La muerte no es suficiente para reducir a Rasputín al silencio. Aun clavado entre cuatro tablas, continúa agitando los espíritus. Hasta aquellos que se alegran por su desaparición comienzan a decirse que, en realidad, los asesinos tal vez se han equivocado. En la izquierda se teme que la eliminación de esa fuente de escándalo no haya quitado a los liberales un maravilloso pretexto para sus ataques contra el régimen. En la derecha, se estima que la crueldad de la ejecución perjudica a los altos personajes que la idearon. Su ignominia, su bajeza, son semejantes a las del hombre al que eligieron eliminar. Con sus manos cuidadas y sus grandes nombres, no valen más que su víctima. En lugar de blanquear a la pareja imperial, la han manchado con la sangre de un mujik . Más grave aún: una vez cometido el delito, han aprovechado su parentesco con el Zar para reclamar impunidad. Y, demasiado débil para permanecer sordo a sus súplicas, Nicolás II ha ordenado detener las diligencias judiciales. De modo que en Rusia hay dos justicias: una para la gente del pueblo, otra para los aristócratas. Si los asesinos son culpables de haber masacrado a un individuo indefenso, el Emperador lo es más aún por no haberlos castigado. Ha colocado las consideraciones de familia por encima del respeto de las leyes. Ya no es el padre de la nación sino el protector de una casta. ¿Acaso no ha sido así desde el comienzo de su reinado?, preguntan los escépticos.
Para mucha gente, la muerte de Rasputín no es solamente un insulto a Sus Majestades, que lo habían hecho su amigo, sino también un mal presagio para la monarquía. Rasputín había predicho a sus allegados que su supresión acarrearía la de la dinastía entera: "Si muero, o si ustedes me abandonan, perderán a su hijo y la corona en seis meses". Esa advertencia es repetida por todas partes y comentada con temor supersticioso. El ruso cree fácilmente en los signos del más allá. La masa del pueblo llega a preguntarse si el staretz no era realmente un enviado de Dios y si, al inmolarlo tan salvajemente, los conspiradores no han preparado al mismo tiempo la caída del trono y la capitulación de la patria. En pocos días, se abate sobre el país la impresión de un desastre inminente, más terrible que la carnicería del palacio Yusupov. En el aire hay miasmas de vergüenza, de angustia y de derrota. Cada uno, de arriba abajo de la escalera y por razones diferentes, se siente amenazado porque Rasputín ya no está. Unos temen que Dios, irritado por ese crimen abyecto, se aparte de Rusia; otros que el Zar, comprometido, desacreditado, ya no esté en condiciones de gobernar el imperio.
¿Pero, en realidad, quién era ese Rasputín, bendecido y execrado al mismo tiempo? ¿Un mistificador o un mago? Aquellos que creen en él, a pesar de sus tachas cien veces denunciadas, sostienen que pertenece a una especie particular que debería tener su lugar en el martirologio ortodoxo. En esa lista sagrada se encuentra toda clase de santos: guerreros, anacoretas, convertidores, dedicados a la meditación, al éxtasis, a la caridad… ¿Por qué no introducir en la gloriosa cohorte un santo pecador? Pues Rasputín, dicen algunos, es un maravilloso ejemplo de esta categoría: tiene una fe inquebrantable, un don de curar atestiguado a menudo, la facultad de prever el porvenir… Simplemente, añade a esas cualidades excepcionales una sed de vivir y de gozar que, lejos de condenarlo, debería inclinar a las multitudes a tener confianza en él. El Cielo lo ha elegido para consuelo de sus semejantes porque él conoce y comparte todos los apetitos humanos. El santo pecador es más grato a Dios que los santos predicadores. Por sí solo justifica la piedad del Altísimo por sus criaturas.
Frente a los sostenedores de la leyenda del santo pecador, los adversarios de Rasputín claman que es un charlatán preocupado solamente por las satisfacciones materiales. Aun reconociendo que tiene un extraño poder magnético, no ven en su acción más que cálculo, astucia, concupiscencia y adulación rastrera. Para ellos, es un bribón que ha engañado a sus admiradoras, demasiado crédulas, a fin de progresar en el mundo y satisfacer sus más bajos instintos. Poco a poco, después de una llamarada de misticismo, esta interpretación razonable prevalece en Rusia. Incluso hay asombro entre los intelectuales por la importancia acordada al fenómeno. A sus ojos, esto se explica por la extraordinaria propensión del pueblo ruso a creer en el poder de las fuerzas ocultas. Es verdad que el alma de la nación es profundamente permeable á los misterios. Es infantil, generosa e inclinada a los extremos. Hasta las personas evolucionadas, o que pretenden serlo, están sedientas de revelaciones disimuladas, de influencias astrales y de coincidencias significativas. Sí, en esa época hay en el país una enorme ingenuidad unida a la necesidad de confiar su destino a las manos de un pastor sobrenatural. Necesidad que aparece tanto en los salones como en las alcobas, en los restaurantes como en los baños públicos, en las isbas siberianas como en los corredores del palacio imperial. Si Rasputín ha podido prosperar y crecer hasta las dimensiones de un mito es porque respondía a una necesidad espiritual tanto en las masas como en las cercanías del trono. Sin la aberración de la Zarina y la debilidad del Zar, habría seguido siendo un vagabundo iluminado, yendo de aldea en aldea, viviendo del candor público y propagando la palabra de Dios con mayor o menor convicción. Es Alejandra Fedorovna quien, extraviada por sus angustias maternales, ha fundado el culto de su santidad. Con la ayuda de Anna Vyrubova y algunas otras, lo ha creado de pies a cabeza y lo ha alentado a entrometerse en todo. Ella se jactaba de ser su prosélita y él fue la encarnación de sus sueños insensatos, el artesano de un desastre que tuvo tiempo de prever antes de desaparecer.
¿Qué irá a pasar ahora que ha muerto? ¿Cómo hará Rusia para sobrevivir a Rasputín? Verdadero o falso profeta, ha incidido con todo su peso en la historia. Los que han creído en él se sienten huérfanos y no saben a qué santo encomendarse; los que lo han tratado de impostor se preguntan si un milagro podrá todavía salvar a Rusia, enferma de locura colectiva. En realidad, Rusia ha secretado a Rasputín como una fiebre provoca un grano. En el estado de desorden moral en que se encontraban sus compatriotas, su venida era inevitable. Ha sido el producto de un pueblo entero en ebullición. Tal vez un personaje semejante no habría podido surgir en ninguna otra parte más que en esa inmensa comarca de llanuras, de visiones engañosas y de piedad.
Prascovia, la viuda de Rasputín, llegó a San Petersburgo el 25 de diciembre de 1916. Su marido había sido enterrado cuatro días antes. Se reúne con sus dos hijas en el departamento del staretz en la calle Gorokhovaia. Pero los vecinos las increpan por las ventanas y las insultan apenas asoman la nariz. Entonces se mudan para escapar del escándalo. Después, como en ninguna parte encuentran refugio contra la maledicencia, se resignan a volver a Pokrovskoi.
Nicolás II ha regresado a la Stavka de Mohilev después del entierro. De nuevo gobierna la Emperatriz. El recuerdo de Rasputín no la abandona. Escribe a su marido: "Nuestro querido Amigo reza por ti en el más allá. ¡Todavía está tan cerca de nosotros! Creo que todo terminará por arreglarse. ¡Para eso, querido, es necesario que te muestres fuerte, que enseñes el puño!". Casi todos los días lleva flores a la tumba del staretz y, en los momentos de duda, pide consejo y protección a su memoria. El ministro del Interior, Protopopov, comparte su fe en la permanencia del santo hombre junto a ellos y no titubea en hacer mover las mesas para invocar el fantasma del difunto. Alejandra Fedorovna le agradece que esté siempre de acuerdo con ella, es decir, de acuerdo con el staretz , que se expresa desde más allá de la tumba. Se niega a ver que el hombre de gobierno en quien deposita ahora sus esperanzas no está en su sano juicio. Una mujer neurótica y un político que no está en sus cabales dirigen el país en guerra. Ya no pueden apoyarse ni en la alta aristocracia, que se considera burlada en sus derechos, ni en el pueblo, agotado por las privaciones y asqueado por las maniobras del poder. De ese modo, apartada de la sociedad, la Emperatriz lo está igualmente de los parientes de su marido.El aislamiento de Sus Majestades es total.
Temiendo que la Zarina resulte afectada por la enemistad que se manifiesta alrededor de ella, Protopopov le hace enviar diariamente cartas de alabanza por la Okhrana: "Amada soberana nuestra, madre y tutora de nuestro querido zarevich, protegednos contra los malvados. ¡Salvad a Rusia!" Engañada por esas demostraciones de amor por encargo, le declara a la gran duquesa Victoria: [31] "Hasta hace muy poco, yo creía que Rusia me detestaba. Ahora comprendo que es sólo la sociedad de Petrogrado la que me odia, esta sociedad corrompida, impía, que no piensa más que en bailar y banquetear, que se ocupa sólo de sus placeres y sus adulterios, mientras la sangre fluye a raudales por todas partes… ¡La sangre…! ¡La sangre…! Ahora, siento la gran dulzura de saber que Rusia entera, la verdadera Rusia, la Rusia de los humildes y los campesinos está conmigo. Si os mostrara los telegramas y las cartas que recibo, lo comprenderíais". [32] Alejandra Fedorovna piensa que esa Rusia que la ama es la de Rasputín. Cuando recuerda que, en vida del "Amigo", tenía al alcance de sus ojos a toda Rusia en una sola persona, comprende mejor la magnitud espantosa de su pérdida. Cada incidente de su vida la lleva hacia él. Su actitud a la vez tiránica, nerviosa y alucinada inquieta a quienes la rodean. En los corredores de la Duma se piensa cada vez más a menudo en la posibilidad de internar a la Zarina, deponer al Zar y reemplazarlo por el zarevich bajo la regencia del gran duque Nicolás Nicolaievich. Éste, consultado en secreto, vacila, pide que lo dejen reflexionar, luego rehusa. Algunos diputados se dirigen entonces al gran duque Miguel, hermano menor del Zar. Generales de renombre se unen al complot. Mientras que los soldados caen por millares en el frente por una causa en la que ya no creen, en la retaguardia la autoridad se tambalea, no se sabe con seguridad quién tiene el timón del navío.
El reaprovisionamiento de la capital es irregular; los precios suben y los salarios no los acompañan; el frío agrava la miseria en las viviendas deterioradas y privadas de calefacción; las noticias del frente son malas; se disponen tarjetas de racionamiento; la multitud toma los negocios vacíos por asalto. Desde comienzos de febrero de 1917 estallan revueltas a cada momento. El 23, los sindicatos organizan una manifestación llamada "Jornada internacional de las obreras". Al desfile de las mujeres se han añadido huelguistas, obreros despedidos y hasta desertores que han escapado de las búsquedas. La policía no interviene. Al día siguiente, nueva demostración, banderas rojas a la cabeza. Se canta La Marsellesa , se grita; "¡Muerte a Protopopov! ¡Abajo la autocracia! ¡Abajo la guerra! ¡Abajo la zarina alemana!". La policía montada dispersa a los perturbadores, que dejan algunos heridos en el terreno. Al tercer día, la huelga toma una amplitud inquietante. Está orquestada por el Partido Bolchevique. Cierran todas las fábricas. La policía tira sobre los grupos tumultuosos. El 26, domingo, la ciudad parece más tranquila y Nicolás II, negándose a creer en una revolución, se contenta con enviar de la Stavka el siguiente telegrama al general Khabalov, nuevo comandante de Petrogrado: "Ordeno hacer cesar desde mañana en la capital los desórdenes que no se pueden tolerar en esta hora grave de la guerra contra Alemania y Austria".