«¿Debo llevarle el nombre del comandante al hotel?»

«Sí, puede hacerlo.»

«Le llevo hoy mismo el nombre del comandante; y usted le escribe una carta diciendo que debe darnos un puesto a mi hermano y a mí.»

«Tráigame mañana el nombre.» Comencé a mostrarme intransigente. «No puedo prometerle nada antes de haber hablado con mi amigo.»

Maldije el momento en que pisé la casa de su familia. Ahora vendría diariamente, quizás más de una vez, y siempre repitiendo la misma frase. No debí aceptar la hospitalidad de aquella gente. En ese preciso instante, dijo:

«¿No desearía volver a casa?»

«¿Ahora? No; por el momento tengo poco tiempo. Con gusto en otra ocasión.»

Me levanté y abandoné la terraza. Se levantó indeciso y me siguió. Noté que vacilaba y apenas dimos unos pasos preguntó:

«¿Ha pagado?»

«No». Lo había olvidado. Quise huir tan rápido como me fuera posible de su lado, y olvidé pagar el café al que le había invitado. Me sentí avergonzado y mi irritación se disipó. Regresé, pagué y vagamos juntos por el callejón que conducía al Melah.

Entonces adoptó el papel de cicerone y me mostró todo cuanto ya conocía. Sus explicaciones consistían, a lo sumo, en dos frases: «Esto es la Bahía. ¿Estuvo usted ya en la Bahía?» «Ahí están los orfebres. ¿Ha visto usted ya a los orfebres?» Mi respuesta no era menos estereotipada. «Sí, ya estuve allí», o «Sí, ya los he visto». Tan sólo tenía un simple deseo: ¿Cómo hacerle comprender que no me llevase a ningún sitio? Pero él había decidido serme útil; y la tenacidad de un tonto es inquebrantable. Cuando vi que insistía, eché mano de un ardid. Pregunté por el Berrima, el palacio del sultán. Todavía no he estado allí, confesé, pero sabía bien que no se podía entrar.

«¿El Berrima?» repitió entusiasmado. «Mi tía vive allí ¿Debo llevarle?»

No pude decir que no. Tampoco comprendía lo que su tía tenía que hacer en el palacio del sultán. ¿Era tal vez portera del palacio? ¿Lavandera? ¿Cocinera? Me sedujo poder llegar de esta forma a la fortaleza. Quizás podría entablar amistad con la tía y así conocer algo sobre la vida cortesana.

En el camino hacia el Berrima llegamos a hablar del Glaoui, el bajá de Marrakesh. Pocos días antes se había dado un intento de atentado contra el nuevo sultán de Marruecos en la mezquita del barrio. El servicio religioso era la única posibilidad para el autor del atentado de entrar en estrecho contacto con el rey. Este nuevo sultán era un hombre mayor. Era el tío del anterior, al que los franceses habían destronado y expulsado de Marruecos. Como instrumento de los franceses, el tío-sultán fue combatido por todos los medios desde el partido liberal. Entre los naturales del país sólo contaba con un apoyo firme, y éste era el Glaoui, el bajá de Marrakesh, al que ya desde hacía dos generaciones se le conocía como el aliado más desvalido de los franceses. El Glaoui había acompañado al nuevo sultán a la mezquita y dado muerte allí mismo al autor del atentado. El propio sultán sólo había resultado levemente herido. Justo cuando tuvo lugar este acontecimiento paseaba yo con un amigo por esa parte de la ciudad; dimos por casualidad con la mezquita, y observamos a la multitud, que esperaba entonces la llegada del sultán. La policía presentaba un alto grado de excitación, pues ya había administrado una buena dosis de golpes, y tomaba sus disposiciones desatinada y estentóreamente. También nosotros nos vimos dirigidos bruscamente, pero contra los nativos se arremetía con mayor furia y a gritos, hasta que se situaban justo en el lugar donde les estaba permitido hacerlo. En estas circunstancias sentimos poco interés en esperar la llegada del sultán y continuamos nuestro camino. Media hora después ocurrió el atentado y la noticia se propagó como mecha encendida por la ciudad. -Caminaba, pues, ahora con mi nuevo acompañante por los mismos callejones que entonces; y esto era lo que había motivado la charla acerca del Glaoui.

«El bajá odia a los árabes», afirmó Élie.

«Aprecia a los judíos. Es amigo de los judíos. No tolera que les ocurra nada.»

Hablaba más y con más rapidez que de costumbre, y sonaba raro, como si lo hubiese aprendido de memoria en algún viejo libro de historia. El aspecto mismo del Melah no me había parecido tan medieval como estas palabras sobre el Glaoui. Advertí su rostro desencajado cuando repitió las mismas palabras. «Los árabes son sus enemigos. Tiene consigo a los judíos. Habla con judíos. Es el amigo de los judíos.» Prefirió el título de «bajá», que caracterizaba a la nobleza, al apellido «Glaoui». Siempre que yo decía Glaoui, replicaba él «bajá». En su boca sonaba al igual que la palabra comandante, con la que hacía poco me había llevado a la desesperación. No obstante, su mayor y más alentadora palabra siguió siendo, el Glaoui por así decir a la terquedad, «americano».

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