Hacia fines de octubre de 1907, cuando la familia imperial está instalada por el otoño en Tsarskoie Selo, Alexis se cae mientras juega en el jardín y se queja de violentos dolores en una pierna. Al comprobar que el edema le estira la piel, Alejandra Fedorovna es presa del pánico. Los médicos, llamados en seguida, prescriben baños de barro caliente y ponen al niño en cama. Es inútil. A la desesperada, la Emperatriz convoca a Rasputín. Después de todo, según los rumores, no es solamente un confidente de almas sino también un sanador de cuerpos. El llega al palacio a medianoche. La importancia de la intervención que se le encomienda no lo perturba. Como de costumbre, aparta los remedios recomendados por los médicos, se sienta a la cabecera de la cama y ora. Ni una vez roza al niño con sus manos, pero lo mira intensamente. Su meditación es larga, profunda, silenciosa. La Emperatriz, con los nervios crispados, se contiene para no interrumpirlo. Poco a poco, Alexis cesa de gemir y se distiende. Cuando Rasputín se aleja, el niño se ha tranquilizado. ¿Es la presencia del hombre barbudo, de ojos fijos, lo que ha terminado por calmar el sufrimiento del zarevich o hay que atribuir el aplacamiento a una evolución normal de la enfermedad? De todos modos, a la mañana siguiente, el paciente sonríe a su madre. El edema se ha reabsorbido. Alrededor del pequeño lecho los allegados pregonan que se trata de un milagro.
De todos modos, la noticia de ese acceso de hemofilia es mantenida en secreto. Según las consignas impartidas por el Zar, la salud de los miembros de la familia imperial debe estar al abrigo de cualquier indiscreción. Pero, ¿cómo impedir que los sirvientes hablen? En la ciudad, algunas personas ya saben que Rasputín ha curado al zarevich. Para los escépticos, se trata de un fenómeno de magnetismo, de sugestión sobre el espíritu del enfermo. Para los creyentes, Dios ha elegido al staretz siberiano como instrumento de su voluntad junto a la humanidad sufriente. En cuanto a Rasputín, está sinceramente convencido de que los poderes eternos se expresan a través de él cuando se esfuerza por aliviar a sus semejantes. Por medio de un acto de amor hacia el paciente, le trasmite su confianza en la curación y por otro acto de amor, esta vez hacia el Cielo, incita al Señor a ayudarlo en su empresa salvadora. En suma, el movimiento de su espíritu es doble en esos momentos: una zambullida en la conciencia de aquel que se le entrega y una ascensión hacia Aquel de quien todo depende aquí abajo.
Sea como sea, el renombre del taumaturgo adquiere una nueva dimensión. El es el único que no se sorprende. A partir de ese día, concurre a menudo al palacio. Para no divulgar esas visitas de un simple mujik a la familia imperial, los soberanos lo hacen subir por la escalera de servicio. Sin embargo, las reglas de seguridad exigen que su paso sea inscrito en los registros de cada uno de los puestos de guardia antes que pueda acceder a los departamentos particulares. Generalmente llega antes de la comida y juega con Alexis, que, entre sus malestares, se muestra vivo y alegre. El niño le toma afecto y le da el apodo de Novy, "el nuevo". Ese sobrenombre divierte a Sus Majestades y Rasputín será autorizado oficialmente a añadir Novy a su apellido. Por otra parte, es muy consciente del honor que le hacen el Emperador y la Emperatriz al recibirlo en su intimidad. Pero no por eso deja de hablarles con franqueza y sencillez, llamándolos batiuchka y matuchka ('padrecito" y "madrecita"), según la costumbre campesina. Con ese comportamiento rústico, acentúa todo lo que lo opone a él, representante de las masas rusas, a los cortesanos sofisticados que hormiguean alrededor del trono. Al hablar así, de igual a igual, con Sus Majestades, sin testigos molestos, sin mediadores circunspectos, se yergue como campeón de la Santa Trinidad que debe asegurar la gloria de Rusia: el Zar, la Iglesia, el Pueblo. No hay salvación, dictamina, fuera de esa unión entre los principios monárquicos y religiosos por una parte y el terruño en el que se hunden sus raíces por otra. El pueblo es el humus necesario que soporta y nutre el árbol de la autocracia ortodoxa.
Alejandra Fedorovna lo comprende y lo aprueba. De origen alemán, y habiendo aceptado abandonar el protestantismo por amor hacia su novio, se ha consagrado a su nueva patria y a su nueva religión con un entusiasmo de prosélito. A favor de ese cambio de país y de fe, se pretende más rusa que los rusos de origen. Lo que busca hoy, como sedienta, no es la Rusia que se encuentra en los salones y que está desflorada, falseada por las maneras europeas, sino la verdadera Rusia, la de los sufrimientos humildes, las devociones ancestrales, los trabajos oscuros, las dulces tradiciones y las supersticiones irrazonables. Su imaginería personal se puebla con troikas en la nieve, canciones nostálgicas, reuniones alrededor de un samovar en una isba y fieles arrodillados ante un pope de campo. Cuanto más folclórica es su visión del país, más se siente llamada a amarlo y cuidarlo. Está convencida de que los frecuentadores de la corte la denigran a sus espaldas, mientras que la inmensa nación rusa, todavía prisionera de las tinieblas, la adora y la respeta. Y Rasputín le parece el auténtico mensajero de esa Rusia. A través de él, se comunica no sólo con el Dios de la Iglesia, sino también con el espesor humano de la provincia. Cuando lo ve, barbudo, rústico y con esa mirada penetrante, es toda la raza rusa la que se prosterna ante ella. Se sentiría desolada si él no llevara más la blusa campesina y las botas o si hablara con el lenguaje refinado de los aristócratas. Muy pronto, Rasputín adivina el ascendiente que ha adquirido sobre ella y se alegra como de una victoria. Pero, al mismo tiempo, se siente emocionado por esa soberana que sueña con acercarse a sus subditos más insignificantes y desprovistos. Si ella ha encontrado en él un guía, él descubre en ella una amiga, una hermana, a la vez frágil y omnipotente. Se jura protegerla y proteger al Zar contra los malvados que pululan hasta en los corredores del palacio. Puede hacerlo puesto que tiene a Dios en su manga.
Sin embargo, de cuando en cuando, deja la capital y va a fortalecerse el corazón en Pokrovskoi. Allí se reencuentra con su mujer y sus hijos, que lo han esperado con paciencia y se congratulan por su buen aspecto.Gracias al cielo, dice él, todo le sale bien. Se ha hecho construir una isba nueva, más grande y hermosa que la anterior, y luce orgullosamente una cruz pectoral obsequio de Nicolás II. Pero, acerca de esto último hay una dificultad: sólo los sacerdotes están autorizados a llevar la insignia sacerdotal. Además, según ciertos chismes de provincia, el staretz Gregorio se conduciría de manera desvergonzada con las campesinas que escuchan sus predicciones y sus prédicas. Advertido de esos rumores, el obispo de Tobolsk ordena un segundo registro en casa del pretendido mago en enero de 1908. Una vez más, el resultado de la investigación policial es negativo. Decididamente, a Rasputín sólo se le puede reprochar el hacerse pasar por un sanador y sucumbir a veces al demonio de la carne, siempre alabando a Dios. Por otra parte, se dice que ahora está tan cerca del trono que molestarlo sería una torpeza.
Como para apuntalar esta información, el obispo Teófanes en persona, convertido mientras tanto en confesor de la familia imperial, se dirige a Pokrovskoi enviado por la Zarina. Llega en la primavera de 1908, pasa quince días en la casa de su protegido, va a saludar al staretz Macario en su retiro, cerca de Verkhoturié, y, después de mantener largas conversaciones con los dos hombres, se convence de que Rasputín merece su reputación de santidad. En el curso de esas entrevistas, Gregorio ha cuidado de contarle que no sólo ha visto a la Santa Virgen, sino que los apóstoles Pedro y Pablo se le han aparecido mientras él labraba su campo. De regreso en San Petersburgo, Teófanes presenta a Alejandra Fedorovna el informe de su viaje y le confirma la pureza de costumbres y el don de segunda visión de Rasputín. Se declara seguro de que el muy piadoso Gregorio ha sido elegido por Dios para reconciliar definitivamente al Zar y la Zarina con la nación rusa.
Cuando Rasputín regresa a la capital, es recibido en el palacio con los brazos abiertos. En varios salones de la ciudad se llega hasta el delirio. Alojado en el domicilio de Olga Lokhtina, a cuya cama sigue rindiendo honores, Gregorio es objeto de un verdadero culto por parte de las mujeres de mundo exaltadas que frecuentan la casa. Entre ellas hay personalidades cercanas a la pareja imperial y hasta oficiales de la guardia inclinados al misticismo. Todas y todos rodean al staretz de una deferencia que roza la idolatría. Sus más simples palabras son para ellos como perlas que caen del más allá. No le falta nada, aunque no pide dinero a ninguno de sus adeptos. Se lo dan espontáneamente por el placer de pagar sus propias culpas, como se paga un cirio en la iglesia. Ya sea cinco rublos para sus pobres, ya sea cinco rublos para él. Los bolsillos llenos y la frente serena, agradece a sus generosos discípulos con predicciones nebulosas y comentarios ardientes del Evangelio.
Además del círculo místico de Olga Lokhtina, ahora se desarrolla otro grupo de adoratrices alrededor de Anna Vyrubova. A veces, los dos grupos de reúnen para escuchar al profeta. Al asistir a una de esas sesiones, el príncipe Nicolás Jevakhov, adjunto del alto procurador del Santo Sínodo, es sorprendido por la amonestación paternal del mago: "¿Para qué está usted aquí?", exclama Rasputín, "¿Para verme o para aprender cómo vivir en este mundo para salvar su alma?". Luego continúa exhortando a sus fieles a salir el domingo después de la misa y caminar largo tiempo por el campo, luego, detenerse y levantar los ojos al cielo: "Y entonces sentirás con todo tu corazón que no tienes más que un Padre, nuestro Señor Dios; que sólo Dios necesita tu alma. Y es sólo a Él a quien querrás darla. Sólo Él te defenderá y vendrá en tu ayuda…". Después de esta comunión con el Altísimo, el hombre y la mujer podrán volver, purificados, a sus ocupaciones cotidianas en la sociedad: "Entonces todas tus obras terrestres se transformarán en obras divinas y salvarás tu alma no por la penitencia sino trabajando por la gloria de Dios". [7] No es nada nuevo, pero Rasputín tiene una mirada y una voz que remueven las entrañas de la asistencia. Además, insiste sobre la necesidad de alcanzar uno mismo, por la oración, una beatitud que excluye las referencias a las obligaciones morales. En resumen, para él, todo está permitido a partir del momento en que el creyente se abandona al éxtasis. Las reglas de conducta pueden ser transgredidas por poco que un impulso espiritual, o aun físico, nos empuje, fuera de toda conciencia, hacia un estado de fascinación superior.